Grange casi chillaba con la muñeca pegada a la boca. Al cabo de un instante apareció la furgoneta derrapando en la esquina y más agentes se unieron a la escena.
El bromista le había puesto al chico los brazos a la espalda y le aplastaba la cara contra la pared mientras la rubia teñida le ponía las esposas.
El sospechoso intentaba ver por encima del hombro. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
– Yo no he hecho nada.
– Dejadle hablar -dijo Kate.
– Nombre -preguntó Brown.
– Bobby Joe Scott.
Kate olía el miedo que el chico rezumaba.
– ¿A qué has venido, Bobby?
– B-bobby Joe.
– Bobby Joe. -Kate le puso la mano en el brazo y miró al bromista, que todavía sujetaba al chico por la nuca-. Tranquilo.
– Habla -ordenó Brown.
– ¿D-de qué, señor?
– De ti. Cuéntanoslo todo.
– No-no sé qué decir. Soy artista. Ha-hago cosas con madera. -Las lágrimas le corrían por la cara junto con un hilillo de mocos.
– ¿De qué hablas? -dijo Grange.
– Ha-hago tallas, señor. Con ma-madera y un cuchillo.
– ¿Que llevas encima un cuchillo? -El bromista volvió a cogerle por la nuca.
– Calma, detective -terció Brown-. ¿De dónde eres? -le preguntó al chico.
– De Alabama.
– ¿Llevas encima algún carné?
– S-sí. -El muchacho tragó saliva-. En mi bo-bolsillo. En el de a-atrás.
Perlmutter le sacó de los tejanos una ajada cartera marrón. El bromista observaba la maniobra como si estuviera a punto de soltar un chiste. Kate se dio cuenta y se juró que si se atrevía, le partiría personalmente la cara.
– Es la pri-primera vez que vengo a Un-Nueva York y… y…
– Tranquilo -dijo Brown mientras sacaba el carné de conducir de la cartera-. Pues parece que, en efecto, es Bobby Joe Scott, de Tuscaloosa, Alabama.
Kate le cogió el brazo y el chico dio un respingo.
– Sólo quiero ver una cosa. -Le subió las mangas de la chaqueta-. No tiene cicatrices -comentó. Era un chico desgarbado, de aspecto atontado-. ¿Cuántos años tienes?
Brown respondió por él mirando el carné:
– Diecinueve.
– A-aquí llevo el bi-billete del autobús, señor. A-acabo de llegar. Ayer.
Brown lo sacó de entre algunos billetes y un par de cheques de viaje.
– Creo que te debemos una disculpa.
Perlmutter le quitó la llave a la rubia teñida y abrió las esposas.
El muchacho se frotó las muñecas.
Grange se volvió hacia sus agentes para enviarlos de nuevo a sus puestos.
Brown le dio a Bobby Joe unos golpecitos en la espalda y le dijo:
– Estamos buscando a un hombre muy malo, chico, y hemos cometido un error. Lo siento.
– Esa puta manía de hacer guiños te puede acarrear muchos problemas, chaval -añadió el bromista.
– Mi madre dice que es un tic -comentó Bobby Joe, ahora sonriendo un poco a medida que los agentes se acercaban uno a uno a disculparse con una palmada en la espalda o tocándole el mentón como si fuera su hermano pequeño.
– Llama a un coche -ordenó Brown al bromista-. Que lleve a Bobby Joe a donde quiera. Así podrás contarles a tus padres que has ido en un coche de la policía. Seguro que se morirán de envidia.
– Sí, señor. -El chico le estrechó la mano.
Brown se volvió hacia Kate y Perlmutter meneando la cabeza.
– Menudo fiasco.
Las luces de la galería habían parpadeado media hora antes y los amantes del arte deseosos de comprar obras relacionadas con la muerte se habían marchado. Grange seguía apostado con un par de agentes, pero casi todos los policías se habían ido. Las mujeres se habían cambiado los tacones nuevos por zapatos cómodos antes de dirigirse hacia el metro que las llevaría a los barrios periféricos para reunirse con sus familias, que esa noche habían tenido que pedir pizza para cenar. Algunos de los más jóvenes arrastraban sus cuerpos cansados y sus libidos todavía activas a bares de solteros, por si tenían suerte. Sólo quedaban los agentes vestidos de camareros y un par de ayudantes de la galería que estaban recogiendo. Herbert Bloom tomaba notas en su mesa, probablemente calculando cómo vender las obras sin que nadie se enterase, pensó Kate mientras miraba decepcionada en torno a la sala. La adrenalina le salía por los poros. Miró las obras del psicópata, las que llevaban su nombre escrito en los bordes.
– Los cuadros se quedarán aquí un par de días, junto con varios agentes -dijo Brown-. Todavía hay posibilidades de que nuestro hombre se presente. Eh, Bloom -llamó-. Tiene que irse. -Luego se volvió hacia los agentes vestidos de camarero. Eran muy jóvenes, dos novatos que le habían asignado. Tuvo ganas de contarles lo que les esperaba, pero no lo hizo. Ya se enterarían ellos solitos al cabo de un par de años-. El relevo llegará a las siete de la mañana. Que paséis buena noche, chicos.
– Yo ya he elegido silla -replicó el que atendía la barra, señalando con el mentón una butaca de cuero junto a la mesa de Bloom.
– ¿Y yo qué? -se quejó el otro.
– Allí hay una silla plegable que parece muy cómoda -contestó el primero, echándose a reír.
– Ya sabéis que Brennan y Carvalier están en el coche al otro lado de la calle -les recordó Brown-. Y también el agente vagabundo. Si alguien se acerca a la galería para lo que sea, llamad, ¿entendido?
– Muy bien. -El que atendía la barra ya se había acomodado en la butaca de cuero, bebiendo café en un vaso de plástico e intentando no bostezar.
Es la una y cuarto de la madrugada. En la calle no hay nadie excepto un policía camuflado de vagabundo, y el coche enfrente de la galería, con dos hombres dentro, las cabezas contra el respaldo, tal vez durmiendo. Los dos son también policías, sin duda. Ya los había visto antes, cuando se montó el jaleo con el chico de Alabama.
Es el momento perfecto, con el estrépito del camión de la basura que baja por la calle.
– Volveré a por ti en un momento. -La oscuridad en el callejón es casi absoluta, pero él ve perfectamente-. Espérame.
– ¿Y luego qué?
– Haz lo que te he dicho y no te preocupes. -Mueve los brazos en el aire-. ¡Será geniaaaaaal!
34
Nola estaba dormida en la silla. En la televisión, una vieja película de James Bond. Pussy Galore daba un golpe de karate a un sorprendido Sean Connery.
Se despertó cuando Kate apagó el televisor.
– ¿Qué tal la inauguración? -preguntó bostezando y estirándose.
– Te aseguro que no te has perdido nada. -¿Se habían perdido ellos algo? ¿Habrían pasado algo por alto?, se preguntó. Esa noche, dos o tres veces tuvo el presentimiento de que había ocurrido algo sin que ellos lo supieran. Estaba segura de que el asesino no había podido resistirse, de que no había sido capaz de mantenerse al margen.
– Me muero de hambre -comentó Nola.
– A ver qué hay en la nevera. -Kate le rodeó los hombros mientras iban a la cocina. No sabía si Richard habría llegado ya, y estaba a punto de preguntárselo a Nola cuando se acordó de todo.
El agente Marty Grange miraba fijamente la televisión, un estúpido programa de policías, y para colmo era una reposición. Bebió un sorbo de Budweiser y echó un vistazo al expediente que había recopilado de McKinnon: su historial en Astoria, un par de casos en los que había metido la pata, pero también numerosos elogios y distinciones que superaban con mucho los errores. Tenía además copias de su certificado de matrimonio, facturas de teléfono y extractos bancarios con cifras que jamás habría imaginado posibles. Pero ningún dato era significativo. No sabía muy bien por qué se había molestado, aparte del hecho de que aquella mujer le crispaba los nervios.