La navaja le quemaba el bolsillo. Quería arrancarle la polla de un tajo, se lo imaginó dando saltos por la habitación, chillando y sangrando como una gallina decapitada, pero no estaba seguro de que la pequeña navaja fuera suficiente y no podía arriesgarse a fallar, de manera que siguió con su tarea, escrutando el rostro del hombre, y cuando éste cerró los ojos y él supo que estaba a punto de correrse, sacó la navaja y le propinó tres navajazos rápidos, estómago, pulmón, corazón -zas zas zas- y la sangre manó de las heridas del hombre y corrió por su vientre y le cubrió la polla y a él le salpicó la cara y los ojos, y por un momento se preguntó si por eso todo se había vuelto rojo de pronto.
El hombre hacía patéticos y frenéticos esfuerzos por contener la pérdida de sangre, apretándose las heridas con las manos, la mirada enloquecida, rayas de un fuerte escarlata contra la piel melocotón pálido. Todo lo que miraba, el suelo, el techo, las paredes, brillaba ahora con las luces de colores de Sara Jane (hierba doncella, trébol y púrpura real), lo cual, si hubiera podido pensar con claridad sobre el asunto, era imposible: no había bombillas púrpura. Pero entonces los colores comenzaron a desvanecerse, la piel del hombre se tornó blanca, la sangre se oscureció hasta hacerse negra y el hombre se inclinó y cayó al suelo, y todo el tiempo Sara Jane gritaba, hasta que él volvió la navaja contra ella.
Después, cuando todo quedó en silencio, apartó el pelo de la cara de Sara Jane y advirtió que la sangre color alboroto se había tornado ébano, su pelo amarillo ceniza, las paredes, todo era gris, y él apenas recordaba que hacía unos minutos, cuando los había matado, la habitación era deslumbrante.
La radio sonaba de fondo («les habla Casey Kasem») mientras ponía a Sara Jane en el suelo y arrastraba el cadáver del hombre junto a ella y le ponía en la mano la navaja, y se imaginó lo que diría la Jessica de Se ha escrito un crimen: «Una pelea entre una prostituta y su cliente; han debido de matarse el uno al otro, ¿no es así, sheriff?» Cuando registraba la ropa del hombre buscando dinero, encontró la pistola. No sabía muy bien qué haría con ella, pero pensó que algún día le vendría bien y decidió quedársela.
Luego se lavó y se cambió de ropa para que la gente no se lo quedara mirando por la calle, reunió su dinero y se dirigió a Port Authority, donde metió el dinero y la pistola en una taquilla, siempre estupefacto ante un mundo que se había vuelto gris, el dolor de cabeza cada vez peor, las piernas débiles. Cuando despertó en aquella sala blanca pensó que estaba muerto y se alegró.
Pero no estaba muerto. Y el mundo seguía gris.
Los médicos le cosieron la cabeza y le vendaron las heridas y le dijeron que tal vez tenía alguna lesión cerebral. Pero él no podía contarles nada. No tocó los platos de barro gris que se suponía eran comida, se quedó mirando por la ventana el apagado cielo gris e intentó fingir que algún día volvería a ver los colores, aunque en el fondo sabía que no sería así y que su sueño de convertirse en artista se había acabado.
Vuelve al presente, mira sus cuadros de vistosos colores y sonríe. Ha demostrado que se equivocaban. Está curado.
Va de un cuadro a otro, tan cerca de ellos que casi roza con la nariz los lienzos, inhalando el dulce aroma del óleo. Pasa la lengua una o dos veces por los gruesos pegotes de pintura: un largo y húmedo beso de despedida.
Las lágrimas le surcan las mejillas, lo ve todo a rayas, como a través de un parabrisas un día de lluvia, pero las imágenes han empezado a aparecer de nuevo en su mente, aquella espantosa mujer y el hombre, y ahora en su cabeza suena la música junto con los anuncios y las voces de la radio: un batiburrillo de ruido uniforme. Se acabó. Ya basta.
Enciende una cerilla.
El ruido es como el viento atravesando un corazón hueco.
Las llamas danzan. Calor.
Mantiene la vista al frente, casi hipnotizado, mientras las llamas lamen sus cuadros y los lienzos comienzan a retorcerse y ennegrecerse. Adelanta la mano para una última caricia de despedida, se le queman los dedos. El fuego avanza en torno a sus pies, las perneras de su pantalón comienzan a humear y quemarse.
35
Las sirenas hendían la noche y los focos de la policía barrían la calle intensificando el resplandor escarlata del fuego que ya agonizaba. Kate miraba la galería Outsider Art. El agua se vertía sobre el ladrillo ennegrecido, la mitad de la fachada había desaparecido y de las ruinas brotaba bruma y un humo gris.
Un miembro de la policía científica ofreció a Floyd Brown una bolsa con una cadenilla dentro.
– Es el collar que encontramos en el cadáver. Quería usted verlo, ¿no, jefe?
Brown señaló con la cabeza a Kate.
– Quería que lo viera ella.
Kate alzó la bolsa hacia una farola.
– Lo llevaba el chico -informó Brown-. ¿Crees que podría ser la de Boyd Werther?
Kate recordó al artista en su estudio, tocándose la alhaja con los dedos manchados de pintura, alzándola para que ella la viera. Los eslabones eran como cruces. La deslizó a un lado y otro de la bolsa, sintiéndose como si intentara conectar con el pintor muerto, y le dieron ganas de echarse a llorar.
– Sí, estoy casi segura. Pero deberías llamar a la primera mujer de Werther para que la identifique. -Kate se tocó la cadenilla que llevaba al cuello y cogió la alianza de Richard.
– No queda gran cosa del cuerpo -comentó Brown-. La cara es un puro amasijo, las gafas de sol se han fundido con la piel. La pistola que empuñaba ha terminado en mejores condiciones. Por cierto, alguien consiguió darle un puñetazo o una patada, porque le rompió la mitad de los dientes. -Brown suspiró-. No va a ser fácil identificar le. -Se tocó la frente y pensó en los dos jóvenes novatos, en Brennan y Carvalier, también muertos, y en el agente vestido de vagabundo-. Menudo desastre. -El fuego se reflejaba en sus ojos oscuros, pero no ocultaba su dolor-. ¿Es que entró disparando? ¿Los sorprendió? A ver si acierto: baja por la calle, mata de una puñalada al vagabundo, dispara a los del coche, ¿y luego qué? ¿Cruza la calle, llama a la puerta de la galería y le abren sin más? -Brown se pasó la mano por la cabeza-. No tiene sentido.
– Podría ser que los agentes de la galería oyeran los disparos y salieran a la calle -sugirió Perlmutter.
– La pistola tenía silenciador -replicó Brown-. Los de Científica dicen que la puerta estaba medio abierta, de manera que tuvieron que dejarle entrar. O no sabían quién era o pensaron que tenían la situación dominada. Evidentemente no sabían que Brennan y Carvalier estaban muertos.
– ¿Ninguno llamó? -preguntó Kate.
– Sí, a medianoche, para decir que todo estaba tranquilo.
Tapell se acercó a ellos, iluminada por el resplandor del fuego.
– Quiero una rueda de prensa por la mañana, Floyd.
Brown asintió.
– Siento que haya habido bajas -dijo la jefa de policía-. ¿Vas a llamar tú a las familias o…?
– Ya he llamado -contestó Brown-. No quería correr el riesgo de que se enterasen por las noticias. -Señaló a dos equipos de televisión que estaban filmando el fuego; los locutores se habían apostado delante de la galería discretamente y con el gesto serio adecuado a las circunstancias.
– Bien. -Tapell se giró, esquivó a un par de periodistas y subió al coche dando un portazo.
– Lástima que no hayamos podido interrogarle -dijo Kate mientras se dirigían al coche de Perlmutter. Se sentía impotente, ansiosa y triste a la vez.