– Supongo que el caso seguirá siendo un misterio -contestó Perlmutter.
Kate no tenía motivos para ir a la comisaría por la mañana, pero cuando la luz del día entró por la ventana después de tres horas de no dormir, lo que menos deseaba era quedarse en casa pensando en lo que iba a hacer el resto de su vida.
¿Limpiar la taquilla? Una excusa muy pobre, pero la utilizó.
En la comisaría, se reunió con Perlmutter en la sala de briefing para ver la rueda de prensa en un televisor. Tapell dio la buena noticia, que el asesino en serie había muerto, dejando a Brown la información, no tan buena, de que se habían perdido vidas, «héroes». Luego los dos se enfrentaron a las preguntas, intentando terminar de una vez con todo el asunto. La prensa había conseguido cierta información, porque los presentes seguían refiriéndose al psicópata como «el asesino daltónico».
– ¿Sabemos ya quién era? -preguntó Kate cuando Perlmutter apagó el televisor.
– Según el informe preliminar el chico era adicto a la heroína. Pero no han podido identificarle. No creo que se presente nadie a reclamar el cuerpo. ¿Tú irías si fuera tu hijo?
– Tienes razón -contestó Kate, aunque pensó que ella sí iría.
– ¿Has visto Mala semilla? Es una película de los cincuenta sobre una niña malvada.
– No, y creo que paso.
– ¿Cansada?
– ¿Tú no?
– Pena de muerte -dijo Perlmutter-. Una película que demuestra dos cosas: una, que si una actriz guapa interpreta un papel sin maquillaje tiene asegurado el Oscar, y dos, que me alegro de que nuestro hombre haya muerto.
– ¿Qué quieres decir?
– No ha habido juicio, no han salido las almas cándidas pidiendo que no se aplique la pena de muerte.
– ¿Tú estás a favor de la pena de muerte?
– Suponte que le atrapamos vivo. Seguro que alega locura. Citan a la psicóloga del Pilgrim, el abogado hace lagrimear al jurado contando que el pobre chico era una víctima, etcétera, etcétera. El tío se pasa unos doce años en una institución atiborrado de pastillas. Luego sale, deja de tomar la medicación y vuelve a matar.
– Estás simplificando un poco -replicó Kate-. No creo que le dejaran volver a la calle.
– Puede.
– ¿Sabes una cosa? No me llames alma cándida, pero probablemente el chico era una víctima. Era un monstruo, sí, pero hay que esforzarse mucho para crear un monstruo así.
– Mucha gente supera tragedias tremendas.
– Seguro. -Kate pensó en los chicos que, a pesar de sus circunstancias espantosas, habían logrado llegar a Un Futuro Mejor y crearse una vida normal-. Lo que yo digo es que nunca se sabe. Además, siempre cabe la posibilidad de ejecutar a un inocente.
– Otra gran película, Falso culpable, de Hitchcock.
– Eres muy hábil para cambiar de tema.
– ¿Yo? -Perlmutter abrió sus ojos azules con gesto de inocencia-. Qué va. Es que me gusta ver la vida como una ficción. Así es más fácil.
La vida como una ficción. Kate se preguntó si ella no sería el perfecto ejemplo.
– ¿Me escuchas?
– Sí, perdona. Creo que voy a recoger mis cosas, por segunda vez, y luego me voy a casa. -Aunque no estaba todavía preparada para irse a casa ni para renunciar a su condición de policía, sobre todo cuando quedaban tantas incógnitas sobre la muerte de Richard.
Perlmutter la acompañó al vestuario femenino. A medio camino se cruzaron con Marty Grange. Los dos se movieron a la vez a la derecha y luego a la izquierda, bloqueándose el paso.
– Yo me quedo quieta y usted pasa -le dijo Kate-. A la de tres, ¿vale? -El agente casi sonrió-. ¿De vuelta al FBI?
– Supongo -contestó Grange, y la miró a los ojos durante un segundo.
Él asintió con la cabeza. Ella asintió con la cabeza.
Perlmutter los miró a los dos.
– Bueno… -Kate dio un paso.
– Eh, esto… -Grange le tendió la mano-. Sin rencores, ¿eh?
Kate hizo un ligero gesto de sorpresa, pero le estrechó la mano. Estaba caliente y húmeda.
– Claro. ¿Para qué queremos los rencores? Adiós.
Grange se limitó a asentir con la cabeza, esta vez casi hasta hacer una reverencia. Luego se enderezó y se palmeó los bolsillos con gesto torpe.
– Las llaves. Estoy buscando las llaves. Ah, aquí están. -Y sacó una pesada anilla de metal llena de llaves.
– Vaya, ¿es usted carcelero en su tiempo libre?
– No. Eh… es que tengo una casa aquí en Nueva York y otra en Washington, así que tengo… muchas llaves.
– Era una broma -le aseguró Kate.
– Ya. -Grange puso cara seria y se marchó por el pasillo.
– ¡Vaya, vaya! -exclamó Perlmutter una vez Grange desapareció detrás de la esquina-. El agente Grange está coladito por ti.
– ¡Venga ya!
– Cuando un tío se pone a decir tonterías y a balbucear delante de una mujer…
– Nicky -dijo Kate con una sonrisa-, cállate.
El apartamento de San Remo parecía más grande y más vacío que nunca, como una tumba o un museo de arte. Pero Kate no podía soportar ver las obras y objetos que Richard y ella habían coleccionado; cada uno de ellos le traía un recuerdo.
Fue del cuarto de estar al salón y de ahí a la biblioteca, hojeó unos cuantos libros de arte, pensó en escribir otro libro, cosa que de momento parecía imposible, y finalmente entró en el dormitorio y miró de reojo la fotografía de Richard junto al billetero sobre la cómoda. Era un recordatorio constante de su fracaso en la investigación, y tal vez del fracaso de Richard también. Pero ¿cómo saberlo?
El billetero estaba frío, sólo era un objeto y no un talismán, no conjuraba al hombre ni a su espíritu. Kate lo dejó de nuevo en la cómoda, volvió al cuarto de estar y se sentó en una blanda butaca de piel para hacer unas llamadas. Primero telefoneó a la madre de Richard, que seguía insistiendo en que fuera a verla a Florida. Kate le prometió que iría cuando Nola diera a luz y que a lo mejor iban los tres juntos. Luego a Blair, que quería organizar una comida con las chicas, pero Kate declinó la invitación con una excusa y prometió que se apuntaría la semana siguiente, aunque Blair se quejó de que siempre era «la semana siguiente».
Luego se quedó mirando las estanterías, llenas de los libros que a Richard le gustaban, novelas policíacas de cualquier tipo, novelas de misterio, y no se le escapó la ironía. Pero no podía quedarse quieta. Fue a su estudio, se sentó, se quedó mirando un cuaderno en blanco y por fin tomó un lápiz y comenzó a escribir asociaciones libres, haciendo una lista de lo que sabía o lo que creía saber de la muerte de Richard.
El cuadro que se encontró junto al cuerpo de Richard era de Leonardo Martini.
Martini trabajaba para Angelo Baldoni.
Baldoni encargó la tela a Martini.
El laboratorio ha confirmado que el pelo encontrado en la camisa de Martini era de Baldoni. Es probable que Baldoni matara a Martini.
Se detuvo con aire reflexivo y al cabo de un momento se puso de nuevo a escribir, dejándose llevar por sus pensamientos.
Según Grange, el FBI tiene un expediente sobre Baldoni, su historial como asesino a sueldo.
Baldoni es el primer sospechoso de la muerte de Richard.
Las palabras parecían palpitar en el papel.
Kate no se arrepentía de haberle matado. Respiró hondo y prosiguió:
Baldoni: sobrino de Giulio Lombardi.
Lombardi: conocido capo del crimen organizado.
Pero Lombardi había desaparecido sin dejar rastro. Ni la policía ni el FBI conocían su paradero.
¿Qué más? Miró por la ventana los árboles de Central Park. Comenzaban a surgir los colores del otoño y los verdes se tornaban marrones y naranjas. Se acordó de los cuadros del asesino del Bronx, expuestos en el estudio de Boyd Werther, y de la idea de la exposición, que entonces le pareció buena, pero ahora nada tenía sentido. El asesino daltónico. Otro misterio. Terminado pero sin resolver. Se tocó la barbilla con el lápiz y escribió: