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Petrycoff se alejó con una disculpa y se escurrió entre el público como una anguila.

– Kate, cariño. -Una mano en su espalda-. Sabía que te encontraría aquí.

Kate se volvió y dio dos besos a Blair. Tenía las mejillas más tersas y radiantes que nunca.

– A ver, ¿qué te has hecho? -preguntó escrutándole la cara-. Pareces una quinceañera y no has tenido tiempo para otro lifting. Además, no veo ni moratones ni cicatrices nuevas.

– La magia del Botox. Sólo esperó que no se me pase el efecto en mitad de algún evento importante. -Blair soltó una risita abriendo apenas los labios, sin que ningún otro músculo facial se le moviera-. Deberías probarlo, cariño. Tienes la frente como un mapa.

– Sí, me lo he hecho tatuar para no perderme al volver a casa.

– Te crees muy graciosa, ¿verdad? La vejez no tiene ninguna gracia, ya lo verás.

Kate pensó que una anciana de sesenta haciéndose pasar por una quinceañera tampoco era algo muy gracioso, pero quizá se equivocaba. A saber lo que ella misma pensaría al cabo de un par de años, cuando empezaran a salirle arrugas de verdad, en una cultura que adoraba la juventud y la belleza por encima de todas las cosas, excepto tal vez el dinero.

Willie se acercó a ellas y recibió besos y cumplidos. Kate se sintió a la vez contenta, orgullosa y triste. Le hubiera gustado que Richard estuviera allí para ver triunfar a Willie. Richard, que había sido el primero en comprar un cuadro de Willie.

– Son divinos -comentó Blair-, pero yo no tengo sitio. Son gigantescos. ¿No podrías hacer algo más pequeño?

– También podrías comprar una casa más grande -Willie sonrió-. Pero ve a ver los dibujos del fondo. Son pequeños.

– Muy elegante. -Kate sonrió y habló mentalmente con Richard: «Ha llegado lejos nuestro Willie, ¿eh?» Le dio una palmadita en la mejilla y sintió otro escalofrío. ¿Era por pensar en Richard? No estaba segura.

Intentó observar al público, pero la sala estaba atestada. Además, ¿qué buscaba? No tenía ni idea. Logró avistar a Nola, o por lo menos su nuca. Estaba hablando con alguien a quien Kate no veía, pero el zumbido pareció intensificarse. Tal vez era la excitación que se respiraba en la galería y la emoción de la inauguración, pero la sensación era la que siempre sentía cuando olía a gato encerrado. Puede que fuera simplemente el horror vivido las últimas semanas, que ahora le pasaba factura, o el torbellino de emociones que sentía. Miró de nuevo a Willie sonriendo, pero el director de un museo estaba hablando con él, y Kate supo que se trataba de negocios. Luego intentó llamar la atención de Nola, pero ésta no la vio. Seguía charlando con alguien que le daba a Kate la espalda. Nola sonreía, tal vez coqueteando. Podría ser el chico del supermercado, pensó Kate. Más valía dejarla en paz. Le hubiera gustado librarse de aquel mal presentimiento, pero se había intensificado. Y además tenía escalofríos, como si alguien le estuviera pasando hielo por la espalda. Lo que necesitaba era dormir, incluso irse a Florida, a casa de su suegra, y pasarse una semana sentada en el porche mirando los flamencos.

Muchas personas se le fueron acercando una a una, artistas, conservadores de museos, críticos de arte, incluso amigos de verdad, a muchos de los cuales llevaba tiempo sin ver. Estuvieron hablando de exposiciones, de cine, de artistas y de un poeta conocido suyo que estaba colaborando con un pintor. Al cabo de poco tiempo Kate se olvidó de sus presentimientos, distraída por ese gran espectáculo teatral que es el mundillo del arte, en el que estaba más que dispuesta a interpretar un papel secundario.

– Hola.

– Vaya, vaya. -Kate meneó la cabeza-. Esto demuestra que cualquiera puede colarse en una inauguración.

Nicky Perlmutter rió, su rostro alegre bastante fuera de lugar en una sala llena de gente que había elevado el hastío a la categoría de arte.

– Daniel ha pensado que no me vendría mal un poco de cultura. -Rodeó con el brazo a un joven esbelto de pelo de punta. Kate lo reconoció del fiasco de la otra noche.

– Una obra fantástica -comentó Daniel.

– Deberías decírselo al autor -replicó Kate.

– ¿Lo conoces?

– Está ahí. Ve a presentarte. Dile que te gusta la obra y harás un amigo de por vida.

– Genial. -Daniel se alejó en busca de Willie.

– Daniel es pintor -explicó Perlmutter, sin dejar de mirarlo.

– ¿Pinta con los dedos? ¿En la guardería?

– Jajá.

– Perdona, no he podido evitarlo. -Kate le dio un apretón en el brazo.

– Digamos que es muy maduro para su edad. Y es un pintor muy serio.

– ¿No has leído Muerte en Venecia?

– No, pero he visto la película. Un viejo acecha a un adolescente en una Venecia decadente y asolada por una epidemia. Una analogía muy apropiada. Gracias. Ya te la devolveré cuando te llegue el turno.

– Yo no pienso aparecer del brazo de un adolescente.

– Nunca se sabe, señora Robinson. -Perlmutter sonrió y se inclinó hacia ella-. ¿Estás bien?

Kate forzó una sonrisa.

– Sí, descuida.

Él le dio unas palmaditas en el brazo y se fue en pos de su chico.

Kate estaba cansada. Se abrió paso entre la multitud hasta dar con Willie, que lidiaba con varias personas que le hablaban a la vez. Por fin llegó a su lado y le dio un beso y un abrazo.

– Me voy.

– ¿No te quedas a la fiesta en Bottino?

– Perdóname, cariño, pero estoy agotada. Nola te acompañará.

– No lo creo. Se ha marchado con su nuevo amigo, Dylan.

Aquel nombre de nuevo. ¿Por qué no podía haberse llamado David o Doug?

– ¿A cuántos chicos habrán puesto el nombre del viejo Bobby Zimmerman? -dijo, pensando en voz alta.

– Así es como se llama en realidad Bob Dylan, ¿no? -terció una rubia muy guapa que estaba junto a Willie.

– Sí. Creo que Bob adoptó el apellido por el poeta Dylan Thomas.

– ¿Ah, sí? -dijo la rubia-. Pues yo cada vez que oigo el nombre de Dylan me acuerdo de Sensación de vivir, ya sabes. Dylan era el chico rebelde; Brandon, el chico bueno; Brenda, la hermana de Brandon y…

– Donna -concluyó Kate, sin pensar.

– Exacto. Donna. Jo, esa serie me encantaba. Era adicta total. -La chica, de unos veintitantos años, soltó una risita-. Y la verdad es que todavía la veo cuando hacen alguna reposición.

A Kate le vinieron a la mente los detalles fotográficos en blanco y negro, aquellos nombres, Brenda, Brandon, Donna y Dylan, garabateados para crear los bordes de los cuadros del psicópata, y una mano helada pareció deslizarse por sus vértebras. Era absurdo. No era más que una coincidencia. ¿Por qué dejaba que le afectara tanto?

– ¿Adónde han ido? -preguntó, intentando mantener la calma. ¿Y por qué tenía que ponerse nerviosa? Al fin y al cabo, el asesino había muerto.

– Pues no lo sé -contestó Willie, tirándole un beso mientras una de sus muchas admiradoras le arrastraba de nuevo hacia la multitud.

«Estoy exagerando», pensó Kate abriéndose paso entre el gentío, ansiosa de pronto por salir de allí.

39

– ¿Nola? -llamó Kate mientras cerraba la puerta.

Mierda. Esperaba que Nola estuviera en casa.

El pasillo estaba a oscuras, pero no se molestó en encender la luz. El taconeo de sus zapatos en el suelo de madera sonaba más fuerte de lo normal. Pasó por la sala de estar, también a oscuras. No había señales de Nola, ni el resplandor de la televisión. El corazón se le aceleraba. «Cálmate.» Se estaba poniendo nerviosa por nada, por un nombre, joder. Dylan. Ridículo. Realmente necesitaba unas vacaciones.

¿Qué fue eso? ¿Una voz, o algún crujido del viejo edificio San Remo?

– ¿Nola? ¿Estás en casa, cariño?