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Ahora permanecía tendido despierto, con el sonido de algún ocasional coche de caballos pasando en medio de la noche y un valle de sábanas de algodón entre él y la mujer a la que amaba. ¿Era posible romper una promesa no formulada? La verdad es que finalmente no le había proporcionado a Caroline el lugar seguro que le había prometido. Había viajado demasiado lejos y demasiado a menudo: primero hacia el oeste, y ahora aquí. Le había dado una hermosa hija pero la había conducido hasta aquella orilla extranjera, donde estaba a punto de abandonarla…, en nombre de la historia, o de la ciencia, o de sus propios sueños inquietos.

Se dijo a sí mismo que esto era lo que hacían los hombres, lo que habían hecho los hombres durante siglos, y que si los hombres no hicieran eso la raza todavía seguiría viviendo en los árboles. Pero la verdad era más compleja, implicaba asuntos en los que el propio Guilford no se atrevía a pensar, quizá contenía algún eco de su padre, cuyo estólido pragmatismo había sido el camino que lo había conducido a una temprana tumba.

Caroline estaba dormida ahora, o casi dormida. Apoyó una mano en la curva de su cadera, una suave presión que pretendía decir: Pero volveré. Ella respondió con un movimiento dormida, casi un encogerse de hombros, no del todo indiferente. Quizá.

Por la mañana eran unos desconocidos el uno para el otro.

Caroline y Lily fueron con él hasta el muelle, donde el Argus se bamboleaba con la marea. Una fría bruma se enroscaba alrededor del casco lleno de manchas de óxido del barco.

Guilford abrazó a Caroline, sintiéndose torpe e incapaz de decir nada; luego Lily trepó a sus brazos, apretó su suave mejilla contra la de él y le dijo:

—Vuelve pronto.

Guilford prometió que lo haría.

Lily, al menos, lo creía.

Luego subió por la pasarela, se dio la vuelta en la barandilla para decir adiós con la mano, pero su esposa y su hija se habían perdido ya entre la multitud que llenaba el muelle. Tan rápido como eso, pensó Guilford. Tan rápido como eso.

El Argus cruzó el Canal en medio de la niebla. Guilford no dejó de meditar bajo cubierta hasta que salió el sol y John Sullivan le pidió que subiera a ver el continente a la luz de la mañana.

Lo que vio Guilford fue una densa tierra húmeda y verde peinada por un viento del oeste, las marismas de agua salada de la enorme desembocadura del Rin. Los estromatolitos se alzaban como monumentos ultraterrenos, y los árboles flauta habían colonizado el delta por todas partes allá donde el sedimento se había alzado lo suficiente como para sostener sus aracnoides raíces. El paquebote siguió un canal poco profundo pero libre de vegetación —lentamente, porque los sondeos eran toscos y el limo del fondo derivaba a menudo tras una tormenta— hacia una distancia más densa y verde. Jeffersonville era un débil penacho de humo en el llano horizonte verde, luego una mancha, luego una parda aglomeración de chozas construidas sobre montecillos de cañas o perchadas sobre zancos allá donde el terreno era lo bastante firme, y por todas partes toscos muelles y pequeños botes y por todas partes el hedor de la sal, el pescado, los desechos y la basura humana. Caroline había pensado que Londres era primitivo; Guilford se sintió agradecido de que no viera Jeffersonville. La ciudad era como una clara advertencia: aquí termina la civilización. Más allá de este punto, la anarquía de la Naturaleza.

Había gran cantidad de botes de pesca, canoas, y lo que parecían balsas armadas con madera darwiniana, todo ello cegando los muelles llenos de redes, pero solo otra embarcación tan grande como el Argus, una cañonera norteamericana anclada y ondeando sus colores.

—Aquí empieza nuestro viaje río arriba —dijo Sullivan, de pie junto a Guilford en la barandilla—. No estaremos aquí mucho tiempo. Finch prestará juramento de obediencia a la Marina mientras nosotros contratamos un explorador.

—¿Nosotros? —se sorprendió Guilford.

—Usted y yo. Luego podrá preparar sus lentes. Inmortalícenos a todos en el muelle. Embarcación en Jeffersonville. Debería de ser una fotografía impresionante. —Sullivan le dio una palmada en el hombro—. Alégrese, señor Law. Este es el auténtico nuevo mundo, y está usted a punto de poner el pie en él.

Pero había pocos lugares lo bastante firmes para poner el pie allá en las marismas. Uno tenía que mantenerse estrictamente en los caminos de tablas o arriesgarse a ser engullido. Guilford se preguntó cuánto de Darwinia sería así…, el cielo azul, el peine del viento, la tranquila amenaza.

Sullivan notificó a Finch que él y Guilford iban a contratar un guía. Guilford se sintió perdido tan pronto como perdió de vista los muelles, ocultos por las cabañas de los pescadores y un alto bosquecillo de árboles mezquita. Pero Sullivan parecía saber adónde iba. Había estado allí en 1918, dijo, catalogando algunas de las especies de las marismas.

—Conozco la ciudad, aunque ahora es más grande, y tengo relación con algunos de sus antiguos habitantes.

La gente con la que se cruzaban parecía tosca y peligrosa. El gobierno había empezado a entregar concesiones de tierras y a pagar pasajes no mucho después del Milagro, pero se necesitaba un cierto tipo de persona para presentarse voluntario a la vida de la frontera, incluso en esos difíciles días. No pocos de ellos eran fugitivos de la justicia.

Vivían de la pesca y como tramperos y gracias a su ingenio. A juzgar por las evidencias visibles, el agua y el jabón eran bienes escasos. Tanto hombres como mujeres llevaban toscas ropas y habían dejado que su pelo creciera largo y enmarañado. Pese a lo cual varios de estos harapientos individuos miraban a Sullivan y a Guilford con el divertido desdén de un nativo hacia un turista.

—Iremos a ver a un hombre llamado Tom Compton —dijo Sullivan—. Es el mejor rastreador de Jeffersonville, suponiendo que no haya muerto o esté fuera en los bosques.

Tom Compton vivía en una choza de madera lejos del agua. Sullivan no llamó a la puerta sino que empujó la hoja entreabierta…, a la manera darwiniana, quizá. Guilford le siguió cauteloso. Cuando sus ojos se ajustaron a la semioscuridad del interior descubrió que la choza estaba bien arreglada y olía a limpio, las planchas del suelo estaban recubiertas con una alfombra de algodón, las paredes exhibían colgados varios tipos de utensilios de pesca y caza. Tom Compton estaba sentado plácidamente en una esquina de la única habitación, un hombre robusto con una enorme y enmarañada barba. Su piel era oscura, su raza obviamente mestiza. Llevaba una cadena de garras alrededor del cuello. Su camisa estaba tejida con alguna áspera fibra local, pero sus pantalones parecían ser de dril convencional, medio ocultos por unas botas altas a prueba de agua. Parpadeó sin entusiasmo ante sus visitantes y tomó una pipa de largo tubo de la mesa junto a su codo.

—Es un poco temprano para eso, ¿no? —preguntó Sullivan.

Tom Compton prendió un fósforo de madera y lo aplicó a la cazoleta de la pipa.

—No cuando le veo a usted.

—¿Sabe por qué estoy aquí, Tom?

—He oído rumores.

—Vamos a ir tierra adentro.

—Eso no me concierne.

—Me gustaría que viniese con nosotros.

—No puedo.

—Vamos a cruzar los Alpes.

—No estoy interesado. —Le pasó la pipa a Sullivan, que la tomó e inhaló una bocanada. No era tabaco, pensó Guilford. Sullivan le pasó la pipa, y Guilford la miró con desánimo. ¿Podía rechazarla educadamente, o era algo como una conferencia en la cumbre cherokee, una pipada en vez de un apretón de manos?