Выбрать главу

Tom Compton se echó a reír. Sullivan dijo:

—Son hojas secas de una planta del río. Suavemente embriagadoras, pero en absoluto opio.

Guilford tomó el retorcido brezo. El humo sabía a raíces podridas en un sótano. Perdió la mayor parte en un acceso de tos.

—Es nuevo —dijo Tom Compton—. No conoce el territorio.

—Aprenderá.

—Todos aprenden —dijo el hombre de la frontera—. Nadie deja de hacerlo. Si el territorio no los mata primero.

El humo de la pipa de Tom Compton hizo que Guilford se sintiera más ligero y simple. Los acontecimientos redujeron su ritmo a un arrastrarse o saltaron hacia adelante sin ningún intervalo. Cuando consiguió llegar a su litera a bordo del Argus solo conseguía recordar fragmentos del día.

Recordaba haber seguido al doctor Sullivan y a Tom Compton a una taberna junto al muelle donde se servía una cerveza oscura en picheles hechos con troncos secos de cañas flauta. Los picheles eran porosos y empezaban a rezumar si los dejabas demasiado tiempo. Alentaban un estilo de beber que no conducía precisamente a la claridad de pensamiento. También habían comido, un pescado darwiniano presentado en bandeja con el aspecto de una fláccida raya negra. Sabía a sal y a lodo; Guilford apenas lo probó.

Discutieron acerca de la expedición. El hombre de la frontera se mostraba desdeñoso, insistiendo en que el viaje no era más que una excusa para exhibir la bandera y expresar las reivindicaciones norteamericanas sobre el interior del territorio.

—Usted mismo lo ha dicho: este hombre, Finch, es un idiota.

—Es un clérigo, no un científico; simplemente no conoce la diferencia. Pero no es un idiota. Rescató a tres hombres del agua en el Cataract Canyon…, transportó a un hombre con pleuresía doble a la seguridad del Lee's Ferry. Eso fue hace diez años, pero estoy seguro de que haría lo mismo mañana. Planeó y aprovisionó esta expedición, y yo le confiaría mi vida.

—Si le sigue al interior profundo del territorio, le estará confiando su vida.

—Bien, así es. No podría pedir un mejor compañero. Podría pedir un mejor científico…, pero incluso en eso Finch tiene su utilidad. Hay un cierto clima de opinión en Washington que frunce el ceño ante la ciencia en generaclass="underline" no pudimos predecir y no podemos explicar el Milagro, y en la mente de ciertas personas esto es lo más próximo a la responsabilidad. Los ídolos con pies de barro tienen poca incidencia en el presupuesto público. Pero podemos presentar a Finch ante el Congreso como un genuino ejemplo de la llamada ciencia reverencial, que no es ninguna amenaza al hogar o al púlpito. Vamos al interior, aprendemos unas cuantas cosas…, y francamente, cuanto más aprendemos, más tambaleante se vuelve la posición académica de Finch.

—Está siendo usted utilizado. Como Donnegan. De acuerdo, recoge usted algunas muestras. Pero la gente del dinero quiere saber hasta dónde han llegado los partisanos, si hay carbón en el valle del Ruhr o hierro en Lorena…

—Y si reconocemos a los partisanos o identificamos la existencia de algo de antracita…, ¿qué importa? Esas cosas ocurrirán tanto si cruzamos los Alpes como si no, Al menos de esta forma conseguimos algo de conocimiento en el intercambio.

Tom Compton se volvió hacia Guilford.

—Sullivan cree que este continente es un acertijo que él puede resolver. Es una idea tan valiente como estúpida.

—Usted ha llegado más tierra adentro que la mayoría de los tramperos, Tom —insistió Sullivan.

—No tanto como eso.

—Sabe qué esperar.

—Yendo tan lejos, nadie sabe qué esperar.

—De todos modos, tiene experiencia.

—Más que usted.

—Sus habilidades son valiosísimas.

—Tengo cosas mejores que hacer.

Bebieron en silencio durante un rato. Otra ronda de cerveza trajo un sesgo filosófico a la conservación. El hombre de la frontera se enfrentó a Guilford, con su curtido rostro tallado por la intemperie feroz parecido al hocico de un oso.

—¿Por qué está usted aquí, señor Law?

—Soy fotógrafo —dijo Guilford. Deseó tener consigo su cámara; le hubiera gustado fotografiar a Tom Compton en aquel momento. Era un animal salvaje curtido por el sol, sumergido en su barba.

—Sé lo que hace —dijo el hombre de la frontera—. ¿Por qué está usted aquí?

Para impulsar su carrera. Para hacerse un nombre. Para traer de vuelta imágenes atrapadas en cristal y plata de remansos fluviales y prados montañosos que ningún ojo humano había visto.

—No lo sé —se oyó decir—. Curiosidad, supongo.

Tom Compton miró a Guilford con ojos entrecerrados, como si hubiera confesado que tenía la lepra.

—La gente viene aquí para alejarse de algo, señor Law, o para perseguir algo. Para hacer un poco de dinero o quizá incluso, como Sullivan, para aprender algo. Pero los no lo sé…, esos son los auténticamente peligrosos.

Otro recuerdo acudió a Guilford mientras era acunado al sueño por el bamboleo del Argus en la marea creciente: Sullivan y Tom Compton hablando del interior del territorio, con el hombre de la frontera lleno de advertencias: los ríos del nuevo continente habían excavado sus propios lechos, que no siempre coincidían con los viejos mapas; la vida salvaje era peligrosa, la comida tan difícil de hallar que sin provisiones era como si uno estuviera cruzando un desierto. Había fiebres innombradas, a menudo fatales. Y en cuanto a cruzar los Alpes: bien, dijo Tom, unos pocos tramperos y cazadores habían pensado en cruzar por la antigua ruta del San Gotardo; no era una idea nueva. Pero habían llegado historias, fantasmagóricas historias, rumores —absolutas tonterías, dijo Sullivan burlonamente—, quizá sí, pero las suficientes como para hacer que un hombre juicioso reconsiderara las cosas…, lo cual le excluye a usted, dijo Sullivan, y Tom sonrió ampliamente y dijo: y a usted también, viejo loco, dejando a Guilford preguntándose qué acuerdo tácito se había alcanzado entre los dos hombres y qué podía estar esperándoles en el profundo interior de aquella enorme tierra no cartografiada.

6

Inglaterra al fin, pensó Colin Watson; pero, ¿era realmente Inglaterra? El carguero canadiense ascendía el amplio estuario del Támesis echando vapor por las chimeneas, con la proa cortando las aguas del color del té verde: un lugar tropical, al menos en aquella época del año. Como visitar Bombay o Bihar. Ciertamente, no como volver a casa.

Pensó en la carga que se bamboleaba en las bodegas allá abajo. Carbón de Sudáfrica, India, Australia, una mercancía preciosa en aquella época de rebelión y de un Imperio que se deshilachaba. Herramientas y troqueles de Canadá. Y cientos de rifles Lee-Enfield de la fábrica de Alberta, todos con destino a la Locura de Kitchener, Nuevo Londres, para convertirlo en un lugar seguro en medio de aquella zona salvaje, para el día en que un rey inglés fuera restaurado a un trono inglés.

Los rifles eran responsabilidad de Watson. Tan pronto como el barco estuvo anclado en el primitivo muelle ordenó a sus hombres —unos cuantos sijs y algunos gruñentes canadienses— que aseguraran y alzaran las plataformas de carga mientras iba a la orilla a firmar los manifiestos para la Autoridad Portuaria. El calor era bochornoso, y aquella tosca ciudad de madera no era ni con mucho el Londres de su imaginación. Y sin embargo, estar allí situó en su lugar la realidad de la Conversión de Europa, que para Watson había sido hasta entonces un acontecimiento lejano, tan extraño y tan inherentemente implausible como un cuento de hadas, excepto por el hecho de que habían muerto tantos.