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Ciertamente, aquel no era el país del que había partido embarcado hacía una década. Se había graduado de la escuela privada sin méritos y había recibido entrenamiento del Cuerpo de Oficiales en Woolwich: intercambiado un cuartel por otro, las declinaciones latinas por las maniobras de artillería. En su ingenuidad había esperado ser un George Alfred Henty, un dignificado héroe, con los rebeldes ndebelé huyendo ante la punta de su espada. En vez de ello había llegado a unos polvorientos cuarteles en El Cairo para hacerse cargo de una chusma de aburridos soldados de infantería, hasta aquella noche en que el cielo se iluminó con un fuego coruscante y la temblorosa tierra se estremeció bajo el Protectorado Británico en Egipto, entre tantas otras cosas. Una vida sin objetivo, pero había tenido el consuelo de la amistad y el mucho beber o, más tenuemente, de Dios y Patria, hasta que 1912 dejó claro que Dios era una entelequia y que si realmente existía seguramente despreciaba a los ingleses.

El poder militar británico restante se había concentrado en mantener sus posesiones en la India y Sudáfrica. Rodesia del Sur había caído, Salisbury había ardido como una hoguera en otoño; Egipto y Sudán se habían perdido a los rebeldes musulmanes. Watson había sido rescatado de las hostiles ruinas de El Cairo y metido en un horriblemente atestado transporte de tropas con destino a Canadá. Pasó meses en cuarteles de reubicación en la región maderera de la Columbia Británica, fue transferido al fin a una ciudad en la pradera donde el gobierno de Kitchener en el exilio había establecido una fábrica de armas ligeras.

No había sido un oficial excepcional antes de 1912. ¿Había cambiado, o era el ejército el que había cambiado a su alrededor? Sobresalió como una especie de dirigente obrero del Cuerpo de Oficiales; vivió monásticamente, sobrevivió a duros inviernos y a secos y enervantes veranos con un sorprendente grado de paciencia. El conocimiento de que hubiera podido ser fácilmente decapitado por los mahdistas trajo consigo una cierta humildad. Finalmente se le ordenó ir a Ottawa, donde se necesitaban ingenieros militares a medida que la reconstrucción ganaba impulso.

Se la llamó «reconstrucción», pero también la Locura de Kitchener: la fundación de un nuevo Londres en las orillas de un río que solo era aproximadamente el Támesis. Construir Jerusalén en una tierra verde y desagradable. Solo un gesto, decían los críticos, pero incluso el gesto hubiera sido imposible de no ser por la tullida pero aún poderosa Marina Real. Los Estados Unidos habían presentado su reclamación de que Europa debía de ser «libre y abierta a la recolonización y sin fronteras», la llamada Doctrina Wilson, que en la práctica significaba una hegemonía norteamericana, un Nuevo Mundo norteamericano. Los restos de los regímenes alemán y francés, destripados por conflictivas reclamaciones de legitimidad y la pérdida de los recursos europeos, retrocedieron después de que se intercambiaran algunos disparos. Kitchener había podido negociar una excepción para las Islas Británicas, lo cual provocó más protestas. Pero los desplazados restos de la Vieja Europa, carentes de toda auténtica base industrial, difícilmente podían enfrentarse al poder combinado de la Marina Real y la Flota Blanca.

Y así se estableció un empate. Pero no, creía Watson, un empate estable. Por ejemplo: este carguero civil y su carga militar. Él había sido asignado a supervisar un cargamento clandestino de armas de Halifax a Londres. Suponía que las armas serían almacenadas allí, pero no había sido el primero de tales cargamentos enviado bajo órdenes privadas de Kitchener, y probablemente no sería el último. Watson no podía adivinar por qué el Nuevo Mundo necesitaba tantos rifles y ametralladoras Maxim y morteros…, a menos que la paz no fuera tan pacífica como parecía.

El viaje había transcurrido sin incidentes. El mar estuvo tranquilo, los días fueron tan brillantes que parecían martilleados sobre metal azul. Watson había usado su abundante tiempo libre en reconsiderar su vida. Comparado con algunos otros, había emergido de la tragedia de 1912 relativamente bien. Sus padres habían muerto antes de la Conversión y él no tenía hermanos, ni esposa ni hijos a los que llorar. Solo una forma de vida. Un equipaje de recuerdos que se iban desvaneciendo. El pasado se había visto interrumpido y los años, ausentes de brújula o lastre, habían pasado terriblemente rápidos. Quizá lo mejor había sido volver finalmente a Inglaterra: a esta nueva Inglaterra, a esta febril pseudolnglaterra. A esta febril y prosaica Autoridad Portuaria en una casa de ladrillo gris a causa del polvo. Se identificó, se le indicó una habitación de atrás, y fue presentado a un corpulento comerciante sudamericano que había ofrecido sus almacenes para guardar las municiones hasta que estuviera listo el Arsenal para recibirlas. Pierce, se llamaba el hombre. Jered Pierce.

Watson tendió su mano.

—Encantado de conocerle, señor Pierce.

El sudafricano estrechó la mano de Watson con su enorme zarpa.

—Lo mismo digo, señor, se lo aseguro.

Caroline estaba asustada de Londres pero aburrida en la atestada madriguera de la tienda de su tío. Se hacía cargo de las tareas de tía Alice de tanto en tanto, y eso estaba bien, pero también estaba Lily de la que ocuparse. Caroline no quería que jugara sola en la calle, donde el polvo era denso y el alcantarillado inexpresable, y dentro era un constante terror, persiguiendo al gato o jugando a tomar el té con las figurillas de porcelana de Alice. Así que cuando Alice se ofreció a cuidar de Lily mientras Caroline llevaba a Jered su almuerzo a los muelles, Caroline se sintió agradecida por el cambio. Se sintió bruscamente librada de sus cadenas y deliciosamente sola.

Se había prometido a sí misma que no pensaría en Guilford aquella tarde, e intentó enfocar su atención hacia otros lados. Un grupo de mugrientos niños ingleses —¡pensar que el más pequeño de ellos era probable que hubiera nacido en aquel lugar de pesadilla!— pasaron corriendo por su lado. Uno de ellos arrastraba tras él un saltamatas atado con una cuerda; las seis patas verde pálido del animal se agitaban frenéticamente y sus ojos oscuros giraban llenos de miedo. Quizá fuera bueno, aquel miedo. Bueno que en aquel mundo medio humano el terror funcionara en ambos sentidos. Esos eran pensamientos que nunca hubiera compartido con Guilford.

Pero Guilford se había ido. Bien, admítelo, pensó Caroline. Solo un desastre podía traerlo de vuelta antes del otoño, y probablemente ni siquiera eso. Suponía que ya debía de estar en las tierras del interior de Darwinia, un lugar más extraño todavía que esta hosca sombra de lo que había sido Londres.

Se detuvo preguntándose por qué. Él se lo había explicado pacientemente una docena de veces, y sus respuestas tenían una especie de sentido superficial. Pero Caroline sabía que tenía otros motivos, no expresados, tan poderosos como la marea. Aquel territorio salvaje había llamado a Guilford y Guilford había acudido corriendo, y no habían importado ni los animales salvajes, ni los tumultuosos ríos, ni las fiebres y los bandidos. Como un niño pequeño infeliz, había huido de casa.

Y la había dejado a ella allí. Odiaba aquella Inglaterra, odiaba incluso llamarla así. Odiaba sus ruidos, tanto el resonar del comercio humano como los sonidos de la naturaleza (¡peores!) que se filtraban a través de la ventana por la noche, sonidos cuyos orígenes eran absolutamente misteriosos para ella: un charlotear como de insectos, un lamento como el de algún pequeño perro herido. Odiaba el hedor de todo, y odiaba sus bosques venenosos y sus obsesionantes ríos. Londres era una prisión guardada por monstruos.

Se dirigió hacia el camino que corría paralelo al río. Zanjas y cloacas derramaban su carga de desechos en el Támesis; estridentes gaviotas trazaban círculos sobre el agua. Caroline contempló desde la distancia el tráfico fluvial. Muy lejos al otro lado de la amarronada agua una serpiente del limo alzó la cabeza, con su abollonado cuello curvado como un signo de interrogación. Observó las grúas del puerto descargar un barco de vela recién llegado…, el precio del carbón había revivido la Era de la Vela, aunque esas velas en particular estaban tendidas sobre un intrincado armazón de mástiles. Hombres sin gorro o con turbantes empujaban pesadas cajas y las cargaban sobre enormes carretones; las plataformas que las contenían brotaban de las penumbrosas bodegas de carga. Penetró en la sombra del edificio de la Autoridad Portuaria, donde el aire era denso pero algo más fresco.