Jered acudió a su encuentro y tomó la caja del almuerzo de su mano. Le dio las gracias a su manera abstraída y señaló:
—Dile a Alice que estaré en casa a la hora de cenar. Y que ponga otro plato en la mesa. —Un hombre alto con un limpio pero desgastado uniforme estaba de pie detrás de él, con los ojos francamente enfocados en ella. Jered se dio cuenta finalmente de la mirada—. ¿Teniente Watson? Esta es Caroline Law, mi sobrina.
El delgado rostro del teniente hizo una inclinación hacia ella.
—Señorita —dijo gravemente.
—Señora —le corrigió ella.
—Señora Law.
—El teniente Watson se alojará en la habitación de atrás de la tienda por un tiempo.
Oh, ¿de veras?, pensó Caroline. Dedicó al teniente una mirada más atenta.
—Los cuarteles de la ciudad están atestados —dijo Jered—. Aceptamos huéspedes ocasionalmente. Rey y Patria y todo eso.
No mi rey, pensó Caroline. No mi patria.
7
—¿Sabe? —dijo el profesor Randall—, creo que prefería el Dios antiguo, el que se refrenaba de hacer milagros.
—Hay milagros en la Biblia —le recordó Vale. Cuando el profesor bebía, lo cual era la mayor parte del tiempo, se decantaba hacia una agria teología. Hoy Randall estaba sentado en el estudio de Vale exponiendo sus pensamientos, los botones tensos en su chaleco y la frente perlada de transpiración.
—Los milagros debieran haberse limitado allí. —Randall dio un sorbo a su copa de caro bourbon. Vale lo había comprado pensando en el profesor—. Dejemos que Dios fulmine a los sodomitas. Pero fulminar a los belgas parece un tanto ridículo.
—Vaya con cuidado, doctor Randall. Él puede fulminarle a usted.
—Seguro que hubiera ejercido ese privilegio hace mucho tiempo si se hubiera sentido inclinado a ello. ¿He cometido una blasfemia, señor Vale? Entonces déjeme blasfemar un poco más. Dudo que la muerte de Europa fuera un acto de intervención divina, no importa lo que al clero le guste que pensemos.
—Esa no es una opinión popular.
Randall miró a las corridas cortinas, las hileras de libros en los estantes.
—¿Estoy en público aquí?
—No.
—A mí me parece un desastre natural. El Milagro, quiero decir. Evidentemente un desastre de algún tipo desconocido, pero si un hombre no hubiera visto o oído hablar nunca de, digamos, un tornado, ¿no le parecería también un milagro?
—Todo desastre natural es calificado como un acto de Dios.
—Cuando de hecho un tornado es solo un fenómeno meteorológico, no más sobrenatural que la lluvia de primavera.
—Ni más ni menos. Pero es usted un escéptico.
—Todo el mundo es un escéptico. ¿Se inclinó Dios y puso su pulgar sobre la Tierra, doctor Vale? William Jennings Bryan se preocupó mucho acerca de la respuesta a esta pregunta, pero yo no.
—¿De veras?
—No en ese sentido. Oh, mucha gente ha hecho carrera en política basándose en la piedad religiosa y el miedo a los extranjeros, pero eso no durará. No hay suficientes extranjeros o milagros para sostener la crisis. La auténtica cuestión es cuánto sufriremos mientras tanto. Me refiero a intolerancia política, mezquindad fiscal, incluso guerra.
Vale abrió ligeramente los ojos, el único signo visible de la excitación que saltó dentro de él como una llama. Los dioses habían alertado sus orejas.
—¿Guerra?
Randall podía saber algo acerca de la guerra. Era un conservador del Smithsoniano, pero también era uno de los que recaudaban fondos para esa institución. Había hablado a comités del Congreso y tenía amigos allí.
¿Era por eso por lo que el dios de Vale había tomado interés en Randall? Una de las ironías de servir a un dios era que uno no necesitaba comprender ni sus medios ni sus propósitos. Solo sabía que había algo en juego allí, comparado con lo cual sus propias ambiciones eran triviales. La resolución de algún plan con eones de antigüedad requería que él se ganara la confianza de aquel corpulento cínico, y así lo haría. Seré recompensado, pensó Vale. Su dios se lo había prometido. La vida eterna, quizá. Y una vida decente mientras tanto.
—La guerra —dijo Randall—, o al menos algún ejercicio marcial para mantener a los bretones en su lugar. La expedición Finch…, ¿ha oído hablar usted de ella?
—Por supuesto.
—Si la expedición Finch sufre algún ataque partisano, el Congreso desatará el infierno y culpará a los ingleses. Sonarán los sables. Morirán jóvenes. —Randall se inclinó hacia Vale, la carnosa piel de su cuello colgante—. No hay ninguna verdad en lo que hace, ¿eh? ¿Puede realmente hablar con los muertos?
Era como abrir una puerta. Vale se limitó a sonreír.
—¿Usted qué piensa?
—¿Que qué pienso yo? Pienso que estoy mirando a un hombre muy confiado en sí mismo que huele a jabón y sabe cómo encandilar a una viuda. No se ofenda.
—Entonces, ¿por qué pregunta?
—Porque…, porque las cosas son diferentes ahora. Creo que entiende usted lo que quiero decir.
—No estoy muy seguro.
—Yo no creo en milagros, pero…
—¿Pero?
—Han cambiado tantas cosas. Política, dinero, moda…, los mapas, evidentemente…, pero más que eso. Veo a la gente, alguna gente, y hay algo en sus ojos, en sus rostros. Algo nuevo. Como si tuvieran un secreto que mantienen para sí mismos. Y eso me preocupa. No lo comprendo. Así que entienda, señor Vale, empecé como un escéptico y termino como un místico. Cúlpele al bourbon. Pero déjeme preguntárselo de nuevo. ¿Habla usted con los muertos?
—Sí. Lo hago.
—¿Honestamente?
—Honestamente.
—¿Y qué le dicen los muertos, señor Vale? ¿De qué hablan los muertos?
—De la vida. Del destino del mundo.
—¿Con detalles?
—A menudo.
—Bien, eso es críptico. Mi esposa está muerta, ya sabe. Murió el año pasado. De neumonía.
—Lo sé.
—¿Puedo hablar con ella? —Depositó su copa sobre el escritorio—. ¿Es eso realmente posible, señor Vale?
—Quizá —dijo Vale—. Veremos.
8
La Marina tenía un vapor de poco calado en Jeffersonville para llevar a la expedición Finch hasta los límites navegables del Rin, pero su partida se vio retrasada cuando el piloto y buena parte de la tripulación cayeron con fiebre continental. Guilford sabía muy poco de la enfermedad.
—Una fiebre de los pantanos —explicó Sullivan—. Consuntiva, pero raras veces fatal. No nos retrasará mucho tiempo.
Y unos pocos bochornosos días más tarde la embarcación estuvo lista para partir. Guilford instaló sus cámaras en el muelle flotante de madera, tanto su voluminosa cámara de placas secas como la de rollo de película. La fotografía no había avanzado mucho desde el Milagro; los prolongados disturbios laborales de 1915 habían cerrado la Eastman Kodak durante la mayor parte del año, y la Hawk-Eye Works en Rochester había ardido hasta los cimientos. Pero, como suele ocurrir con estas cosas, ambas cámaras eran modernas y de elegante mecanismo. Guilford había coloreado varias de sus placas de la expedición de Montana y pensaba hacer lo mismo con su trabajo darwiniano, y con eso en mente tomó cuidadosas notas: