Catorce miembros de la expedición, muelle en Jeffersonville, Europa: de izquierda a derecha de pie: Preston Finch, Charles Curtis Hemphill, Avery Keck, Tom Gillvany, Kenneth Donner, Paul Robertson, Emil Swensen; de izquierda a derecha arrodillados: Tom Compton, Christopher Tuckman, Ed Betts, Wilson W. Farr, Marion («Diggs») Digby, Raymond Burke, John W. Sullivan.
Más allá: barco de la Marina Weston, casco gris metálico; lado ciudad agua del puerto turquesa bajo cielo azul profundo; las marismas del Rin con un ligero viento del norte, oro y verde y sombras de nubes, 8 a.m. Partimos.
Y así empezó el viaje (siempre parecía estar empezando, pensó Guilford; empezando y empezando de nuevo) bajo un desapacible cielo azul, con las telarañas agitándose como trigo en las tierras húmedas. Guilford organizó su equipo en el diminuto espacio sin ventanas que le fue adjudicado y subió para comprobar si la vista había cambiado. A la caída de la noche las marismas dieron paso a una orilla fluvial más seca y arenosa, y las hierbas de agua salada fueron sustituidas por densos arbustos pagoda y tallos tubo de órgano en los que el viento interpretaba átonas notas de órgano de vapor. Tras un chillón atardecer, el paisaje se convirtió en una inmensa e ilimitada oscuridad. Demasiado grande, pensó Guilford, demasiado vacía, y demasiado evidente de la indiferente maquinaria de Dios.
Durmió de forma intermitente en su hamaca y despertó febril. Cuando se levantó se notó inseguro sobre sus pies —las planchas de la cubierta bailaban un vals—, y los olores de la cocina le hicieron huir del desayuno. Al mediodía se sentía lo bastante enfermo como para llamar al médico de la expedición, el doctor Wilson Farr, que diagnosticó fiebre continental.
—¿Me moriré? —preguntó Guilford.
—Puede que llame a esa puerta —dijo Farr, frunciendo los ojos a través de unas gafas con unos cristales no mucho más grandes que la anilla de un cigarro puro—, pero dudo que sea admitido.
Sullivan acudió a verle por la tarde, mientras la fiebre seguía subiendo y un eritema rosado cubría los brazos y piernas de Guilford. Le resultó difícil enfocar sus ojos en Sullivan, y sus palabras derivaban como un barco sin timón, mientras el hombre intentaba distraerle con teorías sobre la vida darwiniana, la estructura física de sus invertebrados comunes. Finalmente Sullivan dijo:
—Estoy seguro de que está usted cansado… —Lo estaba: inexpresablemente cansado—. Pero le dejaré con un último pensamiento, señor Law. Como sea que esta, como sin duda supondrá, es una enfermedad puramente darwiniana, un microbio milagroso, ¿puede vivir y multiplicarse en el cuerpo de mortales ordinarios como nosotros? ¿No le parece eso algo más que coincidente?
—No sabría decirlo —murmuró Guilford, y volvió el rostro hacia la pared.
En lo más álgido de su enfermedad soñó que era un soldado que recorría los márgenes de algún sofocante y polvoriento campo de batalla: el miembro de un piquete destacado entre los muertos, aguardando a un enemigo invisible, arrodillándose ocasionalmente para beber de los charcos de tibia agua en los que su propio reflejo le devolvía la mirada, una imagen especular inexpresablemente anciana y llena de hastiados secretos.
El sueño lo sumergió en un largo vacío puntuado por destellos de náusea, pero el lunes empezó a recuperarse, la fiebre cedió, pudo tomar alimentos sólidos y librarse de su confinamiento bajo cubierta a medida que el Weston avanzaba cada vez más tierra adentro. Farr le trajo una edición actualizada de la Geognosia diluviana y noachiana de Finch, y Guilford consiguió perderse durante un tiempo en las distintas épocas de la Tierra, el Gran Diluvio que había dejado su marca en los cataclísmicos cambios en el manto, por ejemplo el Gran Cañón…, a menos que, como admitía Finch, esos rasgos fueran «creaciones anteriores, dotadas por su Autor con la apariencia de una determinada edad».
La Creación modificada por una inundación a escala planetaria, que había depositado fósiles animales a distintas altitudes o los había enterrado en lodo y légamo, como debió de ser enterrado el propio Edén. Guilford había estudiado mucho sobre aquello antes, aunque Finch parapetaba su argumentación con una gran riqueza de detalles: las cien clasificaciones de deriva y diluvio; ruedas geológicas en las cuales los animales extintos eran reflejados en claras categorías separadas. Pero esa frase en particular («la apariencia de edad») le turbaba. Convertía todo conocimiento en provisional. El mundo era un decorado —podría haber sido construido ayer, recién equipado con montañas y huesos de mastodonte y recuerdos humanos—, lo cual daba al Creador un improbable interés en engañar a sus creaciones humanas y en no hacer ninguna distinción útil entre la obra del tiempo y la obra de un milagro. Le parecía a Guilford innecesariamente complejo, aunque, ¿por qué, si pensaba en ello, tenía que ser sencillo el mundo? Más sorprendente quizá si uno podía reducir el universo y todas sus estrellas y planetas a una sola ecuación (como se decía que el matemático europeo Einstein había intentado hacer).
Finch decía que era por eso por lo que Dios había entregado a la humanidad las Escrituras, para dar sentido a un mundo desconcertante. Y Guilford tenía que admirar el peso y la poesía, la retorcida lógica de la obra de Finch. No sabía lo bastante de geología como para discutir con él…, aunque se había quedado con la impresión de una encumbrada catedral erigida sobre unos pocos pilotes crujientes de madera.
Y la pregunta de Sullivan le roía. ¿Cómo había contraído Guilford una enfermedad darwiniana, si el nuevo continente era una creación realmente separada? Y en la misma tónica, ¿cómo era que los hombres podían digerir algunas plantas y animales darwinianos? Algunos eran venenosos —demasiados—, pero algunos eran comestibles, incluso deliciosos. ¿No implicaba eso una oculta similitud, un origen común, aunque fuera distante?
Bueno, un Creador común, al menos. Una ascendencia común, había implicado Sullivan. Pero, si lo examinabas atentamente, era imposible. Darwinia existía desde hacía apenas más de una década…, o puede que hubiera existido mucho más tiempo, pero no de ninguna forma sensible a la Tierra.
Esa era la paradoja de la Nueva Europa. Busca milagros, encontrarás historia; busca historia, te tropezarás de cabeza con el romo borde de un milagro.
La lluvia retuvo a la expedición durante un día y medio, con las tierras bajas brillando bajo una fina bruma plateada. El Rin ondulaba por entre densos bosques, bosques darwinianos de un verde particularmente oscuro y musgoso, hasta que finalmente dio paso a una suave llanura alfombrada con una planta de hoja ancha que Tom Compton llamó hierbadedo. La hierbadedo había empezado a florecer, diminutas flores doradas que proporcionaban a los prados el resplandor de un otoño prematuro. Era una vista invitadora, según los estándares darwinianos, pero si querías caminar por entre la hierbadedo, decían los hombres de la frontera, o llevabas botas hasta las rodillas o te arriesgabas a sufrir un severo acceso de urticaria causado por la astringente savia amarilla de las plantas. Insectos voladores llamados moscas ortiga formaban auténticos enjambres sobre los campos durante el día, pero pese a su espinosa apariencia no mordían la carne humana e incluso se posaban inofensivas sobre la punta de un dedo, con sus cuerpos translúcidos finamente afiligranados, como adornos de Navidad en miniatura.