—¿Puede usted hacer eso?
—Lo he hecho antes. Montones de manadas invernan aquí. De ahí es donde procede la mayor parte de mis animales. Estaría dispuesto a hacerlo por usted, por supuesto…, a un cierto precio.
—No estoy autorizado para negociar, Erasmus.
—Y una mierda. Establezcamos las condiciones. Luego puede ir usted a regatear con el tesorero o lo que tenga que hacer.
—De acuerdo…, pero una cosa más.
—¿Qué?
—¿Está usted dispuesto a desprenderse de ese Argosy que hay en su estantería?
—¿Eh? No. Difícilmente. No a menos que tenga usted algo que cambiar por él.
Bueno, pensó Guilford, quizás el doctor Farr no echara en falta su ejemplar de Geognosia diluviana y noachiana.
La granja de Erasmus está ya lejos Rheinfelden abajo. Sus corrales, las serpientes de pelo. Erasmus con sus animales. Se acumulan nubes de tormenta por el noroeste; Tom Compton predice lluvia.
P.S. Con la ayuda de nuestras «mulas marcianas» podremos acarrear las lanchas a motor plegables —unas construcciones ingeniosas y ligeras, roble blanco y pino de Michigan, cinco metros con compartimento estanco para almacenaje y codastes desprendibles— y viajar por encima de las cascadas probablemente hasta tan lejos como el lago Constanza (que Erasmus llama el Bodensee). Todo lo que hemos recogido y aprendido hasta la fecha viaja de vuelta a Jeffersonville con el Weston.
Creo que Preston Finch está resentido por el hecho de que yo hablara con Erasmus —me mira desde debajo de su casco tropical para el sol como un irritable Jehová—, pero Tom Compton parece impresionado: al menos está dispuesto a hablar conmigo últimamente, no solo a sufrir mi presencia por cuenta de Sullivan. Incluso me ofreció una calada de su notable pipa empapada de saliva, cosa que decliné educadamente, aunque quizá eso volvió a situarnos en la Casilla Uno…, desde entonces no ha dejado de agitar su bolsa encerada de hojas secas en mi dirección y reírse de una forma en absoluto halagadora.
Avanzamos por la mañana si el tiempo es razonable. El hogar parece más lejano que nunca, y el terreno se vuelve más extraño a cada día que pasa.
9
Caroline se ajustó a los ritmos de la casa de tío Jered, por extraños que fueran esos ritmos. Como Londres, o la mayor parte del mundo estos días, había algo provisional en el hogar de su tío. Mantenía unos horarios extraños. A menudo dejaba a Alice (y con frecuencia a Caroline ahora) el cuidado de la tienda. Así aprendió los usos de tornillos y tuercas, de llaves inglesas y clavos y cal viva. Y estaba el interesante enigma de Colin Watson, que dormía en un camastro en el almacén de la tienda y salía y entraba en el edificio arrastrándose como un espíritu inquieto. Periódicamente cenaba en la mesa de los Pierce, donde era impecablemente educado y casi tan hablador como un ladrillo. Era delgado, en absoluto glotón, y enrojecía con demasiada facilidad, pensaba Caroline, para un soldado: la charla en la mesa de Jered era a menudo un tanto vulgar.
Lily se había ajustado bastante bien a su nuevo entorno, menos bien a la ausencia de su padre. Todavía preguntaba de tanto en tanto dónde estaba papá.
—Al otro lado del canal de la Mancha —le respondía Caroline—, donde nadie ha estado nunca antes.
—¿Está bien?
—Muy bien. Y es muy valiente.
Lily preguntaba por su padre la mayor parte de las veces a la hora de acostarse. Era Guilford quien siempre le leía antes de dormirse, un ritual que en sus tiempos había hecho que Caroline se sintiera irrazonablemente un poco celosa. Guilford le leía a Lily con un entusiasmo que Caroline no podía igualar, debido a la desconfianza que sentía hacia los libros que le gustaban a Lily y su constante preocupación con hadas y monstruos. Pero Caroline aceptó la tarea en ausencia de su esposo, intentando reunir tanto entusiasmo como le fue posible. Lily necesitaba la reafirmación de una historia antes de poder relajarse completamente, abandonar la vigilancia y dormir.
Caroline envidiaba la simplicidad del ritual. Demasiado a menudo arrastraba su propia carga de dudas hasta bien entrada la madrugada.
Pese a todo, las noches de verano eran cálidas, y el aire estaba lleno de una fragancia que, aunque extraña, no era del todo desagradable. Ciertas plantas nativas, decía Jered, florecían solo de noche. Caroline imaginaba extrañas amapolas de grandes cabezas, intensamente narcóticas. Se acostumbró a dejar abierta la ventana de su dormitorio y a dejar que la brisa cargada con el aroma de las flores jugueteara sobre su rostro. Consiguió, a medida que avanzaba el verano, dormir mejor.
Fue el insomnio de Lily, a finales de julio, lo que le hizo darse cuenta de que algo había cambiado en casa de Jered.
Lily con bandas oscuras debajo de los ojos. Lily con aspecto ausente en el desayuno. Lily silenciosa y apagada en la mesa durante la cena, temerosa del tío de Caroline.
Caroline no se atrevía a preguntar qué ocurría, no quería que ocurriera nada, odiaba la idea de otra crisis. Una noche reunió todo su valor tras otro capítulo de «Dorothy», como Lily llamaba esas repetitivas fábulas, al advertir la inquietud de la niña.
Lily tiró de la sábana por encima de su barbilla.
—Me despiertan cuando se pelean.
—¿Cuando se pelean quiénes, Lily?
—Tía Alice y tío Jered.
Caroline no quiso creerlo. Lily debía de oír otras voces, quizá de la calle.
Pero la habitación de Lily solo tenía una ventanita pequeña, y daba a un callejón trasero, no a la concurrida calle comercial. De hecho la habitación de Lily era un cuarto trastero readaptado en la parte de atrás de la casa, un cuarto trastero que Jered había convertido en un diminuto pero confortable dormitorio para su sobrina. Con espacio suficiente para una niña, su osito, su libro, y para que su madre se sentara en la cama para leerle.
Pero el cuarto compartía una pared con el dormitorio de Jered y Alice, y las paredes no eran especialmente gruesas. ¿Discutían Jered y Alice, a altas horas de la noche, cuando pensaban que nadie les oía? A Caroline le parecían bastante felices…, un poco reservados quizá, moviéndose en esferas separadas, de la forma en que las parejas ya mayores lo hacen a menudo, pero fundamentalmente contentos. No podían haber discutido a menudo antes o Lily se habría quejado o al menos habría mostrado síntomas.
Las discusiones debieron de empezar después de la llegada de Colin Watson.
Caroline le dijo a Lily que ignorara los sonidos. Tía Alice y tío Jered no estaban realmente enfadados, solo se contaban sus desacuerdos. En realidad se querían mucho el uno al otro. Lily pareció aceptar aquello, asintió y cerró los ojos. Su comportamiento mejoró un poco durante los días siguientes, aunque seguía mostrándose huraña hacia su tío. Caroline olvidó el asunto y no pensó de nuevo en él hasta la noche en que se quedó dormida a medio leerle su capítulo de Dorothy a Lily y despertó, bien pasada la medianoche, envarada e incómoda, al lado de Lily.
Jered había salido. Fue el sonido de la puerta lo que la despertó. El teniente Watson había ido con él; Jered le dijo algunas palabras inaudibles antes de que el teniente se retirara a su sótano. Luego se oyeron los pesados pasos de Jered en el corredor, y Caroline, temerosa sin ninguna razón que pudiera definir, cerró la puerta de Lily, que siempre dejaba entreabierta.
Se sintió un poco absurda, y más que un poco claustrofóbica, sentada con las piernas cruzadas en aquella habitación a oscuras vestida solo con su camisa de dormir. Escuchó el pausado ritmo de la respiración de su hija, suave como un suspiro. Jered recorrió su camino por el pasillo hasta su cama, arrastrando tras de sí un olor a tabaco y cerveza.