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Entonces oyó la voz de Alice recibirle, casi tan profunda como la de un hombre, y la de Jered, todo pecho y barriga. Al principio Caroline no pudo distinguir las palabras, y no pudo oír más que alguna frase aislada ni siquiera cuando empezaron a alzar sus voces. Pero lo que oyó fue estremecedor.

…no creía que te implicaras… (la voz de Alice).

…hago mi maldito deber… (Jered).

Entonces Lily despertó y necesitó ser reconfortada, y Caroline acarició su rubio cabello y la calmó.

…sabes que puede resultar muerto…

¡…en absoluto!

¡…el esposo de Caroline! ¡El padre de Lily!

…yo no dirijo el mundo… Yo no… puedo…

Y entonces, repentinamente, las voces guardaron silencio. Caroline imaginó a Jered y Alice dividiendo la gran cama en territorios, estableciendo fronteras con hombros y caderas, como ella y Guilford habían hecho a veces, tras una discusión.

Saben algo, pensó. Algo acerca de Guilford, algo que no quieren decirme.

Algo malo. Algo aterrador.

Pero estaba demasiado cansada, demasiado impresionada para extraer sentido de aquello. Besó mecánicamente a Lily y se retiró a su habitación, a su abierta ventana y a sus perezosamente agitadas cortinas y al extraño perfume de la noche inglesa. Dudó que pudiera dormir, pero durmió pese a sí misma; no quiso soñar, pero soñó incoherentemente con Jered, con Alice, con el joven teniente de ojos tristes.

10

El verano de 1920 fue frío, al menos en Washington, y la gente culpó de ello a los volcanes rusos, la ígnea línea de alteraciones geológicas que marcaban la frontera oriental del Milagro y que habían estado entrando esporádicamente en erupción desde 1912, al menos según los refugiados que abandonaron Vladivostok ante los trastornos japoneses. Culpa a los volcanes, pensaba Elias Vale, a las manchas solares, a Dios, a los dioses…, todo es lo mismo. Simplemente se alegraba de salirse de la deprimente lluvia, aunque fuera para entrar en la aún más deprimente Sala Principal del Museo Nacional, en aquellos momentos bajo renovación, un trabajo que se había pospuesto en 1915 y en cada uno de los cuatro años siguientes, pero para la cual Eugene Randall había conseguido al fin extraer fondos del tesoro nacional.

Randall resultó ser un administrador que se tomaba en serio su trabajo, la peor clase de patán. Y un hombre solitario, lo cual aún complicaba más el vicio. Había insistido en llevar a Vale al museo de la misma forma que las madres insisten en exhibir a sus hijos: se espera admiración, y su ausencia podría ser considerada un insulto.

No soy tu amigo, pensó Vale. No te humilles.

—Tanto de este trabajo fue pospuesto durante tanto tiempo —estaba diciendo Randall—. Pero al menos estamos abriendo camino. El problema no es lo que nos falta sino lo que tenemos, el enorme volumen de todo ello, como querer cargar un camión de tamaño más pequeño que la carga que queremos meter en él. Esqueletos de ballena en la Sala Sur, segundo piso, ala oeste, y eso significa invertebrados marinos en la Sala Norte, lo cual significa que la galería de pinturas tiene que ser ampliada, la Sala Principal renovada…

Vale miró inexpresivamente el andamiaje, las lonas que protegían el suelo de mármol. Hoy era domingo. Los trabajadores se habían ido a casa. El museo estaba oscuro como la sala de un velatorio, y el cadáver a la vista era el del Hombre Y Todas Sus Obras. La lluvia ponía cortinas de agua en la parte exterior de las ventanas emplomadas.

—No es que seamos ricos. —Randall lo condujo subiendo un tramo de escaleras—. Hubo un tiempo en el que casi teníamos dinero suficiente, los viejos días, con tantas donaciones como moscas, nos parece ahora. El fondo permanente es una sombra de sí mismo, solo unos pocos legados residuales, inútiles bonos de ferrocarril, un goteo de intereses. Las asignaciones del Congreso es todo con lo que podemos contar, y el Congreso ha sido parco desde el Milagro, aunque pagan las reparaciones, las estanterías de acero para la biblioteca…

—La expedición Finch —añadió Vale, movido por un impulso que tal vez fuera de su dios.

—Sí, y ruego porque estén a salvo, tal como está la situación. Tenemos a seis congresistas sentados en la Junta de Regentes, pero en asuntos de estado dudo que nos alineemos con la Cuestión Inglesa o la Cuestión Japonesa. Aunque puede que esté calumniando al señor Cabot Lodge.

Durante semanas el dios de Vale lo había dejado más o menos tranquilo, y eso era agradable: agradable enfocarse en asuntos meramente mortales, sus «indulgencias», como calificaba el beber e ir de putas. Ahora, al parecer, la atención divina había sido provocada de nuevo. Sintió su presencia en su vientre. Pero, ¿por qué allí? ¿Por qué aquel edificio? ¿Por qué Eugene Randall?

Y, puestos a preguntar, ¿por qué un dios? ¿Por qué yo? Auténticos misterios.

Y así se había metido en el laberinto, en la oficina panelada con roble de Randall, donde este tenía papeles que recoger, una parada entre el último salón vespertino de la señora Sanders-Moss y una sesión por la noche, la última estrictamente privada, como una cita con un abortista.

—Sé que hay tensión con los ingleses sobre el tema de armar a los partisanos. Espero fervientemente que Finch no sufra ningún daño, por poco improbable que eso pueda parecer. Ya sabe, Elias, que existen facciones religiosas que desean mantener a Norteamérica completamente fuera de la Nueva Europa, y que no dudan en escribirle al Comité de Asignaciones… Ah, aquí está. —Extrajo de encima de su escritorio una carpeta archivadora de papel manila—. Eso es todo lo que necesito. Ahora supongo que es hasta el infinito… No, no puedo bromear con estas cosas. —Un poco avergonzado—: No pretendo insultarle, Elias, pero me siento como un estúpido.

—Le aseguro, doctor Randall, que no está siendo usted en absoluto estúpido.

—Perdóneme si no estoy convencido. Todavía no. Yo… —Hizo una pausa—. Elias, parece usted pálido. ¿Se encuentra bien?

—Necesito…

—¿Qué?

—Un poco de aire.

—Bueno, yo… ¿Elias?

Vale salió corriendo de la habitación.

Lo hizo porque su dios estaba creciendo y aquello iba a ser malo, eso era obvio, una visita completa, lo sentía, y la manifestación había obstruido su garganta y llenado de ácidos su estómago.

Quiso volver sobre sus pasos hasta la puerta —Randall lo estaba llamando en vano a sus espaldas—, pero Vale se equivocó al girar y se halló en una galería no iluminada donde los huesos de algún gran pez extraño, algún monstruo béntico darwiniano, había sido suspendido del techo con cuerdas.

Contrólate. Consiguió detenerse. Randall no tenía paciencia para los gestos operísticos.

Pero deseaba desesperadamente estar a solas, al menos por un momento. A su debido tiempo la desorientación pasaría, el dios manipularía sus brazos y piernas, y Vale se convertiría en un observador pasivo, semiconsciente, en el caparazón de su propio cuerpo. La agonía se retiraría y finalmente sería olvidada. Pero ahora todo era demasiado inminente, demasiado violento. Todavía seguía siendo él mismo —vulnerable y asustado— y sin embargo estaba en una presencia, rodeada por un otro Yo virulentamente peligroso.

Se dejó resbalar hasta el suelo suplicando el olvido; pero el dios era lento, el dios era paciente.

Las inevitables preguntas corrieron alocadas por su torturada mente: ¿Por qué yo? ¿Por qué he sido elegido para esa tarea, sea cual sea? Y ante su sorpresa, esta vez el dios ofreció respuestas: certidumbres sin palabras, a las cuales Vale prendió palabras inadecuadas.