—¿Y eso significa?
Sullivan se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe.
Guilford contempló el cielo plateado por la luna. La Conversión de Europa ya era suficientemente misteriosa. Era intimidante pensar en otro planeta sufriendo el mismo fenómeno salvaje y extraño.
—¿Puedo usar el telescopio, doctor Sullivan? Me gustaría ver Marte por mí mismo.
Miraría al misterio de frente con sus propios ojos: al menos era tan valiente como eso.
Pero Marte tan solo era un flotante punto de luz, perdido en los cielos darwinianos, y el viento era helado y el doctor Sullivan no estaba hablador, y al cabo de un rato Guilford regresó a su tienda y durmió inquieto hasta la mañana.
12
El producto final del miedo, el miedo no sin base pero sí sin ningún objeto tangible, era la anestesia. Cada nuevo presagio parecía más desolado, hasta que la desolación se convertía en el paisaje a través del cual debía avanzar Caroline, con los ojos desviados, sin registrar nada. O al menos tan poco como fuera posible.
Le dijo a su tía que Lily estaba teniendo problemas para dormir. Alice se volvió y miró con aire ausente hacia las profundidades de la tienda, más allá de las hileras de blancos sacos de grano, al entramado de rayos del sol que se filtraban por la alta ventana de atrás. Se secó las manos en el delantal.
—Jered vuelve a horas extrañas. Puede que la haya despertado al ir hasta el cuarto. Hablaré con él.
Seguía manteniendo el secreto, ella no era copartícipe de él, y Caroline se sintió privadamente aliviada. Lily dormía mejor últimamente, aunque había adquirido una serie de tics nerviosos en ausencia de su padre: se tiraba del labio inferior hasta que le dolía, se retorcía el pelo entre los dedos. No soportaba que la dejaran sola.
Colin Watson seguía frecuentando la casa, una humosa presencia. Caroline intentó varias veces entablar conversación con él, pero hablaba muy poco de su vida o de su trabajo; solo que el Servicio parecía haberle olvidado, que tenía pocos deberes que realizar excepto las rondas de guardia en el Arsenal; lo habían echado a un lado, parecía sugerir, en el obsesivo barajar de Kitchener de las fuerzas británicas. No podía decir por qué había tantos soldados en Londres aquellos días. «Es como una plaga», dijo Caroline, pero el teniente no se dejaba provocar. Se limitó a sonreír.
Soldados y barcos de guerra. Caroline detestaba bajar al puerto ahora; la mayor parte de la Marina británica parecía haber anclado allá en las últimas semanas, maltrechos acorazados erizados de cañones. Las mujeres hablaban de guerra por las calles.
Guerra contra quién, y con qué propósito, era algo que Caroline no podía adivinar. Puede que tuviera algo que ver con los partisanos, las heces de Europa que habían regresado, sus ridículas exigencias y sus amenazas; o los norteamericanos; o los japoneses; o… Intentaba no prestar atención.
—Echo en falta a papá —anunció Lily. Era domingo. La tienda estaba cerrada; Jered y Alice hacían inventario, y Caroline había llevado a Lily al río, al río azul bajo un cálido cielo azul, para que viera los barcos o algún monstruo fluvial. A Lily le gustaban las serpientes del limo casi tanto como Caroline las odiaba. Sus grandes cuellos, sus fríos ojos negros.
—Papá volverá pronto —le dijo a su hija, pero Lily se limitó a fruncir el ceño, endurecida contra cualquier consuelo. La fe es una virtud, pensó Caroline, pero nada es seguro. Nada. Fingimos, por el bien de los niños.
Qué perfecta era Lily, sentada con las piernas extendidas en un largo banco con su muñeca en el regazo. «Lady» se llamaba la muñeca. «Lady, lady», canturreaba Lily para sí misma, una canción de solo dos notas. La pintura color carne de la muñeca se había desgastado a un color porcelana hueso en sus mejillas y frente. «Lady, baila», cantaba Lily.
Fue en aquel momento, una paz incierta tan breve como el repicar de una campana, que Caroline vio a Jered apresurándose a lo largo de un malecón de suelo de troncos hacia ella. Su corazón se saltó un latido. Algo iba mal. Podía ver el problema en sus ojos, en su andar. Sin pensar, apoyó las manos en los hombros de Lily; Lily exclamó:
—¡Mamá, duele!
Jered se detuvo delante de ella, sin aliento.
—Quería hablar contigo, Caroline —dijo—, antes de que leas el Times.
Fue paciente y compasivo, pero al final Caroline lo recordó como si lo hubiera leído en las brutales cadencias del titular de un periódico:
Los partisanos atacan un vapor de los Estados Unidos
El «Weston» regresa dañado a Jeffersonville.
y luego, mucho más aterrador:
Se desconoce la suerte de la expedición Finch
Pero eso eran solo los hechos desnudos. Mucho peor era el conocimiento de que Guilford estaba más allá de su ayuda, imposiblemente lejos, tal vez herido, quizá muerto. Guilford muerto en un lugar desconocido, y Caroline y Lily solas.
Formuló a su tío la terrible pregunta.
—¿Está muerto? —susurró, mientras el suelo se retorcía bajo sus pies y Lily corría al banco donde había dejado abandonada a Lady, los ojos cerrados, la falda subida sobre su cabeza.
—Caroline, nadie lo sabe. Pero los barcos fueron atacados mucho después de que dejaran la expedición en la orilla en la Rheinfelden. No hay ninguna razón para creer que Guilford haya sufrido algún daño.
Todos me mentirán ahora, pensó Caroline; me convertirán en una viuda y me dirán que él está bien. Volvió su rostro hacia el cielo, y la luz del sol a través de sus párpados era del color de la sangre.
13
Para la sesión fueron al apartamento de Eugene Randall, un triste alojamiento de viudo en Virginia, con toda una pared convertida en un santuario a su difunta esposa Louisa Ellen. Entrar allí era como entrar en la arqueología de una vida, con las décadas reducidas a fragmentos de cerámica y tablillas de arcilla. Randall mantuvo las luces bajas y se dirigió directamente al armario de los licores.
—No quiero emborracharme —explicó—. Pero no quiero estar sobrio.
—Creo que yo tomaré también un poco —dijo Elias Vale.
Inevitablemente, Vale se abandonó a su dios.
Pensaba en ello como en «llamar» al dios, pero de hecho era Vale quien era llamado, Vale quien era usado. Nunca se había presentado voluntario para este deber. Nunca había tenido ninguna oportunidad. Si se hubiera resistido…, pero no servía de nada pensar en ello.
Randall quería hablar con su perdida Louisa Ellen, la mujer de rostro caballuno de las fotografías, y Vale hizo todo un espectáculo de llamarla a través de la Gran Barrera, haciendo girar los ojos para ocultar su propia agonía. De hecho estaba retirándose en sí mismo, saliéndose del camino del dios, volviéndose pasivo. Ya no era él, y necesitaba contener la respiración, las rebeldes mareas de bilis y sangre.
Solo fue consciente de forma distante de las tímidas y frías preguntas de Randall, aunque su esencia emotiva era dolorosamente obvia. Randall, el racionalista de toda una vida, deseaba desesperadamente creer que podía hablar con Louisa Ellen, que le había sido arrebatada por una maligna neumonía hacía menos de un año; pero no podía abandonar fácilmente el hábito de pensamiento de toda una vida. Así que formuló preguntas que solo ella podía contestar, deseando así una prueba pero aterrado de que no pudiera conseguirla.