P.S. Mirando al norte a la hora de la cena veo lo que parece ser toda Darwinia: un maravilloso y melancólico tapiz de luz y sombras a medida que el sol se pone. Me recuerda Montana: igual de enorme y vacía, aunque no tan severa; envuelta en un suave verde, un territorio rico y vivo, aunque extraño.
Caroline, pienso en tu paciencia en Londres sin mí, ocupándote de Lily, tolerando los humores de Jered y la naturaleza no comunicativa de Alice. Sé lo mucho que odiaste mi viaje al Oeste, y eso fue cuando aún podías disponer de las comodidades de Boston para consolarte. Confío que esto merezca todas tus incomodidades, que mi trabajo esté en gran demanda cuando regresemos finalmente a casa, que el resultado sea un mejor y más seguro futuro para mis dos damas.
Últimamente he tenido curiosos sueños, Caroline. Sueño repetidamente que llevo uniforme militar, que camino a solas en algún marchito páramo de un campo de batalla, perdido en medio del humo y del barro. ¡Es tan real! Casi con la calidad de un recuerdo, aunque por supuesto nunca me ha ocurrido nada así, y las historias de la Guerra Civil que he oído en la mesa familiar eran francamente menos viscerales.
¿Locura expedicionaria quizá? El doctor Sullivan informa también de extraños sueños, e incluso Tom Compton admite a regañadientes que su sueño es turbado.
Pero, ¿cómo puedo dormir confortablemente sin tenerte a mi lado? En cualquier caso, la luz del día expulsa los sueños. Durante el día nuestro único sueño son las montañas, sus picos blancoazulados constituyen nuestro nuevo horizonte.
Tom Compton montaba guardia al amanecer cuando atacaron los partisanos.
Estaba sentado junto a los rescoldos de un fuego con Ed Betts, un hombre rotundo cuya barbilla no dejaba de derivar hacia su pecho. Betts no sabía cómo mantenerse despierto. Tom sí. El hombre de la frontera estaba acostumbrado a aquellas guardias, generalmente solo, atento a ladrones o apropiadores de tierras, en especial cuando cazaba en territorio carbonífero. Era un truco mental, mantener lejos el sueño hasta más tarde. Era una habilidad. Betts no la tenía.
De todos modos, no hubo ninguna advertencia cuando se produjeron los primeros disparos desde el impreciso bosque al este. Apenas había luz suficiente para proporcionar al cielo un matiz azul tinta china. Cuatro de los cinco rifles ladraron casi al unísono.
—¿Qué demonios? —exclamó Betts, luego se derrumbó hacia adelante con un agujero en el cuello, regando el fuego con su sangre.
El hombre de la frontera rodó en el polvo. Disparó su propio rifle hacia el margen del bosque, más para despertar al campamento que para defenderlo. No podía ver al enemigo.
Las serpientes de pelo chillaron su terror y luego empezaron a morir en medio de una segunda andanada de balas.
Guilford estaba dormido cuando empezó el ataque, soñando de nuevo con el piquete del Ejército, su gemelo vestido de caqui que estaba intentando entregar algún vital pero ininteligible mensaje.
La marcha de ayer había sido agotadora. La expedición había seguido una serie de crestas y barrancos ligeramente boscosos, azuzando a las reluctantes serpientes de pelo bajo los arcos de los árboles mezquita, subiendo y bajando. A las serpientes no les gustaba el confinamiento de los bosques y expresaban su descontento maullando, eructando y pedorreando. El hedor era asfixiante en el quieto aire y no era abatido por una fina llovizna, que no hacía más que añadir a la mezcla el olor a leche agria del pelo mojado.
Finalmente el suelo se niveló. Aquellos altos prados alpinos habían florecido con la lluvia, y el falso clavo abría sus blancos pétalos estrellados como copos de nieve veraniegos. Montar las tiendas en la llovizna fue una tarea tediosa, y la cena salió de latas. Finch mantuvo una linterna ardiendo en su tienda hasta después de anochecer —garabateando sus teorías, supuso Guilford, reconciliando los acontecimientos del día con la dialéctica de la Nueva Creación—, pero todos los demás simplemente se derrumbaron en sus sacos de dormir y se quedaron inmediatamente dormidos.
El horizonte occidental era débilmente azul cuando se dispararon los primeros tiros. Guilford despertó al sonido de gritos y percusión. Tanteó en busca de su pistola, con su corazón martilleando locamente. Llevaba la pistola siempre cargada desde que Keck recuperó el cráneo del monstruo, pero no era un as de la puntería. Sabía cómo disparar una pistola, pero nunca había matado a nadie con ella.
Salió de su tienda al caos.
El ataque se había originado desde la línea de árboles al este, una negra silueta contra el amanecer. Keck, Sullivan, Diggs y Tom Compton habían establecido una especie de línea de escaramuza detrás de los cuerpos de tres serpientes de pelo muertas. Estaban disparando esporádicamente contra el bosque, ansiosos de blancos. Las cuatro serpientes que quedaban chillaban y tiraban de sus cuerdas, presas de un fútil pánico. Uno de los animales cayó mientras Guilford miraba.
El resto de los expedicionarios estaban saliendo tambaleantes de sus tiendas en una aterrada confusión. Ed Betts yacía muerto al lado del fuego del campamento, con la camisa manchada con el escarlata de su sangre. Chuck Hemphill y Ray Burke estaban a gatas, gritando:
—¡Al suelo! ¡Bajad las cabezas!
Guilford se arrastró por el círculo de gastadas lonas para unirse a Sullivan y compañía. No se dieron cuenta de su presencia hasta que se hubo agachado a su lado y disparado su pistola a la oscuridad del bosque. Tom Compton apoyó una mano en su brazo.
—No puede usted disparar contra lo que no puede ver. Y nos superan en número.
—¿Cómo puede decirlo?
—Vea los fogonazos de los cañones de las armas.
Una nueva andanada de balas respondió al único disparo de Guilford. Las carcasas de las serpientes se sacudieron con los impactos.
—¡Cristo! —dijo Sullivan—. ¿Qué vamos a hacer?
Guilford miró hacia atrás, a las tiendas. Preston Finch acababa de emerger de una de ellas, con la cabeza descubierta y sin botas, ajustándose sus gafas de culo de botella y disparando su pistola de cachas de marfil al aire.
—Correr —dijo Tom Compton.
—Nuestra comida —dijo Sullivan—, los especímenes, las muestras…
El chillido de una bala muy cerca de su rostro lo interrumpió.
—¡A la mierda todo eso! —dijo Diggs.
—Llame la atención de los demás —dijo Tom—. Síganme.
Los partisanos —si eran partisanos— habían rodeado el campamento, pero eran pocos en la no boscosa ladera occidental de la colina y resultaba más fácil disparar contra ellos. Guilford contó al menos dos enemigos muertos, aunque Chuck Hemphill y Emil Swensen resultaron muertos y Sullivan dio un respingo, con un sangrante agujero en la parte carnosa de su brazo. El resto siguieron a Tom Compton a la bruma de un barranco donde la luz del sol todavía no había empezado a penetrar. Era un camino lento y agónico, con solo las órdenes gritadas por el hombre de la frontera para mantener a los expedicionarios en algún tipo de orden. Guilford parecía incapaz de inhalar el aire suficiente para satisfacer las necesidades de su cuerpo; el aire ardía en sus pulmones. Las sombras y la niebla formaban una imprecisa cobertura, y oyó, o creyó oír, el sonido de la persecución a solo unos pocos pasos de distancia tras ellos. ¿Y hacia dónde podían escapar? Un arroyo glacial biseccionaba aquel valle; la pared más allá era rocosa y empinada.
—Por aquí —insistió Tom. Hacia el sur, paralelos al agua.
El suelo bajo sus pies se volvía pantanoso y peligroso. Guilford podía ver a Keck delante de él en la torbellineante bruma, pero nada más allá. Sigue adelante, se dijo.