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Entonces Keck se detuvo en seco y miró a sus pies.

—Dios nos ayude —susurró. La textura del suelo había cambiado. Guilford se acercó al hombre. Algo crujió bajo sus botas.

Ramas. Cientos de ramas secas.

No: huesos.

Un osario de insectos.

Keck le gritó al hombre de la frontera delante de éclass="underline"

—¡Nos ha traído hasta aquí deliberadamente!

—Cállese. —Tom Compton era una sombra imponente en la bruma, con alguien a su lado, quizá Sullivan—. Vayan con cuidado. Pisen donde yo piso. Que todo el mundo siga al hombre que tiene delante, en fila india.

Guilford notó que Diggs le empujaba desde atrás.

—¡Están viniendo, muévase, maldita sea!

No importa lo que pueda haber delante. Sigue a Keck, sigue a Tom. Diggs tenía razón. Una bala silbó en la niebla.

Más pequeños huesos crujieron bajo sus pies. Tom estaba siguiendo la línea del osario, supuso Guilford, rodeando el nido de los insectos, un paso más allá del olvido.

Keck había traído a uno de aquellos bichos al campamento unos pocos días antes. Un cuerpo aproximadamente del tamaño del pulgar de un hombre adulto, diez largas y poderosas patas, mandíbulas como herramientas quirúrgicas de acero. Mejor no pensar en ello.

Diggs gritó cuando su pie resbaló en un cráneo invisible, enviándolo hacia la blanda turba del nido de los insectos. Guilford agarró uno de sus agitantes brazos y tiró de él hacia atrás.

El cielo estaba ligeramente más iluminado cuando alcanzaron el lado opuesto del osario. No para ventaja nuestra, pensó Guilford. Los partisanos podían ver el nido como lo que era. Incluso entonces, se verían obligados a seguir el estrecho desfiladero del borde del osario, o bien a lo largo de la pared del barranco como habían hecho los expedicionarios o del lado del arroyo…, de cualquiera de las dos formas, podían obtener unos blancos fáciles.

—Formen una línea justo más allá de esos árboles —dijo el hombre de la frontera—. Recarguen o agrupen su munición. Disparen a cualquiera que intente rodearles, pero aguarden a tener un buen blanco.

Pero los partisanos estaban demasiado centrados en sus presas como para observar el terreno. Guilford contempló atentamente a aquellos hombres cuando salieron de la bruma baja y entraron en lo que debieron confundir con un reborde rocoso o una franja de musgo. Contó siete de ellos, armados con rifles militares pero sin uniformes excepto botas altas y sus sombreros de ala flexible. Estaban sonriendo, seguros de sí mismos.

Y sus botas les protegían…, al menos brevemente. El hombre en cabeza estaba quizás a tres cuartos de la distancia a través del blando terreno abierto antes de mirar hacia abajo y ver a los insectos trepando por sus piernas. Su tensa sonrisa desapareció; sus ojos se desorbitaron con la comprensión. Se volvió pero no pudo huir; los insectos se aferraron tenazmente unos a otros, formando tiras de débilmente velluda cuerda para atar sus piernas y arrastrarlo hacia el suelo.

Perdió el equilibrio y cayó gritando. Los insectos estaban al instante sobre él, un rodante sudario, y sobre varios de los hombres detrás de él, cuyos gritos no tardaron en ahogar los suyos.

—Disparen contra los rezagados —dijo Tom—. Ahora.

Guilford disparó tanto como los demás, pero fue el rifle del hombre de la frontera el que halló más a menudo su blanco. Otros tres partisanos cayeron; los demás huyeron al sonido de los gritos.

Piadosamente, los gritos no duraron mucho. El cuerpo del hombre en cabeza, rígido por el veneno, formó un ángulo como la proa de un barco hundiéndose. Un destello óseo brilló por entre el negro enjambre. Luego la totalidad del hombre desapareció debajo del húmedo y hormigueante suelo.

Guilford estaba alucinado. Los partisanos pasarían a formar parte del osario, pensó. ¿Cuánto tiempo transcurriría hasta que sus cráneos y costillas fueran arrojados como coral roto sobre una playa? ¿Horas, días? Se sintió enfermo.

—Guilford —susurró Keck con voz urgente.

Keck sangraba abundantemente por el muslo. Mejor vendar eso, pensó Guilford. Restañar la sangre. ¿Dónde está el botiquín de primeros auxilios?

Pero no era eso lo que Keck quería decir.

—¡Guilford! —Con los ojos muy abiertos y una mueca en el rostro—. ¡Su pierna!

Algo se arrastraba por ella.

Quizá el insecto había sido arrojado fuera del nido por los movimientos de los partisanos. Trepó por la bota de Guilford antes de que este pudiera reaccionar y clavó sus mandíbulas a través de la tela de sus pantalones.

Guilford jadeó y se tambaleó. Keck lo sujetó por los sobacos. Sullivan sacudió el insecto y lo arrojó lejos con la culata de su pistola, y Keck lo aplastó bajo su tacón.

—Bueno, maldita sea —dijo Guilford calmadamente. Entonces el veneno alcanzó una arteria, una dosis de pura llama hipodérmica, y cerró los ojos y se desvaneció.

Interludio

Esto ocurrió cerca del Fin del Tiempo, mientras la galaxia se colapsaba en su propia singularidad, un tiempo en que las estrellas eran pocas y desiertas, un tiempo en que las propias galaxias se habían alejado tanto las unas de las otras que ni siquiera las distorsiones del campo Higgs se propagaban al instante.

En otras partes del universo las voces de las noosferas galácticas crecían débilmente, a medida que se resignaban a la disolución o construían furiosamente vastos reductos epigalácticos, fortalezas que resistirían tanto el canto de sirena de los agujeros negros como el enfriamiento térmico del universo. A su debido tiempo, a medida que las enanas blancas e incluso las estrellas de neutrones se disipaban y morían, la única materia coherente restante serían esas fortalezas de sentiencia.

Había transcurrido un otoño de un billón de años. Las noosferas, enormes construcciones que albergaban los restos de las civilizaciones planetarias, habían derivado durante eones entre las estrellas fósiles de los brazos en espiral de la galaxia. Se habían recomplicado y segmentado, reuniéndose en ciclos de un millón de años para intercambiar conocimientos y crear descendencia híbrida, metaculturas encajadas en noosferas infantiles densas como estrellas de neutrones. Creaban vectores a través del espacio a lo largo de las líneas de distorsión en el campo Higgs, llamando a través de sus propios horizontes de sucesos, cantando sus nombres. Se conocían íntimamente las unas a las otras. No había habido una guerra desde hacía incontables eras, no desde la autoinmolación del Imperio Violeta, la última de las Prefecturas Bióticas, hacía 109 años.

Pero el otoño estaba llegando a su final, y la dura realidad del invierno universal gravitaba al frente.

Era el tiempo de unirse. Era el tiempo de construir, de restaurar, de proteger y de recordar. Era el tiempo de recolectar la cosecha del verano; era el tiempo de conservar el calor.

Las noosferas de la galaxia compartían recuerdos que se remontaban a la Era Ecléctica, cuando fue abolida la muerte, mucho antes de que se formaran la Tierra o su estrella madre. Ahora era el tiempo de amalgamar esos recuerdos, de crear un Archivo físico que sobreviviera incluso a la pérdida de energía libre, un Archivo unido isostáticamente a otros Archivos en el universo, un Archivo que albergaría la sentiencia hasta mucho después de la Muerte del Calor y que incluso podría crear un contexto artificial en el cual llegaran a florecer finalmente nuevas sentiencias.

Con ese fin, las noosferas se reunieron por encima de la eclíptica de la muriente galaxia, con sus nuevos e inmensos esfuerzos alimentados por volutas de antimateria que brotaban del polo de la singularidad central. El Archivo, cuando estuviera terminado, contendría todo lo que había sido la galaxia desde la Era Ecléctica.