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Ellos no fueron las únicas víctimas. Uno de los insectos consiguió inyectar su veneno en mi torrente sanguíneo. A la caída de la noche yo estaba a las puertas de la muerte, según el doctor Farr. No se esperaba que sobreviviera, y la mayor parte del resto de expedicionarios sufrieron numerosas heridas mayores o menores. Preston Finch sobrevivió con solo un tobillo dislocado, pero su espíritu se vio aplastado; hablaba con monosílabos, y abandonó el liderazgo de la expedición a Sullivan y Tom Compton.

Cuando los supervivientes se hubieron recobrado lo suficiente para volver cojeando al campamento en ruinas hallaron las muestras y el equipo científico quemados, los animales masacrados, las raciones y los equipos médicos robados.

Me duele pensar en ello incluso ahora. ¡Todo nuestro trabajo, Caroline! Todas las muestras de Sullivan, sus notas, sus plantas prensadas, todo perdido. Mis dos cámaras estaban destruidas y las placas reveladas hechas pedazos. (Sullivan me dio la noticia cuando finalmente recuperé el conocimiento). Mi libro de notas sobrevivió solo porque lo llevaba constantemente conmigo. Conseguimos salvar algunas otras notas, pocas, además de útiles para escribir y suficiente papel como para que muchos de los expedicionarios supervivientes estén escribiendo sus propios diarios de invierno.

No pude llorar a los muertos, Caroline, como tampoco podía abrir los ojos o hacer algo más que exhalar el aliento mientras el veneno quemaba en mi cuerpo.

Los lloré más tarde.

Los heridos necesitaban descanso y comida. De nuevo, Tom Compton fue nuestra salvación. Cauterizó mi mordedura del insecto y la trató con la savia de una planta amarga. El doctor Farr aceptó aquella curandería puesto que no nos quedaba ninguna medicina civilizada. Farr utilizó sus habilidades médicas para vendar heridas y entablillar huesos rotos. A partir de los restos de nuestras provisiones organizamos un campamento menos llamativo y más defendible, en caso de que hubiera más partisanos al acecho. Pocos de nosotros estaban lo suficientemente bien como para seguir nuestro camino.

El siguiente paso lógico era buscar ayuda. El lago Constanza estaba a tan solo unos pocos días a nuestras espaldas. Erasmus estaría ya de vuelta a su choza y a sus corrales ahora, pero los botes aguardaban —a menos que ellos también hubieran sido descubiertos por fuerzas hostiles—, y el viaje Rin abajo sería menos difícil que el viaje de ida. Podía calcularse un mes para alcanzar Jeffersonville, menos de eso para que un grupo de rescate llegara hasta nosotros.

Tom Compton se ofreció voluntario para ir, pero era necesario que se quedara con nosotros para ayudarnos a buscar refugio y tratar a los supervivientes. Su experiencia en la caza y con las trampas significaba que podía buscar comida para nosotros incluso sin municiones para el rifle que llevaba. De hecho se dedicó a cazar serpientes de pelo con un cuchillo Bowie. Los animales aprendieron finalmente a huir ante su olor, pero seguían siendo tan dóciles que podía abrirle la garganta a una serpiente antes de que la torpe bestia se diera cuenta de que estaba en peligro.

Despachamos a Chris Tuckman y Ray Burke, que no habían resultado heridos en el ataque, para ir en busca de ayuda. Tomaron lo que quedaba de nuestra comida enlatada (una insignificancia) y una tienda que no había sido quemada, más pistolas, una brújula, y una generosa porción de la munición que nos quedaba.

Han pasado tres meses.

No han vuelto.

Nadie ha venido hasta nosotros. De los quince originales quedamos nueve. Yo, Finch, Sullivan, Compton, Donner, Robertson, Farr y Digby.

El invierno ha venido pronto este año. Una helada aguanieve, y luego una granular e incansable nieve.

Sullivan, Wilson Farr y Tom Compton me cuidaron hasta que recuperé algo parecido a la salud, me alimentaron con gachas vegetales y me llevaron, cuando nos vimos obligados a viajar, en una especie de rastra atada a una serpiente salvaje. Por obvias razones perdí peso, más incluso que el resto de nosotros, y en esos días éramos un grupo hambriento.

Caroline, deberías verme. Esa «pequeña barriga» de la que te quejabas es solo un recuerdo. He tenido que hacer nuevos agujeros en mi cinturón. Mis costillas son tan sobresalientes como las púas de un rastrillo, y cuando me afeito (tenemos un espejo, una navaja) mi nuez de Adán se agita como un gato debajo de la sábana.

Como he dicho, hallamos refugio para el invierno. Pero el refugio que hallamos…

¡Caroline, ni siquiera puedo empezar a describirlo! No esta noche, al menos.

(Escucha: Diggs está de nuevo dedicado a su trabajo, su muleta hecha con una rama bifurcada golpea el suelo de piedra, el agua sisea en la marmita sobre el fuego…, pronto me necesitará).

Quizá si lo describo como lo vi la primera vez…, a través de la bruma de la fiebre, pero no deliraba, aunque pudiera parecerlo.

Caroline, ten paciencia. Temo tu incredulidad.

Imagínanos, un andrajoso puñado de hombres vestidos con pieles de animales, algunos caminando, otros cojeando, algunos arrastrados por los demás, muertos de hambre y helados mientras cruzábamos otra nevada cresta y mirábamos hacia abajo a otro valle salvaje más… Diggs con su brazo inutilizado, Sullivan cojeando lastimosamente, yo en una especie de trineo porque todavía no podía caminar una distancia significativa. Según Farr sufría los efectos del veneno del insecto en mi hígado. Estaba febril y amarillento y…, bueno, no voy a entrar en detalles.

Otro valle alpino, pero este era diferente. Tom Compton lo señaló.

Era un amplio valle fluvial, excavado en suelo pedregoso y poblado con resistentes y erizados árboles mezquita. Desde mi lugar en el trineo, envuelto en pieles, eso fue todo lo que vi al principio: la ladera del valle y su oscura vegetación. Pero el resto del grupo guardó rápidamente silencio, y yo me alcé para ver lo que los había alarmado, y fue la única cosa que jamás hubiera esperado ver en aquel desolado territorio:

¡Una ciudad!

O las ruinas de una ciudad. Era un vasto mosaico a través del cual se había abierto camino el río, visiblemente antigua pero a todas luces obra de constructores inteligentes. Incluso a aquella distancia era evidente que los arquitectos habían desaparecido hacía mucho tiempo. Nada recorría las perfectamente paralelas calles de aquella ciudad. Los edificios aún intactos eran cajas de color gris acero talladas en piedra, suavizadas por la bruma y el tiempo. Y la ciudad era grande, Caroline, más grande de lo que uno es capaz de creer…, unas ruinas que hubieran podido contener todo Boston y un par de condados más.

Pese a toda su aparente edad, las estructuras de los márgenes de la ciudad estaban más o menos completas y eran fácilmente alcanzables. Aquellas ruinas prometían todo lo que habíamos desesperado de encontrar: refugio para nosotros y nuestros animales, un aprovisionamiento de agua y (dadas las boscosas colinas y la evidencia de cercanas manadas de serpientes) caza en abundancia. Tom Compton exploró la ciudad y sus alrededores y creyó que podíamos pasar allí el invierno. Nos advirtió que la ciudad era una ruina deshabitada, que tendríamos que trabajar duro para mantenernos calientes en aquellas ventosas madrigueras, incluso con abundancia de leña para el fuego. Pero puesto que nos habíamos imaginado agonizando en nuestras tiendas de piel de serpiente —o simplemente helándonos hasta morir en algún paso alpino—, incluso esta lúgubre perspectiva parecía el don de algún Dios benévolo.