Por supuesto, la ciudad planteaba incontables preguntas. ¿Cómo había surgido a la existencia, en un territorio vacío de habitación humana, y qué les había ocurrido a sus constructores? ¿Habían sido siquiera humanos sus constructores, o habían pertenecido a alguna nueva raza darwiniana? Pero estábamos demasiado agotados para debatir el origen o el significado de las ruinas. Solo Preston Finch dudó antes de descender la ladera del valle, y no sé lo que temía: no había dicho nada en voz alta desde hacía días.
La perspectiva de un refugio alentó nuestros espíritus. Recogimos leña de árboles mezquita y de pinos salvia a lo largo del camino, y antes de que las estrellas empezaran a brillar en el cielo invernal teníamos un fuego crepitando alegremente, lanzando una vacilante luz entre las colosales piedras de la Ciudad Sin Nombre.
Querida Caroline: no he sido tan fiel en mantener este diario como me hubiera gustado. Los acontecimientos presionan.
No hubo ningún nuevo desastre —no te inquietes—, solo el desastre normal de nuestro aislamiento y de las exigencias de la vida primitiva.
Vivimos como los pieles rojas a fin de poder sobrevivir. Mi fiebre ha pasado (para bien, espero), y mi envenenada pierna ha recuperado su sensibilidad e incluso algo de su fuerza. Puedo caminar una cierta distancia solo apoyándome en un bastón, y he empezado a acompañar a Tom Compton y a Avery Keck en sus expediciones de caza, aunque todavía sigo confinado a la amplia extensión del valle. En primavera no debería de tener ningún problema en mantener el paso de la expedición cuando finalmente nos encaminemos al lago Constanza y a casa.
Para cazar nos vestimos con pieles y utilizamos botas de cuero. Cosemos nuestra ropa con agujas de hueso, los restos de nuestras ropas civilizadas los hemos reservado para trapos. Tenemos dos rifles e incluso algo de munición, pero cazamos sobre todo con arco o cuchillo. Tom hace los arcos y las flechas de la madera y el hueso locales, y sigue siendo todavía nuestro único hombre con puntería. El disparo de un rifle, señala, podría atraer una atención no deseada, y puede que necesitemos las balas en nuestro camino de regreso a casa. Dudo de que los partisanos estén en alguna parte cerca. El invierno debe afectarlos tanto como nos afecta a nosotros. Pero varios de nosotros hemos experimentado de tanto en tanto la sensación de ser observados.
Hemos capturado algunas serpientes de pelo y hemos improvisado unos corrales en unos cimientos en ruinas con un medio techo como abrigo. Sullivan cuida de ellas y se asegura de que tengan suficiente forraje y agua. Ha cambiado de la botánica a la cría de animales, al menos por el momento.
Me siento cada vez más cerca de Sullivan, quizá debido a que nuestras heridas paralelas (mi pierna, su cadera) nos mantuvieron confinados juntos durante varias semanas. A menudo éramos dejados a solas con Diggs o Preston Finch. Finch sigue casi sin hablar, aunque ayuda con las tareas físicas. Sullivan, como contraste, me habla libremente, y yo le hablo casi igual de libremente. Puede que tú te sintieras precavida ante su ateísmo, Caroline, pero es un ateísmo de principios, si eso tiene algún sentido.
La otra noche nos fue asignada la última guardia, una buena guardia si no te importa la hora. Mantuvimos el fuego vivo e intercambiamos historias, como de costumbre, hasta que oímos una conmoción en los establos, como llamamos a la semiderrumbada estructura donde mantenemos a los animales. Así que nos echamos nuestras pieles por encima y cojeamos en la fría noche para investigar.
Había estado nevando toda la tarde, y la antorcha de Sullivan arrojaba un resplandor parpadeante en la calle inmaculadamente blanca. Con sus rotas piedras y sus fracturadas paredes cubiertas por la nieve, la Ciudad parece solo temporalmente vacía. Los edificios son iguales entre sí, aunque en distintos estadios de descomposición, y están construidos de forma idéntica, con enormes bloques de granito encajados sin el auxilio de ningún mortero. Los bloques están perfectamente escuadrados y se hallan dispuestos en grupos de a cuatro, como por un meticuloso niño carente de imaginación.
Puede que los portales hubieran poseído en su tiempo puertas de madera, pero si existieron alguna vez se han podrido hace mucho y han desaparecido. Las aberturas son unas dos veces más altas que la estatura de un hombre y varias veces más anchas que su corpulencia, pero esto, señala Sullivan, no nos dice virtualmente nada de sus habitantes originales: las puertas de las catedrales son más grandes que las puertas de las chozas de barro, pero los hombres que las cruzan son los mismos. De todos modos, pervive la impresión de alguna raza gigante achaparrada, antediluviana, preadánica.
Hemos colocado una tosca verja de madera de árbol mezquita para retener a nuestras doce serpientes cautivas en su improvisado corral. Normalmente están tranquilas, excepto los habituales eructos y maullidos. Esta noche el ruido era casi continuo, un gemido colectivo, y lo rastreamos hasta debajo del cobertizo de piedras semicaídas, donde uno de los miembros de nuestra pequeña manada estaba dando a luz.
O mejor dicho (vimos cuando nos acercamos) estaba poniendo sus huevos. Los huevos brotaban del oscilante abdomen del animal en brillantes racimos, cada huevo aproximadamente del tamaño de una pelota de béisbol, hasta que una gelatinosa masa de ellos quedó depositada sobre un humeante montón de nieve barrida por el viento.
Miré a Sullivan.
—Los huevos se congelarán con este tiempo. Si encendemos un fuego…
Sullivan agitó la cabeza.
—La naturaleza tiene que haber previsto algo —susurró—. Si no, somos demasiado ignorantes para ayudar. Quédese atrás, Guilford. Déjeles sitio.
Y tenía razón. La naturaleza había previsto algo, aunque fuera un tanto extraño. Cuando la hembra terminó de poner sus huevos un segundo animal, quizás el macho padre, se aproximó a la perlina masa y, con un movimiento singular de sus seis miembros, metió los huevos que había sobre la nieve a una serie de bolsas alineadas a lo largo de su vientre…, donde, presumiblemente, los incubaría hasta que las crías, tras salir del huevo, pudieran sobrevivir por sí mismas.
Los gemidos y ladridos cesaron al fin, y la pequeña manada volvió a sus asuntos.
Regresamos al calor de nuestro propio refugio. Ocupábamos dos enormes estancias en uno de los edificios menos expuestos, y las habíamos compartimentado y sellado de los elementos con pieles de serpiente y habíamos aislado sus suelos con entramados de una especie de juncos secos. El efecto era alegre, aunque solo fuera en comparación con la fría oscuridad exterior.
Sullivan se mostró pensativo mientras se calentaba las manos y colocaba una marmita llena de nieve a un lado del fuego para preparar un té de raíces.
—Nacen —dijo—, se reproducen, mueren… Guilford, si no evolucionaron, es inevitable que lo hagan en el futuro, seleccionadas por la naturaleza, alimentadas por las circunstancias…
—La obra de la mano de Dios, diría Finch. —Puesto que Finch permanecía perpetuamente en silencio, me sentí obligado a ocupar su lugar, aunque solo fuera para mantener a Sullivan interesado.
—Pero, ¿qué significa eso? —Sullivan se puso en pie, y estuvo a punto de derribar la marmita—. ¡Cómo me hubiera gustado tener una explicación tan maravillosamente completa! Y no lo digo sarcásticamente, Guilford; no me mire de esta forma. Hablo en serio. Contemplar el color de Marte en el cielo nocturno, las serpientes de pelo de seis patas depositar sus huevos en la nieve, y no ver nada más que la mano de Dios…, ¡qué dulcemente simple!