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Las estrellas se estremecían encima de los helados adoquines. Las farolas de gas arrojaban una descolorida luz sobre las costras de nieve helada. Caroline se apresuró en medio del viento, luchando contra una oleada de culpabilidad. El contagio de su tía, pensó, aquel sentimiento de perversidad. No estaba haciendo nada perverso. No podía hacerlo. Guilford estaba muerto. Su esposo estaba muerto. No tenía esposo.

Colin Watson aguardaba de pie en la esquina de Market y Thames. La abrazó brevemente, luego llamó un taxi. Le sonrió mientras la ayudaba a subir, una sonrisa estéril medio oculta por su ridículo bigote. Caroline supuso que estaba reprimiendo su melancolía natural por ella. Sus manos eran grandes y fuertes.

¿Adónde la llevaría esta noche? A tomar algo, pensó (aunque no al Crown and Reed). A charlar un poco. Eso era todo. Él necesitaba hablar. Estaba pensando en renunciar a su puesto.

Le habían ofrecido un trabajo civil en los muelles. No vivía en el almacén de Jered desde septiembre pasado; había alquilado una habitación en el Empire y estaba solo la mayoría de las noches.

Eso hacía las cosas más fáciles…, una habitación para él solo.

No pudo estar con él durante todo el tiempo que le hubiera gustado. Jered y Alice no debían saber lo que estaba haciendo. O, si lo sabían, tenía que existir al menos una cierta duda, un hueco de incertidumbre que ella pudiera defender.

Pero deseaba quedarse. Colin era gentil con ella, esa especie de gentileza que Guilford nunca había entendido. Colin aceptaba sus silencios y no intentaba abrirlos, como hacía Guilford. Guilford siempre había creído que sus cambios de humor reflejaban algún fracaso de él. Era solícito —considerado, ciertamente, según sus propias luces—, pero a ella le hubiera gustado poder llorar ocasionalmente sin desencadenar una disculpa.

El teniente Watson, alto y recio pero con cambios de actitud propios, le concedía a Caroline la intimidad de su pesar. Quizá, pensaba ella, así era como un caballero trataba a una viuda. El trastorno del mundo había cuarteado los cimientos de la civilización, pero algunos hombres todavía eran gentiles. Algunos todavía preguntaban antes de tocar. Colin era gentil. A ella le gustaban sobre todo sus ojos. La miraban atentamente incluso mientras sus manos vagaban libres; comprendían; en definitiva, perdonaban. A Caroline le parecía que no había pecado en el mundo que esos tranquilos ojos azules no pudieran redimir.

Se quedó hasta demasiado tarde y bebió más de lo que hubiera debido. Hicieron el amor de una forma ardiente, desesperada. Su teniente la metió en un taxi, cuando ella insistió, una hora más tarde de lo que ella había planeado, pero hizo que el conductor la dejara a una manzana de distancia de Market. No deseaba ser vista saliendo de un cabriolé a aquella hora. De alguna forma, oscuramente, implicaba vicio. Así que caminó tambaleante bajo los dientes del viento antes de reclamar a Lily a la señora de Koenig, que obtuvo de ella otro dólar.

Jered y Alice estaban en casa, por supuesto. Caroline luchó por mantener su dignidad mientras le quitaba el abrigo a Lily y se quitaba el suyo, sin decir nada excepto unas palabras a su hija. Jered cerró su libro y anunció átonamente que se iba a la cama. Salió torpemente de la habitación. También había estado bebiendo.

Pero si Alice lo había hecho, no lo demostró.

—Esa pobre niña necesita dormir —dijo llanamente—. ¿No es así, Lily?

—La meteré en la cama —dijo Caroline—. No parece que lo necesite demasiado. Está dormida de pie, a esta hora. La cama está caliente y te aguarda, Lily. Ven conmigo, amor, ¿quieres?

Lily bostezó su aceptación y se dirigió automáticamente hacia su tía, dejando a su madre indefensa.

—Durmió hasta tarde esta mañana —ofreció Caroline.

—Últimamente no duerme bien. Teme por su padre.

—Yo también estoy cansada —dijo Caroline.

—¿Pero no demasiado cansada para cometer adulterio?

Caroline la miró, esperando no haber oído correctamente.

—Para fornicar con un hombre que no es tu marido —dijo Alice—. ¿Tienes alguna otra palabra para ello?

—Eso no es asunto suyo.

—Quizá debieras buscar otro lugar para dormir. He escrito a Liam a Boston. Te querrá de vuelta a casa tan pronto como podamos conseguirte un pasaje. He tenido que disculparme. En tu nombre.

—No tenía derecho a hacer eso.

—Todo el derecho, creo.

—¡Guilford está muerto! —Era su único contraargumento, y lamentó usarlo de una forma tan apresurada. De alguna forma perdió su gravedad, en aquel salón parcamente calentado.

Alice adoptó una expresión desdeñosa.

—No puedes saberlo.

—Siento su pérdida cada día. Por supuesto que lo sé.

—Entonces tienes una forma muy curiosa de llorarlo. —Alice se envaró, sin ocultar su furia—. ¿Quién te dijo que eras especial, Caroline? ¿Fue Liam? Supongo que te trató de esa forma, te rodeó con un muro protector en su gran casa de Boston, la sufriente huérfana. Pero todo el mundo perdió algo aquella noche, algunos más que sus padres…, algunos de nosotros perdimos todo lo que amábamos, todas las personas y todos los lugares, hijos, hijas, hermanos, hermanas, y algunos de nosotros no dispusimos de familiares ricos para que secaran nuestros ojos ni de sirvientes que hicieran cómodas nuestras camas.

—¡Eso es injusto!

—Nosotros no hacemos las reglas, Caroline. Solo las aceptamos o las quebrantamos.

—¡No pienso ser una viuda el resto de mi vida!

—Probablemente no lo serás. Pero si tuvieras algún sentido de la decencia, te lo pensarías dos veces antes de meterte en una aventura con un hombre que ayudó a matar a tu esposo.

17

—¿No cree que ya ha tenido suficiente?

La voz pareció condensarse del aire de la taberna, humosa, líquida y congraciadora. Pero no era un mensaje que Vale deseara oír. ¿Cómo resumir mejor su respuesta?

Sé sucinto, pensó.

—Por favor, lárguese.

Una figura ocupó el taburete a su lado.

—Esto no está bien, ¿no cree? Aunque en realidad no importa, Elias. Solo estoy aquí para charlar.

Volvió la cabeza con un gruñido.

—¿Le conozco?

El hombre era alto. También iba suave y cuidadosamente vestido, y era apuesto. Aunque quizá no tan apuesto como parecía creer, exhibiendo aquellos grandes dientes blancos como las luces de un faro. Vale supuso que tendría veintidós, veintitrés años…, joven, y demasiado confiado en sí mismo para su edad.

—No, no me conoce. Soy Timothy Crane.

Una mano como de pianista. Largos dedos huesudos. Vale la ignoró.

—Lárguese —repitió.

—Elias, lo siento, pero tengo que hablar con usted, lo quiera o no. —El acento era de Nueva Inglaterra, enloquecedoramente aristocrático.

—¿Quién es usted, uno de los sobrinos Sanders-Moss?

—Lo siento. No tengo ninguna relación con ellos. Pero sé quién es usted. —Crane se le acercó. Peligrosamente. Su aliento hizo hormiguear el fino vello en el oído derecho de Vale—. Usted es el hombre que habla a los muertos.

—Soy el hombre que querría convencerle a usted de que se largara.

—El hombre que tiene un dios en su interior. Un doloroso y exigente dios. Al menos si se parece al mío.

Crane tenía un taxi aguardando junto a la acera. Jesucristo, ¿y ahora qué?, pensó Vale. Tenía la confusa sensación de que los acontecimientos se aceleraban más allá de su comprensión. Dio al conductor la dirección de su casa y se instaló al lado de aquel sonriente mequetrefe.

Había sido un otoño tranquilo, un invierno tranquilo. Los dioses seguían su propia agenda, suponía Vale, y aunque el juego con Eugene Randall todavía no había terminado —habían habido otras dos sesiones, sin ningún efecto visible—, la resolución parecía confortablemente distante. Valle incluso había sustentado la idea de que su dios podía estar perdiendo interés en él.