Al parecer no.
El charlatán señor Crane calló en presencia del conductor. Vale intentó mantenerse sobrio —cuadró los hombros, frunció el ceño y parpadeó— mientras el taxi se arrastraba mas allá de las farolas eléctricas, globos de hielo suspendidos en la fría noche. No se suponía que los inviernos de Washington fueran tan crueles.
Finalmente llegaron a la casa de Vale en la ciudad. La calle estaba tranquila, todas las ventanas a oscuras. Crane pagó al conductor, retiró dos enormes maletas del vehículo, las metió por la puerta delantera de la casa de Vale, y las dejó caer insolentemente al lado del paragüero.
—¿Piensa quedarse un tiempo?
—Me temo que sí, viejo amigo.
¿Viejo amigo? Tranquilo, pensó Vale.
—¿De tanto tenemos que hablar?
—De mucho más de lo que imagina. Pero eso puede esperar a la mañana. Supongo que deseará usted una buena noche de sueño, Elias. En realidad no está en condiciones. Podemos hablar de eso cuando ambos estemos más descansados. ¡No se preocupe por mí! Me enroscaré en el sofá. No hay formalidades entre nosotros.
Y maldita sea si no se estiró en el mueble de terciopelo, aún sonriendo.
—Mire, estoy demasiado cansado para echarlo por la puerta. Si todavía está aquí por la mañana…
—Entonces hablaremos de ello. Espléndida idea.
Vale alzó las manos al cielo y salió de la habitación.
La mañana llegó, para Elias Vale, justo antes del mediodía.
Crane estaba sentado a la mesa del desayuno. Se había duchado y afeitado. Su pelo estaba cuidadosamente peinado. La camisa almidonada. Se sirvió una taza de café.
Vale fue débilmente consciente del rancio olor a sudor que brotaba de sus poros.
—¿Cuánto tiempo imagina que va a quedarse?
—No lo sé.
—¿Una semana? ¿Un mes?
Un encogimiento de hombros.
—Quizá no sea usted consciente de esto, señor Crane, pero vivo solo. Porque me gusta así. No quiero ningún invitado, ni siquiera bajo estas, hum, circunstancias. Y, francamente, nadie me lo preguntó.
—No es su estilo, ¿eh?
El de los dioses, se refería.
—¿Está diciendo que no tengo elección?
—A mí no se me ofreció ninguna. ¿Un brindis, Elias?
Somos dos, pensó Vale. No había anticipado aquello. Aunque, por supuesto, tenía sentido. ¿Pero cuántos individuos más golpeados por el dios había ahí fuera recorriendo las calles? ¿Cientos? ¿Miles?
Cruzó las manos.
— ¿Por qué está usted aquí?
—La eterna cuestión, ¿eh? No estoy seguro de saberlo. Todavía no, al menos. Apuesto a que se supone que tiene que presentarme usted por ahí.
—¿Como qué, como mi sodomita?
—Primo, sobrino, hijo ilegítimo…
—¿Y luego?
—Luego haremos lo que se nos ha dicho, cuando llegue el momento. —Crane dejó el cuchillo de la mantequilla—. Honestamente, Elias, tampoco es mi elección. Y sospecho que es temporal. Sin ánimo de ofender.
—Sin ánimo de ofender, espero que así sea.
—Mientras tanto tendremos que hallar una cama para mí. A menos que desee usted que mi equipaje obstruya su vestíbulo. ¿Recibe clientes aquí?
—A menudo. ¿Cuánto sabe usted sobre mí, de todos modos?
—Un poco. ¿Cuánto sabe usted sobre mí?
—Absolutamente nada.
—Ah.
Vale hizo un último intento desesperado:
—¿No hay algún hotel en la ciudad…?
—No que ellos quieran. —Sonrió de nuevo—. Para lo mejor o para lo peor, parece que nuestros destinos están muy unidos.
Lo más sorprendente fue que Vale se acostumbró a que Crane usara su habitación del desván, al menos de la forma en que uno se acostumbra a un dolor de cabeza crónico. Crane era un huésped considerado, más meticuloso que Vale acerca de la limpieza, atento a no interrumpir cuando Vale tenía clientes de pago. Insistió en ser llevado al salón de Sanders-Moss y ser presentado como el «primo» de Vale, un financiero. Afortunadamente, Crane parecía poseer un genuino conocimiento de los asuntos bancarios y de Wall Street, casi como si hubiera sido educado allí. Y quizás así fuera. Era vago acerca de su pasado, pero aludía a conexiones familiares.
En cualquier caso, justo en aquellos momentos la conversación en la mesa de Sanders-Moss derivaba hacia la pérdida de la expedición Finch y las perspectivas de guerra. Los periódicos de Hearst habían estado pidiendo la guerra con Inglaterra, afirmaban poseer pruebas de que Inglaterra estaba proporcionando armas a los partisanos, los cuales eran considerados al menos indirectamente responsables de las pérdidas de vidas norteamericanas. Un tema que a Vale no le importaba absolutamente nada, aunque al parecer su dios sí sentía interés.
Cuando estaban juntos en la casa de la ciudad intentaban ignorarse el uno al otro. Cuando hablaban —generalmente después de que Vale hubiera tomado una copa— lo hacían sobre sus respectivos dioses.
—No es solo amenazador —dijo Vale. Era otra fría noche, atrapado dentro de casa con Crane como compañía, con un fuerte viento resonando en las ventanas. Whisky de Tennessee. Timor mortibus conturbat me—. Prometió que viviría. Quiero decir que viviría… para siempre.
—La inmortalidad —dijo Crane calmadamente, pelando una manzana con un cuchillo de cocina.
—¿Usted también?
—Oh, sí. Yo también.
—Usted… ¿cree?
Crane le miró interrogadoramente.
—Elias. ¿Cuándo fue la última vez que se cortó afeitándose?
—¿Eh? No puedo recordar…
—¿Hace mucho tiempo?
—Hace mucho tiempo —admitió Vale—. ¿Por qué?
—¿Apendicitis, gripe, tuberculosis? ¿Huesos rotos, dolor de muelas, padrastros?
—No, pero…, ¿qué está diciendo?
—Ya conoce la respuesta, Elias. Simplemente no tiene el valor de comprobarla en sí mismo. ¿No se ha sentido nunca tentado, ante el espejo, con la navaja en la mano?
—No tengo ni la menor idea de lo que quiere decir.
Crane abrió su mano izquierda sobre la mesa y clavó con fuerza el cuchillo a través de ella. La hoja crujió al partir los pequeños huesos antes de clavarse en la mesa. Vale retrocedió impresionado y parpadeó.
Crane hizo una mueca, muy breve. Luego sonrió. Hizo presión contra el mango del cuchillo y extrajo la hoja de su mano. Una gota de sangre brotó de la herida. Solo una. Crane la secó con una servilleta.
La piel debajo era lisa, rosada, sin la menor señal.
—Cristo —susurró Vale.
—Lamento haber estropeado la mesa —dijo Crane—. Pero ya ha visto usted lo que quiero decir.
18
Del diario de Guilford Law:
Disculpa mi letra. El fuego calienta pero no arroja mucha luz útil. Caroline, pienso que estás leyendo esto y siento algo de consuelo ante el pensamiento. Espero que estés caliente allá donde estés.
Aquí estamos relativamente calientes, según los estándares a los que nos hemos acostumbrado…, quizá demasiado calientes. Innaturalmente calientes. Pero déjame explicarme.
Partimos esta mañana en nuestra cojeante expedición al corazón de las ruinas, Tom Compton, el doctor Sullivan y yo. Nuestro aspecto debía de ser más bien cómico (Diggs ciertamente parecía creerlo así), los tres envueltos en pieles de serpiente, blancos como vilanos de amargón, dos de nosotros cojeando (de piernas opuestas), con provisiones para cuatro días apiladas sobre un trineo tirado por una gruñente serpiente. Una «caza de pájaros», llama Digby a este pequeño viaje.