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Ninguno expresamos nuestros pensamientos. Quizá parecían demasiado fantásticos. Ciertamente, los míos sí. Recordaba de nuevo los relatos de aventuras de E. R. Burroughs, con sus cavernas volcánicas y sus hombres-bestias adorando antiguos dioses.

(Sé que desapruebas mis hábitos de lectura, Caroline, ¡pero las fantasías del señor Burroughs están demostrando ser una auténtica Guía del Viajero de este continente! Todo lo que falta es una princesa adecuada, y una espada para que yo la enarbole.) Regresamos al trineo, dimos de comer a nuestra serpiente, reunimos todas las provisiones que pudimos cargar y regresamos al domo. Sullivan estaba excitado como nunca lo he visto; tenía que ser contenido para que no se lanzara alocadamente hacia el lugar. Instalamos el campamento justo más allá del borde del domo y obviamente se siente frustrado de que no hayamos ido más allá…, pero hay una gran cantidad de territorio bajo esta pendiente de piedra pulida, todo él sembrado de rocas, y francamente es un poco inquietante tener toda esa masa de granito sin ningún apoyo gravitando sobre nuestras cabezas.

El interior estaba casi completamente a oscuras, de todos modos —el sol había descendido más allá de un dentado grupo de ruinas—, y nos vimos obligados a encender un apresurado fuego antes de perder enteramente la luz.

Recibimos la noche con una mezcla de excitación y aprensión, acurrucados sobre nuestro fuego como visigodos en un templo romano. No se puede ver nada más allá del círculo de luz de nuestro fuego excepto su parpadeante reflejo sobre la alta circunferencia interior de la bóveda.

No, eso no es enteramente cierto. Sullivan ha llamado nuestra atención hacia otra luz, más débil todavía, cuya fuente debe de estar muy profunda dentro de esa estructura cegada por los cascotes. Un fenómeno natural, espero, aunque la sensación de otra presencia es lo bastante grande como para poner los pelos de punta.

De todos modos, no hay suficiente luz para seguir escribiendo. No sin arriesgarme a la ceguera. Mañana seguiré.

Aquí termina el diario.

—Un poco más de cuerda, por favor, Guilford.

La voz de Sullivan brotó de las profundidades como sustentada por sus propios ecos. Guilford cedió unos cuantos palmos más de cuerda.

La cuerda había sido uno de los pocos objetos útiles rescatados del ataque del pasado verano. Aquellos dos rollos de fibra de cáñamo habían salvado más de una vida, habían proporcionado arneses para los animales, tirantes para las tiendas, un millar de cosas útiles. Pero la cuerda era solo una precaución.

En el centro de la ruina en forma de domo habían encontrado una abertura circular de quizá cincuenta metros de diámetro, con el borde tallado en una espiral de escalones de piedra, cada uno de tres metros de ancho. La llana escalera estaba intacta, con sus contornos suavizados por siglos de erosión. Una corriente de agua cortaba el borde sur del pozo, caía, se convertía en vapor, se mezclaba con las profundidades ocultas por la bruma. La débil luz del día les llegaba desde arriba, un suave y frío resplandor brotaba desde abajo. El corazón de la ciudad, pensó Guilford. Cálido y aún latiendo débilmente.

Sullivan deseaba explorarlo.

—El descenso no ofrece ningún peligro —dijo—. El paso está intacto y evidentemente está previsto para ser recorrido a pie. No corremos más peligro aquí que ahí fuera en medio del frío.

Tom Compton se acarició su barba húmeda por el rocío.

—Es usted más estúpido de lo que creía —dijo— si pretende bajar ahí.

—¿Qué sugiere usted? —Sullivan se dio la vuelta para enfrentarse al hombre de la frontera. Estaba más furioso de lo que Guilford lo había visto nunca, su rostro tenía un color rojo ladrillo—. ¿Que regresemos a nuestro pequeño y patético campamento y recemos por la llegada de un tiempo más benigno? ¿Que nos arrastremos hacia el norte hasta el Bodensee cuando llegue la primavera, a menos que el frío nos mate primero, o los partisanos, o la Rheinfelden? ¡Maldita sea, Tom, esta puede que sea nuestra única oportunidad de averiguar algo sobre este lugar!

—¿De qué sirve averiguar algo —preguntó el hombre de la frontera— si se lo lleva usted a la tumba?

Sullivan se dio burlonamente la vuelta.

—¿De qué sirve entonces la amistad, o el amor, o la propia vida? ¿Qué no se lleva usted a la tumba?

—No planeaba llevarme a la tumba nada de aquí —dijo Tom—. Al menos todavía no.

Desenrolló la cuerda de entre sus manos.

No será tan malo a la luz del día, pensó Guilford, y había luz del día allí, a través de la brecha en la bóveda del domo, por débil que fuera. En cualquier caso, la cuerda era un elemento tranquilizador. Prepararon arneses para atarse entre sí. La bajada podía ser suave, pero la piedra era resbaladiza por la humedad, un resbalón podía convertirse en una caída, y no había forma de decir hasta dónde llegaba el descenso en medio de la bruma. Por debajo del nivel del suelo el límite de visibilidad era unos escasos metros. La caída de una piedra devolvía ecos inciertos.

Sullivan fue primero, a causa de su pierna mala. Luego Guilford, a causa de la suya. El hombre de la frontera seguía el último. El camino en espiral era lo bastante ancho como para que Guilford pudiera evitar el mirar directamente a las brumosas profundidades del pozo.

No podía adivinar para qué había sido construido aquel pozo o quién podía haber recorrido aquel mismo camino en épocas pasadas. Como tampoco hasta dónde podían descender en aquella caverna calentada por la lava o un resplandeciente submundo. ¿Habían usado los aztecas pozos para sus sacrificios humanos? Ciertamente, nada muy bueno podía haber ocurrido en las profundidades de aquella conejera.

Sullivan ordenó un alto cuando hubieron descendido, según las estimaciones de Guilford, unos treinta metros o más. El borde superior del pozo era ahora tan invisible como el fondo, ambos ocultos por las ascendentes espirales de bruma. Sullivan jadeaba como si le faltara el aire, pero sus ojos brillaban en aquella apagada y extraña radiación.

Guilford se preguntó en voz alta si no habrían ido ya lo bastante lejos.

—No se ofenda, doctor Sullivan, pero, ¿qué espera exactamente encontrar ahí?

—La respuesta a un centenar de preguntas.

—Es algún tipo de pozo o cisterna —dijo Guilford.

—¡Abra los ojos, por el amor de Dios! Un pozo es precisamente lo que no es. En todo caso, fue diseñado para mantener fuera las aguas subterráneas. ¿Cree usted que esas piedras crecieron aquí? Los bloques están tallados y las juntas cementadas…, no sé cuál es el material empleado, pero está notablemente bien conservado. En cualquier caso, nos hallamos ya por debajo de la tabla de agua. Esto no es un pozo, señor Law.

—¿Qué es entonces?

—Sea cual sea su finalidad, práctica o ceremonial, tuvo que ser importante. El domo es un indicador, y supongo que este pasadizo está previsto para acomodar una gran cantidad de tráfico.

—¿Tráfico?

—Los constructores de la ciudad.

—Pero se extinguieron —dijo Guilford.

—Eso es lo que usted espera —murmuró el hombre de la frontera desde detrás.

Pero no había ningún final al descenso, solo aquella espiral de piedra girando monótonamente en la bruma teñida de azul, hasta que incluso Sullivan admitió que estaba demasiado cansado para seguir.

—Necesitamos más hombres —dijo al fin.

Guilford se preguntó en quién pensaba. ¿Keck? ¿Robertson? ¿Digby con su único brazo útil?