Tom alzó la vista hacia el lugar por donde habían venido, ahora una incolora opacidad.
—No deberíamos esperar a regresar. La luz del día se irá pronto…, lo que quede de ella. —Lanzó una mirada crítica a Sullivan—. Cuando haya recuperado el aliento…
—No se preocupe por mí. ¡Vayamos! Orden inverso. Yo iré detrás.
Estaba pálido y empapado en sudor.
El hombre de la frontera se encogió de hombros y dio media vuelta. Guilford siguió a Tom, pidiendo un alto cada vez que la cuerda entre él y Sullivan se tensaba. Lo cual ocurría a menudo. La respiración del botánico era audible a una distancia considerable ahora, y se hacía más afanosa a medida que subían. Al cabo de poco tiempo Sullivan empezó a toser. Tom miró hacia atrás y frenó la ascensión a casi un arrastrarse.
La bruma había empezado a espesarse. Guilford perdió de vista la pared del otro lado, cuyos escalones de piedra desaparecían detrás de una girante cortina de vapor. La cuerda servía a un propósito ahora, puesto que incluso las amplias espaldas de Tom Compton se veían imprecisas en la bruma.
Con la pérdida de puntos visibles de referencia llegó la desorientación. No podía calcular hasta dónde habían llegado ni cuánta ascensión faltaba todavía. No importa, se dijo firmemente. Cada paso es un paso más cerca. Su pierna mala había empezado a dolerle, un dolor perverso que corría como un tenso cable del tobillo hasta la rodilla.
No hubiéramos debido bajar tanto, pensó Guilford, pero el entusiasmo de Sullivan había sido contagioso, la sensación de alguna inmensa revelación que les aguardaba si tan solo podían alcanzarla. Se detuvo un momento, cerró los ojos, sintió el helado aire que fluía más allá de él como un río. Olió los aromas minerales del granito y de la niebla. Y algo más. Almizcleño, extraño.
—¡Guilford!
La voz de Tom. Guilford alzó la vista avergonzado.
—Vigile dónde pone el pie —dijo el hombre de la frontera.
Estaba en el borde de la placa de piedra. Otro paso y podía haber caído.
—Mantenga la mano izquierda apoyada contra la pared. Usted también, Sullivan.
Sullivan apareció a la vista y asintió sin palabras. Era una sombra, un aparecido, un delgado espíritu.
Guilford tanteaba su camino detrás del hombre de la frontera cuando la cuerda en su cintura dio un brusco tirón. Pidió un alto y se dio la vuelta.
—¿Doctor Sullivan?
Ninguna respuesta. La cuerda se mantuvo tensa. Cuando miró hacia atrás solo vio bruma.
—Doctor Sullivan…, ¿está usted bien?
Ninguna respuesta, solo el anclaje del peso.
Tom Compton apareció surgido de la bruma. Guilford retrocedió, destensando la cuerda, y miró en la bruma en busca de algún signo de Sullivan.
Halló al botánico tendido en la amplia losa del escalón de granito, boca abajo, con una mano apoyada todavía en la húmeda pared de roca.
—¡Oh, Cristo! —Tom se dejó caer de rodillas. Dio la vuelta a Sullivan y buscó su pulso en la muñeca.
—Respira —dijo el hombre de la frontera—. Más o menos.
—¿Qué le pasa?
—No lo sé. Tiene la piel fría y está anormalmente pálido. ¡Sullivan! ¡Despierte, hijo de puta! ¡Tenemos trabajo que hacer!
Sullivan no se despertó. Su cabeza colgaba fláccida hacia un lado. Un hilillo de sangre escapó de una de sus fosas nasales. Parece encogido, pensó Guilford. Como alguien a quien le han vaciado todo el aire.
Tom tomó su mochila y la colocó debajo de la cabeza del botánico.
—Jodido testarudo, es incapaz de frenar su marcha ni siquiera por su vida…
—¿Qué hacemos ahora?
—Déjeme pensar.
Pese a todos sus esfuerzos, Sullivan no se despertó.
Tom Compton se balanceó sobre sus talones durante un tiempo, profundamente sumido en sus pensamientos. Luego volvió a echarse la mochila al hombro y se soltó la cuerda del arnés.
—Al infierno con ello. Mire, traeré mantas y comida del trineo para ustedes dos. Usted se quedará con él; yo iré en busca de ayuda.
—Está empapado y casi helado, Tom.
—Se helará más aprisa al aire libre. Moverlo puede que signifique matarlo. Deme un día para alcanzar el campamento, otro para regresar aquí con Keck y Farr. Farr sabrá qué hacer. Usted estará bien…, Sullivan no lo sé, el pobre hijoputa. —Frunció el ceño ferozmente—. Pero quédese con él, Guilford. No lo deje solo.
Puede que no despierte, pensó Guilford. Puede que muera. Y entonces yo estaré solo, en este agujero en el suelo olvidado de la mano de Dios.
—Me quedaré.
El hombre de la frontera asintió secamente.
—Si muere, espéreme. Estamos lo bastante cerca de la entrada, debería poder distinguir la noche del día. ¿Comprende? Sobre todo mantenga la jodida calma.
Guilford asintió.
—De acuerdo. —Tom se inclinó sobre la forma inconsciente de Sullivan con una ternura que Guilford jamás había visto en él, apartó un mechón de pelo gris de la empapada frente del botánico—. ¡Resista, viejo peleón! Maldito explorador.
Guilford tomó las mantas que le trajo Tom y preparó una tosca cama para proteger a Sullivan del aire frío y de la fría piedra. Comparada con la atmósfera del exterior la temperatura del pozo era casi balsámica, por encima del punto de congelación; pero la bruma atravesaba las ropas y helaba la piel.
Cuando Tom hubo desaparecido en la bruma Guilford se sintió profundamente solo. No tenía ninguna compañía excepto sus pensamientos y la lenta y afanosa respiración de Sullivan. Se sintió a la vez hastiado y casi presa del pánico. Se dio cuenta de que deseaba estúpidamente algo para leer. La única materia de lectura que había sobrevivido al ataque de los partisanos era el Nuevo Testamento de Bolsillo de Digby, y Diggs jamás había aceptado desprenderse ni por un momento de su posesión. Diggs pensaba que el libro de hojas de papel cebolla le había salvado la vida: era su amuleto de la buena suerte. El ejemplar de Argosy se había perdido hacía mucho.
Si es que una persona podía leer, en aquella oscuridad color arsénico.
Supo que había llegado la noche cuando la luz sobre su cabeza desapareció por completo y el húmedo aire adquirió una más profunda y más venenosa tonalidad verde. Diminutas partículas de polvo y hielo brotaban de las profundidades, como diatomeas en una corriente oceánica. Arregló las mantas alrededor del doctor Sullivan, cuya respiración se había vuelto rasposa como el movimiento de una sierra en la madera húmeda de un pino, y encendió una de las dos antorchas de árbol mezquita que Tom Compton había dejado para él. Sin una manta para él, Guilford se puso a temblar incontrolablemente. Se puso en pie cada vez que notó que se le entumecían los pies, manteniendo siempre cautelosamente una mano en la pared de roca. Encajó la antorcha en un hueco entre unas rocas sueltas y se calentó las manos en la baja llama. La madera de árbol mezquita, empapada en sebo de serpiente de pelo, ardería durante seis u ocho horas, aunque no brillantemente.
Tuvo miedo de dormirse.
En el silencio fue capaz de oír sutiles ruidos: un distante retumbar, a menos que fuera el pulso de su propia sangre, amplificado en la oscuridad. Recordó una novela de H. G. Wells, La máquina del tiempo, y sus subterráneos morlocks, con sus brillantes ojos y sus terribles hambres. No fue un recuerdo agradable.
Habló con Sullivan para pasar el tiempo. Puede que Sullivan estuviera escuchando, pensó, aunque sus ojos estaban firmemente cerrados y la sangre seguía manando perezosamente de su nariz. Periódicamente Guilford mojaba una punta de su camisa en un gotear de agua de la fusión del hielo y lo utilizaba para limpiar la sangre del rostro de Sullivan. Hablaba con cariño de Caroline y Lily. Hablaba de su padre, muerto a palos durante los disturbios del pan en Boston cuando intentó entrar testarudamente en su imprenta, como había hecho cada día de trabajo a lo largo de toda su vida adulta. Estúpido valor, Guilford deseó tener algo de él.