Deseó que Sullivan despertara. Poder contarle algunas historias. Plantearle sus teorías de una antigua Darwinia evolucionada; martillear lo milagroso con el frío acero de la razón. Espero que tenga usted razón sobre eso, pensó Guilford. Espero que este continente no sea algún sueño o, peor aún, una pesadilla. Espero que las cosas antiguas y muertas permanezcan antiguas y muertas.
Deseó tener algo caliente para comer y la perspectiva de un baño. Y una cama, y Caroline en ella, los cálidos contornos de su cuerpo bajo una sábana de algodón blanca como la nieve. No le gustaban esos ruidos de las profundidades, o la forma en que ascendía el sonido, con reflujos como una imposible marea.
—Espero que no se muera usted, doctor Sullivan. Sé cómo odiaría abandonar todo esto sin comprender nada de lo que ocurre. Aunque no es una tarea fácil, ¿verdad?
Sullivan dejó escapar un profundo y convulsivo suspiro. Guilford bajó la vista y le sorprendió ver que el botánico tenía los ojos abiertos.
Sullivan le miró fijamente… o miró a través de él, era difícil decirlo. Una de sus pupilas estaba grotescamente dilatada, con el blanco orlado de sangre.
—No moriremos —jadeó Sullivan.
Guilford luchó con un repentino impulso de retroceder.
—¡Hey! —dijo—. ¡Doctor Sullivan, quédese quieto! No se excite. Estará bien, simplemente relájese. La ayuda está en camino.
—¿No le dijo él eso? ¿No le dijo Guilford a Guilford que Guilford no moriría?
—No intente hablar. —No hable, pensó Guilford, porque me está asustando mortalmente.
Los labios se Sullivan se curvaron en una mueca sesgada, horrible de contemplar.
—Usted los ha visto en sus sueños…
—Por favor, no, doctor Sullivan…
—Verdes como cobre viejo. Con espinas en sus vientres… Devoran sueños. ¡Lo devoran todo!
De hecho las palabras despertaron un acorde, pero Guilford rechazó el recuerdo. Lo importante ahora era no sumirse en el pánico.
—¡Guilford! —La mano de Sullivan se adelantó bruscamente para aferrar la muñeca de Guilford, mientras la derecha se cerraba reflexivamente en el vacío aire—. ¡Este es uno de los lugares donde termina el mundo!
—Está diciendo insensateces, doctor Sullivan. Por favor, intente dormir. Tom volverá pronto.
—Usted murió en Francia. Usted murió luchando contra los boches. Nada menos.
—No me gusta decirlo, pero me está asustando, doctor Sullivan.
—¡No puedo morir! —insistió Sullivan.
Luego gruñó algo, y todo el aliento escapó explosivamente de él.
Al cabo de un rato Guilford cerró los ojos del cadáver.
Permaneció sentado junto al doctor Sullivan varias horas más, canturreando átonamente, aguardando lo que fuera que iba a subir de la oscuridad para reclamarle.
Poco antes del amanecer, agotado, se quedó dormido.
¡Desean tanto salir!
Guilford puede captar su furia, su frustración.
No tiene nombre para ellos. Ni siquiera existen. Están atrapados entre idea y creación, incompletos, semisintientes, anhelando la encarnación. Físicamente son débiles formas verdes, más grandes que un hombre, acorazadas, espinosas, con enormes fauces que se abren y cierran en silenciosa furia.
Estaban confinados allí después de la batalla.
El pensamiento no es suyo. Guilford se gira, ingrávido. Está flotando en las profundidades del pozo, pero no sobre agua. El propio aire es radiante a su alrededor. De alguna forma, esta luz no creada es a la vez aire y roca y yo.
El piquete flota a su lado. Un hombre alto y delgado con uniforme del ejército de los Estados Unidos. La luz fluye a su través, brota de él. Es el soldado de los sueños de Guilford, un hombre que puede ser su gemelo.
¿Quién es usted?
Usted mismo, responde el piquete.
Eso no es posible.
Parece que no. Pero lo es.
Incluso la voz es familiar. Es la voz con la que Guilford se habla a sí mismo, la voz de sus pensamientos íntimos.
¿Y qué son esos? Se refiere a las criaturas confinadas. ¿Demonios?
Puedes llamarlos así. Puedes llamarlos monstruos. No tienen más ambición que ser. Ser en definitiva todo lo que existe.
Guilford puede ver más claramente ahora. Sus escamas y garras, sus varios brazos, sus restallantes dientes.
¿Animales?
Mucho más que animales. Pero eso también, dada una posibilidad.
¿Tú los confinaste aquí?
Lo hice. En parte. Con la ayuda de otros. Pero el confinamiento es imperfecto.
No sé qué significa eso.
¿Ves cómo tiemblan al borde de la encarnación? Pronto adoptarán forma física de nuevo. A menos que los confinemos para siempre.
¿Confinarles?, pregunta Guilford. Ahora tiene miedo. Tanto de todo aquello desafía su comprensión. Pero puede captar la enorme presión desde abajo, el terrible deseo frustrado y almacenado durante eones, aguardando estallar.
Los confinaremos, dice calmadamente el piquete.
¿Nosotros?
Tú y yo.
Las palabras son chocantes. Guilford capta el imposible peso de la tarea, tan inmensa como la luna. ¡No comprendo nada de esto!
Paciencia, hermanito, dice el piquete, y lo alza, a través de la fantasmagórica luz, a través de la bruma y el calor de la casi encarnación, como un ángel en un raído uniforme del ejército, y mientras asciende su carne se funde en el aire.
Tom Compton gravitaba sobre él, con una antorcha en la mano.
Me levantaría si pudiera, pensó Guilford. Si no hiciera tanto frío en aquel lugar. Si su cuerpo no estuviera rígido en un millar de sitios. Si pudiera ordenar sus aturdidos pensamientos. Tenía algún mensaje vital que impartir, un mensaje sobre el doctor Sullivan.
—Murió —dijo Guilford. Eso era todo. El cuerpo de Sullivan estaba tendido a su lado, bajo una manta. El rostro de Sullivan estaba pálido e inmóvil a la luz de la linterna—. Lo siento, Tom.
—Lo sé —dijo Tom—. Hizo usted un buen trabajo quedándose con él. ¿Puede caminar?
Guilford intentó apoyarse sobre sus pies pero solo consiguió golpearse la cadera con un saliente de piedra.
—Apóyese en mí —dijo el hombre de la frontera.
Se sintió alzado de nuevo.
Resultaba difícil permanecer despierto. Su torpe cuerpo deseaba que cerrara los ojos y descansara.
—Encenderemos un fuego cuando hayamos salido de este agujero —le dijo el hombre de la frontera—. Parece que va usted mejor.
—¿Cuánto tiempo ha sido?
—Tres días.
—¿Tres?
—Hubo problemas.
—¿Quién está con usted?
Habían alcanzado el borde del pozo. El interior del domo estaba impregnado por una acuosa luz diurna. Una delgada figura aguardaba, apoyada contra una losa de roca, con la capucha de lona echada sobre su rostro. La bruma oscurecía sus rasgos.
—Finch —dijo Tom—. Finch vino conmigo.