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—¿Finch? ¿Por qué Finch? ¿Qué hay de Keck, qué hay de Robertson?

—Están muertos, Guilford. Keck, Robertson, Diggs, Donner y Farr. Todos muertos. Y también lo estaremos nosotros, si no sigue moviéndose.

Guilford gimió y se escudó los ojos.

19

La primavera llegó temprano a Londres. El deshielo de las marismas al este y al oeste proporcionaron al aire un aroma a tierra, y Thames Street, recién pavimentada desde los muelles hasta Tower Hill, bullía con el comercio. Hacia el oeste se habían iniciado de nuevo las obras de la cúpula de la nueva San Pablo.

Caroline esquivó un rebaño de ovejas que se encaminaba al mercado, con la sensación de que ella también estaba siendo conducida al matadero. Durante semanas se había negado a ver a Colin Watson, se había negado a aceptar sus invitaciones o incluso a leer sus notas. No estaba segura de por qué había aceptado verle ahora —reunirse con él en un café en Candlewick Street— excepto por la persistente sensación de que le debía algo, aunque solo fuera una explicación, antes de partir para Norteamérica.

Después de todo, él era un soldado. Seguía órdenes. No era Kitchener; ni siquiera era la Marina Real. Solo un hombre.

Halló fácilmente el lugar. El café estaba decorado en madera a la Tudor. Los cristales de sus ventanas emplomadas goteaban con la condensación, el interior estaba calentado por el vapor de un enorme samovar de plata. La gente que lo ocupaba era tosca, clase trabajadora, en su mayor parte hombres. Miró a través de un mar de gorros de lana hasta que divisó a Colin en una mesa de la parte de atrás, el cuello de su chaqueta vuelto hacia arriba y su largo rostro aprensivo.

—Bien —dijo él—. Volvemos a encontrarnos. —Alzó su taza en una especie de brindis burlón.

Pero Caroline no deseaba pelear con él. Se sentó y fue directamente al grano.

—Quiero que sepas que vuelvo a casa.

—Acabas de llegar.

—Me refiero a Boston.

—¡Boston! ¿Es por eso por lo que no querías verme?

—No.

—Entonces, ¿me dirás al menos por qué te marchas? —Bajó la voz y abrió mucho sus ojos azules—. Caroline, por favor. Sé que debo de haberte ofendido. No sé cómo, pero si lo que deseas es una disculpa, la tienes.

Aquello era más duro de lo que ella había esperado. Él estaba desconcertado, genuinamente contrito. Se mordió el labio.

—Tu tía Alice descubrió lo nuestro, ¿es eso?

Caroline inclinó la cabeza.

—No fue el secreto mejor guardado.

—Oh. Lo sospeché. Dudo que Jered hubiera organizado mucho follón, pero Alice…, bueno, supongo que se puso furiosa.

—Sí. Pero eso no importa.

—Entonces, ¿por qué te marchas?

—Ya no me quieren más aquí.

—Quédate conmigo, entonces.

—¡No puedo!

—No te sientas ultrajada, Caroline. No necesitamos vivir en pecado, tú lo sabes.

¡Querido Dios, le estaba haciendo proposiciones!

—¡Tú sabes por qué no puedo hacer eso! Colin…, ella me lo dijo.

—¿Te dijo qué?

Dos marineros en la mesa más cercana la estaban mirando con el rabillo del ojo. Bajó su voz hasta igualar la de Colin.

—Que tú asesinaste a Guilford.

El teniente se echó hacia atrás en su silla, los ojos desorbitados.

—¡Dios todopoderoso! ¿Asesinado? ¿Ella dice eso? —Parpadeó—. ¡Pero Caroline, esto es absurdo!

—Enviando armas a través del Canal. Armas a los partisanos.

El dejó su taza sobre la mesa. Parpadeó de nuevo.

—Armas a los… Oh. Entiendo.

—Entonces, ¿es cierto?

Él la miró firmemente.

—¿Que yo asesiné a Guilford? Por supuesto que no. ¿Sobre las armas? —Dudó—. Hasta cierto punto, es posible. No se supone que hablemos de estas cosas ni siquiera entre nosotros.

—¡Entonces es cierto!

— Puede serlo. ¡Honestamente, no lo sé! No soy un alto oficial. Cumplo lo que me dicen, y no hago preguntas.

—¿Pero hay armas de por medio?

—Sí, un cierto número de armas han pasado por Londres.

Aquello era casi una admisión. Caroline pensó que debía sentirse furiosa. Se preguntó por qué su furia era de pronto tan evasiva.

Quizá la furia era como el pesar. Se tomaba su propio tiempo. Aguardaba emboscada.

Colin estaba pensativo, preocupado.

—Supongo que Alice debió de haber oído algo a través de Jered…, y probablemente él sabe más sobre el asunto que yo, ahora que pienso en ello. La Marina emplea su almacén y sus equipos de carga y descarga de tanto en tanto, con su consentimiento. Puede que incluso haya hecho otros trabajos para el Almirantazgo. Después de todo, se considera un patriota.

Alice y Jered discutiendo por la noche, manteniendo despierta a Lily: ¿era sobre esto sobre lo que se habían estado peleando? Jered admitiendo que por su almacén habían pasado armas camino a los partisanos, Alice temerosa de que Guilford pudiera sufrir daño…

—Pero aunque las armas cruzaran el Canal, no puedes estar segura de que hayan tenido algo que ver con Guilford. Francamente, no puedo imaginar por qué nadie desearía interferir con el grupo de Finch. Los partisanos actúan a lo largo de la costa; necesitan carbón y dinero mucho más que municiones. Cualquiera podría haber disparado contra el Weston…, ¡bandidos, anarquistas! Y en cuanto a Guilford, ¿quién sabe lo que le ocurrió una vez pasada la maldita Rheinfelden? El continente es un lugar salvaje e inexplorado; es peligroso por naturaleza propia.

Ella se sintió avergonzada de darse cuenta de que sus defensas se derrumbaban. El tema había parecido gélidamente claro cuando lo expuso Alice. Pero, ¿y si Jered era tan culpable como Colin?

No debería estar manteniendo esta conversación…, pero ahora ya no podía detenerla de ninguna forma, no había ningún obstáculo moral o práctico. Este hombre, hubiera hecho lo que hubiera hecho, estaba siendo honesto con ella.

Y ella lo había echado tanto en falta. Tenía que admitirlo.

Los marineros con sus jerseys a rayas le sonrieron socarronamente.

Colin tomó su mano.

—Ven conmigo —dijo—. A cualquier parte lejos de este ruido.

Ella le dejó hablar durante todo el camino a lo largo de Candlewick y subiendo Fenchurch hasta el final del tramo pavimentado, se dejó calmar por el sonido de su voz y la seductora idea de su inocencia.

Los árboles mezquita habían sido un fondo verde opaco durante todo el invierno, pero de pronto el sol y la fusión de la nieve habían hecho brotar nuevas hojas de sus copas. El aire era casi cálido.

Él era un soldado, se dijo Caroline de nuevo. Por supuesto, había hecho lo que había dicho, pero, ¿qué otra elección había tenido?

Jered era otro asunto. Jered era un civil; no tenía que cooperar con el Almirantazgo. Y Alice sabía eso. ¡Cómo debió de quemarle aquel conocimiento! Su voz era amarga cuando había discutido con su esposo en la oscuridad. Por supuesto que culpaba a Jered, pero no podía dejarle; estaba encadenada a él por el matrimonio.

Así que Alice había odiado a Colin a cambio. Un odio ciego, desplazado, automático. Porque no podía permitirse el lujo de odiar a su esposo.

—Veámonos de nuevo —suplicó Colin—. Al menos otra vez. Antes de que te marches.

Caroline dijo que lo intentaría.

—No puedo soportar pensar en ti en el mar. Ha habido amenazas a la navegación, ¿sabes? Dicen que la flota norteamericana está reunida en el Atlántico Norte.

—No me preocupa eso.

—Quizá debiera.