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Pero soy inmortal, pensó Vale.

Recordó a Crane atravesándose la mano con el cuchillo. Crane, averiguó más tarde, sentía una perversa inclinación hacia automutilarse. Le encantaba atravesarse con cuchillos, cortarse con navajas, clavarse profundamente agujas.

Bueno, yo tampoco soy extraño a las agujas. Vale prefería la morfina incluso al whisky de Kentucky. El olvido era más seguro, en cierto modo más amplio. Siempre quería más.

—¡Señor Vale! ¿Está usted ahí dentro?

—Váyase, Olivia, gracias.

Tomó de nuevo la jeringuilla. Después de todo, soy inmortal. No puedo morir. Las implicaciones de ese hecho se habían vuelto algo amilanantes.

Esta vez su piel se resistió a la aguja. Vale empujó más fuerte. Era como clavarla en queso cheddar. Creyó haber encontrado finalmente la vena, pero cuando empujó la aguja la piel de debajo empezó a decolorarse, un enorme y fluido hematoma.

—Mierda —dijo.

—¡Tiene que salir usted de aquí o se lo diré a la señora Sanders-Moss y ella hará que derriben de algún modo la puerta!

—Solo un poco más, Olivia querida. Sé buena y márchate.

—¡Este no es el cuarto de baño de los invitados! ¡Ya lleva usted aquí una hora!

¿La llevaba? Si era así, era solo porque ella no le dejaba concentrarse en su tarea. Volvió a llenar la jeringuilla.

Pero ahora la aguja no consiguió ni siquiera atravesar su piel.

¿Había embotado la punta? Parecía tan letalmente afilada como siempre.

Empujó más fuerte.

Hizo una mueca. Hubo dolor, apreciable. La blanda piel se hundió y formó un cráter y enrojeció. Pero no se abrió.

Intentó en su muñeca. Fue lo mismo, como querer cortar cuero con una cuchara. Se bajó los pantalones hasta los tobillos y probó con la parte interna del muslo.

Nada.

Finalmente, en un acceso de furiosa desesperación, Vale clavó la rezumante aguja contra su garganta, allá donde imaginó que debía de haber una arteria.

La punta se rompió. La jeringuilla derramó su contenido por el abierto cuello de su camisa.

—¡Mierda! —exclamó Vale de nuevo, frustrado casi hasta las lágrimas.

La puerta se abrió de golpe. Allí estaba Olivia, mirándole con la boca abierta, y el joven congresista detrás de ella, y Eleanor con los ojos muy abiertos, e incluso Timothy Crane, frunciendo oficiosamente el ceño.

—¡Ajá! —dijo Olivia—. Bien, eso imaginaba.

—¿Un jeringazo de morfina en el cuarto de baño de los negros? Descortés, Elias, por decirlo de un modo suave.

—Cállese —dijo Vale cansadamente. El efecto inicial de la morfina, si había tenido alguno, se había disipado. Sentía su cuerpo tan seco como el polvo, su mente enloquecedoramente lúcida. Había dejado que Crane lo llevara hasta su coche, después de que Eleanor dejara muy claro que no sería bien recibido de nuevo en la finca y que llamaría a la policía si intentaba volver. Sus palabras exactas fueron menos diplomáticas.

—Son unos amos generosos —dijo Crane.

—¿Quiénes?

—Los dioses. No les importa lo que haga usted en su propio tiempo. Morfina, cocaína, mujeres, sodomía, asesinato, backgammon…, todo es lo mismo para ellos. Pero no puede usar estupefacientes cuando desean su atención, y ciertamente no puede inyectarse una dosis letal en su brazo, si es eso lo que estaba intentando hacer. Un intento estúpido, Elias, si me permite decirlo.

El coche giró una esquina. El deprimente día estaba dejando paso a un deprimente atardecer.

—Ahora se trata de negocios, Elias.

—¿Adónde vamos? —No era que le importara particularmente, aunque sentía la inquietante presencia del dios dentro de él, acelerando su pulso, enderezando su espina dorsal.

—A visitar a Eugene Randall.

—Nadie me dijo nada.

—Yo se lo estoy diciendo ahora.

Vale contempló casi sin ver el tapizado del flamante Ford nuevo de Crane.

—¿Qué hay en el maletín?

—Échele una mirada.

Era un maletín de médico de cuero, y contenía solo tres artículos: un cuchillo quirúrgico, una botella de alcohol metílico y una caja de fósforos de seguridad.

Alcohol y fósforos…, ¿para esterilizar el cuchillo? El cuchillo para…

—Oh, no —dijo Vale.

—No sea gazmoño, Elias.

—Randall no es tan importante como para… lo que sea que tiene usted pensado.

—No es lo que yo tenga pensado. Nosotros no tomamos esas decisiones. Usted lo sabe muy bien.

Vale contempló al despreocupado joven.

—¿A usted no le importa?

—No. En absoluto.

—Ha hecho esto antes, ¿verdad?

—Elias, eso es información privilegiada. Lo lamento si se siente impresionado. Pero en realidad, ¿para quién cree que estamos trabajando? No para algún dios de escuela dominical, no para el proverbial pastor amante de su rebaño. Más bien para el fiero leopardo.

—¿Pretende matar a Eugene Randall?

—Evidentemente.

—Pero, ¿por qué?

—No soy yo quien debe decirlo, ¿no cree? Lo más probable es que el problema resida en el testimonio que piensa dar al Comité Chandler. Todo lo que necesita hacer, y sé que su querida difunta Louisa Ellen ya se lo dijo, es dejar que el comité siga con su trabajo. Hay cinco autoproclamados testigos que dirán que vieron a caballeros de habla inglesa disparar morteros y Lee-Enfields de reglamento contra el Weston. Randall se hubiera ahorrado a sí mismo y al Smithsoniano una gran cantidad de problemas si simplemente hubiera aceptado sonreír y asentir, pero si insiste en enlodar el tema…

—Él cree que la gente de Finch puede estar todavía con vida.

—Sí, ese es el problema.

—Aun así…, a largo plazo, ¿qué importa? Si lo que quieren los dioses es una guerra, el testimonio de Randall no es ningún problema serio. Lo más probable es que los periódicos ni siquiera lo citen.

—Pero sí citarán el asesinato de Randall. Y si lo hacemos bien, culparán de él a los agentes británicos.

Vale cerró los ojos. Ruedas girando dentro de ruedas, ad infinitum. Durante un agónico momento ansió la jeringuilla de morfina.

Luego, una hosca determinación brotó en él, no precisamente suya.

—¿Tomará mucho tiempo eso?

—No demasiado —le dijo Crane con tono tranquilizador.

Quizá fue el efecto residual de la morfina en su sangre, pero Vale sintió la presencia de su dios en su interior mientras recorría el vacío pasillo del museo hacia la oficina de Randall. Randall estaba solo, trabajando tarde, y probablemente los dioses habían dispuesto eso también.

Su dios era inusualmente tangible. Cuando miró hacia su izquierda pudo verlo, o imaginó que lo veía, caminando a su lado. Su cuerpo no era ni agradable ni etéreo. El dios era tan odiosamente físico como un novillo crecido, aunque mucho más grotesco.

El dios poseía demasiados brazos y piernas, y su boca era un horror, afilada como un pico por fuera, húmeda y carmesí por dentro. Una cresta de tumorosos bultos recorría desde su vientre hasta su cuello, una especie de espina. Le desagradó el color del dios, un muerto verde mineral. Crane, que caminaba a su derecha, no vio nada.

Tampoco olió nada. Pero el olor era tangible también, al menos para el olfato de Vale. Era un olor astringente, químico…, el olor de una tenería, o de una botella rota en la consulta de un médico.

Sorprendieron a Eugene Randall en su oficina. (¡Pero cuánto más se hubiera sorprendido Randall si hubiera podido ver al horrible dios! Evidentemente no podía). Randall alzó cansadamente la vista. Había ocupado el puesto de director desde que Walcott abandonara la Institución, y el trabajo lo había consumido. Sin mencionar la citación del Congreso y el persistente pesar postmortem de su esposa.