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—¡Elias! —dijo—. Y usted es Timothy Crane, ¿no? Nos conocimos en uno de los salones de Eleanor.

No habría ninguna conversación. El tiempo para eso ya había pasado. Crane se dirigió a la ventana detrás de Randall y abrió su maletín médico. Extrajo el cuchillo. El cuchillo brilló a la acuosa luz. La atención de Randall siguió fija en Vale.

—Elias, ¿qué ocurre? Sinceramente, no tengo tiempo para…

¿Para qué?, se preguntó Vale mientras Crane avanzaba rápidamente y pasaba el cuchillo de lado a lado por la garganta de Randall. Randall gorgoteó y empezó a debatirse, pero su boca estaba demasiado llena de sangre para que pudiera emitir ningún sonido.

Crane volvió a depositar el ensangrentado instrumento en el maletín y extrajo la botella amarronada de alcohol metílico.

—Pensé que era para esterilizar el cuchillo —dijo Vale. Una idea idiota.

—No sea estúpido, Elias.

Crane vació la botella sobre la cabeza y hombros de Randall y esparció las últimas gotas sobre su escritorio. Randall cayó de su silla y empezó a arrastrarse por el suelo. Una de sus manos aferraba su garganta, pero la herida pulsaba chorros de sangre entre sus dedos.

A continuación, los fósforos.

La mano izquierda de Crane estaba en llamas cuando emergió de la incendiada oficina de Randall. El propio Crane estaba fascinado, y hacía girar su mano delante de sus ojos mientras las azuladas llamas se extinguían con un suspiro por falta de combustible. Tanto carne como puño de la camisa estaban intactos.

—Excitante —dijo.

Elias Vale, repentinamente enfermo, buscó a su dios acompañante. Pero el dios había desaparecido. No quedaba nada de él excepto el humo y la luz del fuego y el horrible hedor a carne quemada.

21

Guilford cabalgaba una serpiente de pelo, recuperando sus fuerzas mientras Tom Compton conducía los animales ladera arriba del valle. No era una ascensión fácil. La nieve helada mordía las gruesas patas de las serpientes; los animales se quejaban monótonamente pero no frenaban su marcha. Quizá comprendían lo que había detrás de ellas, pensó Guilford. Tal vez estaban ansiosas por alejarse de la ciudad en ruinas.

Tras oscurecer, en medio de la cellisca, el hombre de la frontera halló un claro dentro del bosque y encendió un pequeño fuego. Guilford recolectó ramas caídas de los árboles cercanos, mientras Preston Finch, bien embozado y hosco, alimentaba las llamas con ellas. Las serpientes de pelo se acurrucaban muy juntas, con sus pieles de invierno resplandecientes, el aliento formando nubecillas de vapor en sus chatos hocicos.

La cena fue un halcón polilla recién cazado, limpiado y asado, más tiras de tasajo de serpiente de la mochila de Tom Compton. El hombre de la frontera improvisó una especie de cobertizo con ramas de pino salvia y pieles. Había conseguido salvar un cierto número de pieles, una pistola, y los tres animales de carga del más reciente ataque. Era todo lo que quedaba de la Expedición Finch.

Guilford comió poco. Deseaba desesperadamente dormir…, dormir su malnutrición crónica, dormir los tres días de hipotermia en el pozo, el shock de la muerte de Sullivan, la congelación que había hecho que los dedos de sus pies y manos adoptaran un ominoso color blanco porcelana. Pero eso no iba a ocurrir. Y precisamente ahora necesitaba saber con exactitud lo mala que era la situación.

Preguntó al hombre de la frontera cómo habían muerto los demás.

—Ocurrió todo poco antes de que regresara —dijo Tom—. A juzgar por sus huellas, los atacantes venían del norte. Hombres armados, diez o quince, quizás alertados por el fuego de Diggs, quizá solo por puro azar. Debieron llegar disparando. Todo el mundo estaba muerto menos Finch, que se había ocultado en los establos. Los bandidos dejaron atrás nuestras serpientes…, tenían serpientes propias. Dejaron también a uno de sus hombres, le habían disparado en las piernas, no podía andar.

—¿Partisanos? —quiso saber Guilford.

El hombre de la frontera sacudió la cabeza.

—No el que dejaron atrás, al menos.

—¿Habló usted con él?

—Tuve unas palabras con él, sí. No iba a ir a ninguna parte. Tenía las dos piernas jodidas más allá de cualquier remedio; además, tuve que persuadirle un poco con mi cuchillo cuando se puso truculento.

—¡Jesús, Tom!

—Sí, bien, usted no vio lo que les hicieron a Diggs y a Farr y a Robertson y a Donner. Esa gente no son humanos.

Finch alzó bruscamente la cabeza, los ojos vacíos, sorprendido.

Guilford dijo:

—Adelante, siga.

—Por su acento resultaba obvio que aquel pedazo de mierda no era un partisano. Demonios, he bebido con partisanos. En su mayor parte son franceses o italianos repatriados a los que les gusta hacerse los duros y ondear su bandera y disparar unos cuantos tiros contra los colonos norteamericanos. Los buenos partisanos son piratas, comerciantes armados, que asaltan alguna vieja y crujiente fragata y roban su carga y lo llaman impuesto revolucionario y gastan el dinero en cualquier casa de putas tierra adentro. Si viajas Rin arriba, los únicos partisanos que encuentras son mineros ilegales con opiniones políticas. Este tipo era un norteamericano. Dijo que había sido reclutado en Jeffersonville y que su gente vino al interior en busca del botín de la expedición Finch. Dijo que les habían pagado buen dinero.

—¿Dijo quién se lo pagó?

—No antes de desvanecerse, no. Y no tuve una segunda oportunidad de preguntárselo. Tenía que ocuparme de Finch, y usted y Sullivan estaban ahí atrás en el pozo. Pensé en atar al hijo de puta a un trineo y arrastrarlo conmigo a la luz del día. —El hombre de la frontera hizo una pausa—. Pero escapó.

—¿Escapó?

—Lo dejé solo justo el tiempo de ponerles los arneses a las serpientes. Bueno, no solo precisamente…, Finch estaba con él, si eso significa alguna diferencia. Cuando regresé había desaparecido. Se había marchado corriendo.

—Dijo usted que se había desvanecido. Dijo que le habían disparado en las piernas.

—Se desvaneció, y sus piernas no eran más que una informe masa sanguinolenta de carne, con un par de huesos evidentemente rotos. No era el tipo de herida que uno pueda falsificar. Pero cuando volví se había ido. Había dejado huellas. Cuando digo que se marchó corriendo, quiero decir corriendo. Corriendo como una liebre, camino de las ruinas. Supongo que hubiera podido perseguirle, pero había muchas otras cosas que hacer.

—A primera vista —dijo Guilford cuidadosamente— eso es imposible.

—A primera vista suena imposible, pero todo lo que sé es lo que veo.

—¿Ha dicho que Finch estaba con él?

El ceño de Tom se hizo más profundo, un ángulo de descontento en la caverna orlada por la escarcha de su barba.

—Finch estaba con él, pero no tiene nada que decir sobre el tema.

Guilford se volvió hacia el geólogo. Cada indignidad que había sufrido la expedición desde la muerte de Gillvany estaba escrita en el rostro de Finch, más la humillación especial de un hombre que ha perdido el mando…, que ha perdido las vidas de las que era nominalmente responsable. Ya no había nada pomposo en Finch, ninguna dignidad en su mirada fija, solo derrota.

—¿Doctor Finch?

El geólogo miró brevemente a Guilford. Su atención oscilaba como la llama de una vela.

—Doctor Finch, ¿vio usted lo que ocurrió al hombre con el que habló Tom? ¿El hombre herido?

Finch volvió la cabeza hacia un lado.

—No se moleste —dijo Tom—. Está tan mudo como un palo.