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—Doctor Finch, nos ayudaría mucho saber lo que ocurrió. Nos ayudaría a volver a casa sanos y salvos, quiero decir.

—Fue un milagro —dijo Preston Finch.

Su voz era tan rasposa como el papel de lija. El hombre de la frontera le lanzó una mirada llena de asombro.

Guilford insistió suavemente:

—¿Doctor Finch? ¿Qué es lo que vio exactamente?

—Sus heridas curaron. La carne volvió a unirse y dejó de sangrar. Los huesos se soldaron de nuevo. Se puso en pie. Me miró. Se echó a reír.

—¿Eso es todo?

—Eso es lo que vi.

—Es una gran ayuda —murmuró Tom Compton.

El hombre de la frontera montó guardia. Guilford se arrastró al cobertizo con Finch. El botánico olía a sudor rancio y a cuero de serpiente y a pura impotencia, pero Guilford no olía mucho mejor. Sus efluvios humanos llenaban el angosto espacio, y su aliento se condensaba en hielo en el frío aire.

Algo había agitado a Finch a un nuevo estado de alerta. Miró más allá de las capas de pieles, a la brutal noche.

—No es el milagro que yo deseaba —susurró—. ¿Entiende usted eso, señor Law?

Guilford sentía frío hasta la médula de los huesos. Le resultaba difícil concentrarse.

—Entiendo muy poco de esto, doctor Finch.

—¿No es eso lo que pensaban de mí, usted y Sullivan? ¿Preston Finch, el fanático, buscando evidencias de la intervención divina, como esa gente que afirma haber hallado fragmentos del Arca de la Alianza o de la Cruz?

Finch sonaba viejo como el viento nocturno.

—Lo lamento si recibió usted esa impresión.

—No me siento insultado. Quizá sea cierto. Llámelo presunción. El pecado del orgullo. No pensé a fondo las cosas. Si la naturaleza y lo divino ya no están separados, entonces tienen que existir también milagros oscuros. Esa horrible ciudad. El hombre cuyos huesos se soldaron de nuevo por sí mismos.

Y túneles en la tierra, y mi gemelo en un deshilachado uniforme del Ejército, y demonios intentando encarnarse. No: no eso. Digamos que todo es ilusión, pensó Guilford. Cansancio y malnutrición y frío y miedo.

Finch tosió en el hueco de su mano, un sonido desgarrado.

—Es un nuevo mundo —dijo.

No había forma de negarlo.

—Necesitamos dormir un poco, doctor Finch.

—Fuerzas oscuras y luz. Todas están sobre nuestros hombros. —Sacudió tristemente la cabeza—. Yo nunca deseé eso.

—Lo sé.

Una pausa.

—Lamento que perdiera usted sus fotografías, señor Law.

—Gracias por decirlo.

Cerró los ojos.

Viajaban una corta distancia cada día, no muy lejos.

Seguían los senderos abiertos por los animales, los lechos de los ríos, los trechos sin placas de nieve debajo de los árboles mezquita y los pinos salvia, lugares que no dejarían huellas evidentes. Periódicamente, el hombre de la frontera dejaba que Guilford supervisara a Finch mientras él iba de caza con su cuchillo Bowie. A menudo era carne de serpiente, y los asados de halcón polilla eran un recurso común. Pero durante muchos meses no hubo nada vegetal excepto unas pocas raíces difícilmente conseguidas o duras espinas verdes de árboles mezquita hervidas en agua. Los dientes de Guilford se habían aflojado de sus encías, y su visión no era tan aguda como antes. Finch, que había perdido sus gafas en el primer ataque, estaba casi ciego.

Pasaron los días. La primavera no estaba lejos según el calendario, pero los cielos seguían mostrándose oscuros, el viento frío y penetrante. Guilford fue acostumbrándose al dolor de sus articulaciones, al constante rechinar de cada bisagra de su cuerpo.

Se preguntó si el Bodensee estaría helado. Si llegarían a verlo de nuevo.

Guardaba su deteriorado diario dentro de sus pieles; nunca había abandonado su posesión. Las páginas en blanco que quedaban eran pocas, pero registraba en ella ocasionales y breves notas para Caroline.

Sabía que sus fuerzas estaban fallando. Su pierna mala había empezado a dolerle cada día, y en cuanto a Finch, parecía como algo extraído de un nido de insectos.

La temperatura ascendió durante tres días, seguida por una fría lluvia de primavera. La estación fue bien recibida, el lodo y el viento no. Incluso las serpientes de pelo se habían vuelto flacas y hurañas, forrajeando en el lodo en busca de la escasa hierba del año anterior. Uno de los animales se había quedado ciego de un ojo, una catarata que había convertido su pupila en algo velado y pálido.

Vinieron nuevas tormentas desde el oeste. Tom Compton divisó un antiguo desprendimiento de rocas que proporcionaba un cierto refugio natural, un amontonamiento de granito que formaba como una cueva, un espacio libre abierto por ambos lados. El suelo era arenoso, cubierto de excrementos animales. Guilford bloqueó ambas entradas con palos y pieles y ató las serpientes fuera para que actuaran como alarmas. Pero si la pequeña caverna había sido ocupada alguna vez, su inquilino no dio signos de regresar.

Un torrente de fría lluvia los mantuvo encerrados en aquel reducido espacio protegido. Tom excavó un pozo para el fuego bajo la chimenea natural formada por las piedras. Había tomado la costumbre de canturrear ridículas y sentimentales melodías de la vieja Década Malva: «Zapatillas doradas», «Salones jaspeados» y cosas así. Nada de letras, solo crudas melodías en voz de bajo. El efecto era menos de canción y más de canto aborigen, melancólico y extraño.

La tormenta de lluvia repiqueteaba a su alrededor, disminuyendo periódicamente pero nunca cesando. Riachuelos de agua se deslizaban por las piedras. Guilford raspó un pequeño canal para conducir el agua hacia la abertura inferior de la cueva. Empezaron a racionar la comida. Cada día que permanecemos aquí, pensó Guilford, nos debilitamos un poco más; cada día el Rin está más distante. Supuso que debía de haber alguna ecuación clara, alguna equivalencia de dolor y tiempo, que no trabajaba en su favor.

Cada vez soñaba menos en el piquete del Ejército, aunque todavía seguía siendo un elemento regular de sus noches, preocupado, implorando y no bienvenido. Soñaba con su padre, cuya obstinación y sentido del orden lo habían conducido a una temprana tumba.

No juzgo nada, pensó Guilford. ¿Qué impulsa a un hombre a este desolado rincón de la Tierra, sino una feroz obstinación?

Quizá la misma obstinación lo conduciría de vuelta a Caroline y Lily.

Usted no puede morir, había dicho Sullivan. Quizá no. Había tenido suerte. Pero evidentemente podía forzar su cuerpo hasta más allá de todos los límites tolerables.

Se volvió hacia Tom, que estaba sentado con la espalda apoyada contra la fría piedra, las rodillas recogidas. Su mano tanteaba periódicamente en busca de la pipa que había perdido hacía meses.

—En la ciudad —preguntó Guilford—, ¿soñó usted?

La respuesta del hombre de la frontera fue glacial.

—Usted no quiere saberlo.

—Quizá sí.

—Los sueños no son nada. Los sueños son pura mierda.

—Aun así.

—Tuve un sueño —dijo Tom—. Soñé que moría en algún campo de lodo. Soñé que era un soldado. —Dudó—. Soñé que era mi propio fantasma, si eso tiene algún sentido.

Demasiado sentido, pensó Guilford.

Bueno, no sentido exactamente, pero implicaba…, Dios santo, ¿qué?

Se estremeció y desvió la mirada.

—Necesitamos comida —dijo Tom—. Mañana cazaré, si el tiempo lo permite. —Miró a Preston Finch, dormido como un cadáver, la piel de su rostro tatuada contra su cráneo—. Si no puedo cazar, tendremos que sacrificar una de las serpientes.