Выбрать главу

Los daños iniciales al Puerto de Londres fueron relativamente ligeros, e incluso los fuegos de los muelles hubieran podido ser controlados de no ser por las andanadas dispersas que se produjeron en el lado oriental de Candlewick.

La primera baja civil del ataque fue un panadero llamado Simon Emmanuel, llegado recientemente de Sydney. Su tienda se vació de clientes tan pronto como los buques norteamericanos llegaron río arriba. Estaba en el horno intentando salvar varias docenas de panecillos de pasas cuando un proyectil de artillería atravesó el techo y estalló a sus pies, matándolo al instante. El fuego resultante envolvió la tienda de Emmanuel y se extendió rápidamente al establo de la puerta de al lado y a la cervecería al otro lado de la calle.

Los ciudadanos del lugar que intentaron formar una brigada con cubos de agua fueron alejados por una explosión en una recientemente instalada conducción de gas. Dos empleados municipales y una mujer embarazada murieron en la detonación.

El viento del este se volvió intenso y polvoriento. Envolvió la ciudad en humo.

Caroline, Colin y Lily pasaron el día siguiente en la habitación del hotel, aunque sabían que iba a ser imposible permanecer mucho más tiempo. Colin salió a comprar comida. La mayoría de las tiendas y los puestos de Market Street habían cerrado, y algunos habían sido saqueados. Volvió con una hogaza de pan y una jarra de melaza. La cocina del Empire había sido una de las primeras bajas de la guerra, pero el hotel proporcionaba agua embotellada gratis en el comedor.

Caroline pasó la mañana contemplando arder la ciudad.

Los incendios de los muelles habían sido contenidos, pero el extremo este de Londres ardía libremente; no había nada que impidiera al fuego engullir toda la ciudad. El incendio era enorme ahora, avanzaba a su propio ritmo, lanzándose bruscamente hacia adelante o vacilando a impulsos del viento. El aire apestaba a ceniza y a cosas peores.

Colin extendió un pañuelo sobre una mesita auxiliar y puso una rodaja de pan untada con melaza delante de ella. Caroline dio un mordisco, luego dejó la rebanada a un lado.

—¿Adónde vamos a ir? —Tenían que ir a algún lado. Pronto.

—Al oeste de la ciudad —dijo Colin calmadamente—. Ya hay gente durmiendo entre los altos brezos. Hay tiendas. Llevaremos mantas.

—¿Y después de eso?

—Bueno, depende. En parte de la guerra, en parte de nosotros. Tendré que esconderme de la policía militar, ¿sabes?, al menos por un tiempo. Finalmente podremos comprar un pasaje.

—¿Un pasaje adónde?

—A cualquier parte, en realidad.

—¡No al Continente!

—Por supuesto que no…

—Y no a Norteamérica.

—¿No? Creí que querías volver a Boston.

Caroline pensó en presentarle a Colin a Liam Pierce. A Liam nunca le había importado demasiado Guilford, pero de todos modos habría preguntas, se suscitarían objeciones. En el mejor de los casos habría que reanudar la antigua vida, con todas sus cargas. No, no Boston.

—En ese caso —dijo Colin— había pensado en Australia. —Lo dijo con una estudiada modestia. Caroline sospechó que había pensado en aquello a menudo—. Tengo un primo en Perth. El nos acogerá hasta que nos hayamos asentado.

—Hay canguros en Australia —dijo Lily.

El teniente le guiñó un ojo.

—Montones de canguros, muchacha. Está llena de ellos.

Caroline se sintió hechizada por la idea, pero también intimidada. ¿Australia?

—¿Qué podemos hacer en Australia? —preguntó.

—Vivir —dijo Colin simplemente.

A la mañana siguiente un portero llamó a su puerta y les dijo que debían marcharse de inmediato o el hotel no podía garantizar su seguridad.

—Oh, seguro que no tan pronto —dijo Caroline. Colin y el portero la ignoraron. Probablemente era cierto, tenían que irse. El aire se había vuelto insoportablemente pesado durante la noche. Le ardían los pulmones, y Lily había empezado a toser.

—Todo el mundo al este de Thames Street se ha ido —insistió el portero—. Eso es lo que dice la oficina del alcalde.

Era extraño el tiempo que necesitaba una ciudad para arder, incluso una ciudad tan pequeña y primitiva como Londres.

Reunió sus cosas en un par de maletas y ayudó a Lily a guardar las suyas. Colin no tenía equipaje —ninguna posesión que pareciera importarle—, pero dobló las sábanas y las mantas del hotel e hizo un fardo con ellas.

—Al hotel no le importará —dijo—. No bajo estas circunstancias.

Lo cual significaba, pensó Caroline, que el hotel no sería más que cenizas por la mañana.

Se ajustó el pelo en el espejo del tocador. No podía ver bien. La atmósfera en el exterior era un perpetuo ocaso, y el gas había sido cortado desde el ataque. Se peinó un pelo espectral, luego tomó la mano de su hija.

—De acuerdo —dijo—. Vamos.

Colin se disfrazó durante el trayecto hasta la enorme ciudad de tiendas que se había levantado al oeste de la ciudad. Llevaba un impermeable demasiado grande y un sombrero de ala flexible, ambos comprados a precios exorbitantes a un vendedor callejero que merodeaba por entre la multitud de refugiados. Se había destacado personal del Ejército y de la Marina como ayuda ante la emergencia. Circulaban por entre los refugios provisionales distribuyendo alimentos y medicinas. Colin no quería ser reconocido.

Caroline sabía que tenía miedo de ser capturado como desertor. En sentido literal, por supuesto, era un desertor, y eso debía de hacer las cosas difíciles para él, aunque se negaba a hablar de ello.

—Apenas era algo más que un contable —dijo—. No me echarán en falta.

Al tercer día de su estancia en la ciudad de tiendas, la comida había empezado a escasear pero los rumores optimistas se propagaban locamente: un vapor de la Cruz Roja subía el Támesis; los norteamericanos habían sido derrotados en el mar. Caroline escuchó los rumores con indiferencia. Había oído rumores antes. Ya era suficiente que el fuego pareciera estar finalmente agotándose por sí mismo, con la ayuda de una fría lluvia de primavera. La gente hablaba de reconstrucción, aunque privadamente Caroline consideraba ridícula aquella palabra: reconstruir la reconstrucción de un mundo desaparecido, qué locura.

Pasó una tarde vagando por entre las semiapagadas fogatas y las fétidas trincheras de las letrinas, buscando a su tía y a su tío. Lamentó haber hecho tan pocos amigos en Londres, haber vivido una existencia tan insular. Le hubiera gustado ver un rostro familiar, pero no había rostros familiares, no hasta que se cruzó con la señora de Koenig, la mujer que había cuidado de Lily tan a menudo. La señora de Koenig era una mujer hosca y solitaria, envuelta en un chorreante impermeable, el pelo revuelto y húmedo; al principio no reconoció a Caroline.

Pero cuando Caroline le preguntó acerca de Alice y Jered, la vieja agitó desconsoladamente la cabeza.

—Esperaron demasiado. El fuego bajó por Market Street como algo vivo.

Caroline jadeó.

—¿Murieron?

—Lo siento.

—¿Está usted segura?

—Tan segura como que está lloviendo. —Sus ojos orlados de rojo estaban tristes—. Lo siento, señorita.

Siempre se nos roba algo, pensó Caroline mientras regresaba con paso lento por entre el barro y las plantas en putrefacción. Siempre nos quitan algo. En la lluvia era posible llorar, y lloró libremente. Deseaba poder dejar de llorar antes de tener que enfrentarse a Lily de nuevo.