23
Los fuegos artificiales florecieron encima del monumento a Washington, celebrando la victoria en el Atlántico. Luces repentinas colorearon el Estanque Reflexivo. El aire nocturno olía a pólvora; la multitud se mostraba salvajemente alegre.
—Tendrá que abandonar usted la ciudad —dijo Crane con una vaga sonrisa, las manos en los bolsillos. Caminaba con el indolente paso de un brahmán, a la vez imperial y autoparódico—. Supongo que ya lo sabe.
¿Cuándo había visto Vale por última vez una celebración pública? Unas pocas y frías fiestas del Cuatro de Julio desde aquel extraño verano de 1912. Pero la victoria en el Atlántico había resonado por todo el país como un repique de campanas. En medio de esta multitud, por la noche, no serían reconocidos. Era posible hablar.
—Me hubiera gustado tener tiempo de hacer el equipaje —dijo.
Crane, al contrario que los dioses, toleraba una queja.
—No hay tiempo, Elias. En cualquier caso, la gente como nosotros no necesita posesiones mundanas. Somos más bien como, esto, monjes.
La celebración se prolongaría hasta por la mañana. Una pequeña guerra gloriosa: Teddy Roosevelt la hubiera aprobado. Los británicos se habían rendido tras las devastadoras pérdidas sufridas por su flota del Atlántico y sus colonias darwinianas, temerosos de un ataque contra los restos del gobierno de Kitchener en Canadá. Las condiciones de la victoria no eran duras: un embargo de armas, el apoyo oficial a la Doctrina Wilson. El conflicto había durado toda una semana. Había sido más bien un buen uso de la diplomacia que de la guerra, pensó Vale, al tiempo que una advertencia a los japoneses en caso de que pensaran en dirigir su atención marcial hacia el oeste.
Por supuesto, la guerra había servido a otra finalidad, la finalidad de los dioses. Vale suponía que jamás llegaría a saber la suma de esa finalidad. Puede que no fuera más que el incremento de la enemistad, la violencia, la confusión. Pero en general los dioses eran más incisivos que eso.
Había habido una nota en el Post: los británicos y simpatizantes en el país estaban siendo interrogados en relación con el asesinato del director del Smithsoniano, Eugene Randall. El nombre de Vale no había sido mencionado, aunque lo sería probablemente en la edición de la mañana.
—Debería darme las gracias —le dijo a Crane— por desaparecer de en medio.
—Curiosa expresión. No está desapareciendo, por supuesto. Es usted demasiado útil. Piense en ello de esta forma: está usted desechando una personalidad. La policía lo encontrará muerto en las cenizas de su propia casa, o al menos encontrará algunos sugestivos huesos y dientes. Caso cerrado.
—¿De quién serán esos huesos?
—¿Importa?
Suponía que no. Alguna otra víctima. Algún impedimento a la adecuada evolución del cosmos.
—Tome esto —dijo Crane. Era un sobre que contenía un billete de ferrocarril y un fajo de billetes de cien dólares. El destino impreso en el billete de ferrocarril era Nueva Orleans. Vale nunca había estado en Nueva Orleans. Nueva Orleans podría haber sido muy bien Marte Este, en lo que a él se refería.
—Su tren sale a medianoche —dijo Crane.
—¿Y usted?
—Yo estoy protegido, Elias. —Sonrió—. No se preocupe por mí. Quizá nos encontremos de nuevo, dentro de una década, o dos, o tres.
Dios nos ayude.
—¿Se ha preguntado alguna vez…, si hay algún fin a esto?
—Oh, sí —dijo Crane—. Creo que veremos el fin de esto, Elias; ¿usted no?
Los fuegos artificiales alcanzaron un crescendo. Brotaron estrellas en medio de un rugir de cañonazos: azules, violetas, blancas. Un buen presagio para la nueva administración Harding. Crane florecería, pensó Vale, en el moderno Washington. Crane ascendería como un cohete.
Y yo me hundiré en la oscuridad, y quizá sea mejor así.
Nueva Orleans era cálida, casi bochornosa; la primavera se hizo tropical. Era una ciudad extraña, pensó Vale, apenas norteamericana. Parecía transportada de alguna colonia francesa caribeña, toda ella hierro forjado y trueno y blando patois.
Alquiló un apartamento bajo un nombre falso en una parte de la ciudad baja pero no degradada. Pagó el alquiler con una pequeña fracción del dinero de Crane y empezó a buscar una oficina en un primer piso donde pudiera instalar un pequeño negocio espiritista. Se sentía extrañamente libre, como si hubiera abandonado a su dios en la ciudad de Washington. No era cierto —lo sabía muy bien—, pero saboreó el pensamiento mientras duró.
Su necesidad de morfina no era física, y quizá eso formaba parte del paquete de la inmortalidad, pero recordaba con cariño su embriaguez y pasó unas cuantas noches recorriendo los bares de jazz en busca de una conexión. Volvía a casa una ventosa y estrellada noche cuando dos desconocidos saltaron sobre él. Los hombres eran musculosos, sus toscos rostros ocultos bajo gorros de marino. Lo arrastraron a un callejón detrás de una tienda de tatuajes.
Debían de haber sido enviados por el dios, decidió Vale más tarde. Ninguna otra cosa tenía sentido. Uno llevaba una botella, otro una barra de acero fileteado. No pidieron nada, no se llevaron nada. Se dedicaron a trabajarle estrictamente el rostro.
Su piel inmortal resultó cortada y rasgada, su cráneo inmortal fracturado en varios lugares. Se tragó varios de sus inmortales dientes.
Por supuesto, no murió.
Envuelto en vendajes, sedado, oyó a un médico discutir su caso con una enfermera en el lánguido y arrastrado acento de Luisiana. Es un milagro que haya sobrevivido. Nadie lo reconocerá después de esto, Dios lo sabe.
No un milagro, pensó Vale. Ni siquiera una coincidencia. Los dioses que habían cerrado su piel a la aguja de morfina en Washington podían con la misma facilidad haber parado aquellos golpes cortantes. Había sido atacado porque nunca se hubiera ofrecido voluntario.
Nadie lo reconocerá.
Curó rápidamente.
Una nueva ciudad, un nuevo nombre, un nuevo rostro. Aprendió a evitar los espejos. La fealdad física no era un impedimento significativo para su trabajo.
24
Guilford halló el Bodensee allá donde una corriente de agua glacial entraba en el lago, agua helada que se deslizaba sobre resbaladizos guijarros negros. Siguió lentamente, meticulosamente, la línea de la orilla, a lomos de la serpiente de pelo que había bautizado Evangeline. «Evangeline» por ninguna otra razón más que porque el nombre le atrajo; el sexo del animal era un misterio. Evangeline había demostrado ser más hábil en conseguir comida que Guilford durante la última semana, y sus seis cascos en cuña cubrían el terreno con más eficiencia que sus esqueléticas piernas.
Un suave sol bendijo el día. Guilford había improvisado un arnés de cuerda para mantenerse a horcajadas sobre el amplio lomo de Evangeline incluso cuando perdiera el conocimiento, y había veces en las que se había sumido en una cabeceante somnolencia, con el mentón clavado contra el pecho. Pero la luz del sol significaba que podía desprenderse de una capa de pieles, y eso era un alivio, sentir un aire que no era letalmente frío contra su piel.
Como las serpientes en general, Evangeline demostró ser inteligente. Evitaba los osarios de los insectos cuando la atención de Guilford se embotaba. Nunca se alejaba demasiado del agua. Y se mostraba respetuosa hacia Guilford, cosa quizá no demasiado sorprendente, puesto que él había matado y asado a una de sus compatriotas y dejado libres a las demás.