Guilford intentó acercarse a él. Dos veces, en un solitario tramo del camino en las profundidades del bosque al atardecer, le gritó al hombre desde su caballo. Pero nadie respondió, y Guilford se quedó con una sensación estúpida y asustada.
Probablemente no había nadie allí. Era un engaño de los cansados ojos, de la ansiosa mente.
Pero ahora cabalgó más cautelosamente.
Su primera visión de Londres fue la ennegrecida pero intacta cúpula de la nueva San Pablo, erguida sobre un campo de bruma y escombros.
Un ferry provisional manejado tirando de una cuerda lo condujo a la orilla norte del Támesis. Una firme llovizna parecía querer agujerear sin conseguirlo la superficie del agua del turbulento río.
Halló un campamento de refugiados en los campos sin árboles al oeste de la ciudad, un enorme y hediondo amasijo de tiendas y zanjas de letrinas en medio de todo lo cual colgaban fláccidas bajo la lluvia unas pocas banderas de la Cruz Roja.
Guilford se acercó a una de las tiendas médicas donde una enfermera con una redecilla en el pelo estaba repartiendo mantas.
—Disculpe —dijo.
Varias cabezas se volvieron al sonido de su acento. La enfermera le miró e hizo una ligera inclinación con la cabeza.
—Estoy buscando a alguien —dijo Guilford—. ¿Hay alguna forma de encontrarlo, alguna especie de lista…?
Ella negó secamente con la cabeza.
—Lo siento. Lo intentamos, pero demasiada gente se marchó simplemente en todas direcciones después del fuego. ¿Viene usted de Nueva Dover?
—De aquel lado, sí.
—Entonces habrá visto el número de refugiados. De todos modos, puede preguntar en la tienda de comida. Todo el mundo acude a la tienda de comida. Está en el prado occidental. —Inclinó la cabeza—. Por aquel lado.
Guilford miró a través de varias amplias hectáreas de miseria humana; frunció el ceño.
La enfermera se envaró.
—Lo siento —dijo, y su voz se ablandó un poco—. No quiero parecer insensible. Pero es que hay… tantos.
Guilford se dirigía hacia la tienda de comida cuando vio de nuevo al fantasma, pasando como su propia sombra por entre el barro y las tiendas de lona y los humeantes fuegos.
—¿Señor Law? ¿Guilford Law?
Al principio pensó que el fantasma le había hablado. Pero se dio la vuelta y vio a una harapienta mujer que le hacía gestos. Necesitó unos momentos para reconocerla: la señora de Koenig, la viuda que había vivido en la puerta de al lado de Jered Pierce.
—Señor Law, ¿es usted realmente?
—Sí, señora de Koenig, soy yo.
—¡Dios mío, creí que había muerto! ¡Todos creímos que había muerto en el Continente!
—He venido en busca de Caroline y Lily.
—Oh —dijo la señora de Koenig—. Por supuesto. —Pero su sonrisa sin dientes se desvaneció—. Claro que sí. Sin duda. Vayamos a tomar algo, señor Law, usted y yo, y hablaremos acerca de eso.
25
Querida Caroline,
Probablemente nunca verás esta carta. La escribo con esta expectativa, y solo con una débil esperanza.
Evidentemente, sobreviví al invierno en Darwinia. (De la expedición Finch, los únicos supervivientes somos Tom Compton y yo…, si aún sigue con vida). Si la noticia te llega por primera vez espero que no te impresione demasiado. Sé que creías que había muerto en el Continente. Supongo que esa creencia explica tu conducta, buena parte de ella al menos, desde el otoño del 20.
Quizá pienses que te desprecio o que escribo para ventilar mi ira. Bueno, la ira es auténtica. Me habría gustado que hubieras esperado. Pero esta cuestión es debatible. No te culpo por ello. Yo estaba en un continente salvaje y vivo; tú estabas en Londres y pensabas que yo había muerto. Digamos simplemente que actuamos como correspondía.
Dudo en escribirte esto (y hay muy pocas esperanzas de que tú llegues a leerlo). Pero la costumbre de dirigirte mis pensamientos es difícil de romper. Y hay asuntos entre nosotros que necesitamos resolver.
Y deseo pedirte un favor.
Puesto que te adjunto mis notas y cartas que te escribí desde el Continente, déjame terminar la historia. Ha ocurrido algo extraordinario, Caroline, y necesito ponerlo sobre el papel aunque nunca llegues a verlo. (Y quizá sea mejor para ti que no lo hagas).
Te busqué entre las ruinas de Londres. Poco después de llegar encontré a la señora de Koenig, nuestra vecina de Market Street, que me dijo que te habías marchado en un barco de refugiados con destino a Australia. Te fuiste, me dijo, con Lily y ese hombre (no diré «ese desertor», aunque por lo que entiendo eso es lo que es), ese Colin Watson.
No me detendré en mi reacción. Baste decir que los días que siguieron a esta revelación son un vago recuerdo en mi mente. Vendí mi caballo y gasté el dinero en parte de lo que se había conseguido salvar de las destilerías de High Street.
El olvido es caro de conseguir en Londres, Caroline. Aunque quizá sea siempre este el caso, en todas partes.
Tras largo tiempo desperté para descubrirme tirado entre unos brezales al aire libre en medio de la bruma, brutalmente sobrio y doloridamente helado. Mi manta estaba empapada, lo mismo que mis sucias ropas. Despuntaba el alba, el sol apenas iluminaba el cielo oriental. Me hallaba en el perímetro del campo de refugiados. Contemplé los pocos fuegos que se iban apagando a la gris luz sin ser atendidos. Cuando me noté un poco más seguro de mí mismo me puse en pie. Me sentía abandonado y solo…
Pero no lo estaba.
Me di la vuelta cuando oí un sonido y…
Me vi a mí mismo.
Sé lo extraño que suena esto. Y era extraño, extraño y desorientador. Nunca vemos nuestros propios rostros, Caroline, ni siquiera en los espejos. Creo que aprendemos a muy temprana edad a posar para los espejos, a mostrarnos a nosotros mismos nuestros mejores ángulos. Es una experiencia muy diferente hallar un rostro y un cuerpo ocupando el espacio de otra persona.
Durante un tiempo simplemente me lo quedé mirando. Comprendí sin preguntar que era el hombre que me había estado siguiendo todo el camino desde Nueva Dover.
Era evidente por qué no lo había reconocido antes. Era innegablemente yo mismo, pero no exactamente mi reflejo. Déjame describirte lo que vi: un hombre joven, alto, vestido con un desgastado uniforme militar. No llevaba gorra, y sus botas estaban enlodadas. Era más recio que yo, y caminaba sin cojear. Iba recién afeitado. Sus ojos eran brillantes y observadores. Sonreía, no amenazadoramente. No llevaba ningún arma.
Parecía inofensivo.
Pero no era humano.
Al menos no era un ser humano vivo. Por una parte, no estaba enteramente allí. Quiero decir, Caroline, que su imagen se desvanecía y se definía periódicamente, de la misma forma que parpadea una estrella en una noche ventosa.
—¿Quién eres? —susurré.
Su voz fue firme, no fantasmal. Dijo:
—Esta es una pregunta complicada. Pero creo que ya conoces parte de la respuesta.
La bruma se alzó del empapado suelo a nuestro alrededor. Permanecimos de pie uno frente al otro en la helada media luz como si un muro nos separara del resto del mundo.
—Te pareces a mí —dije lentamente—. O pareces un fantasma. No sé lo que eres.
—Demos un paseo juntos, Guilford —dijo él—. Pienso mejor cuando camino.