Así que echamos a andar por entre los brezos en aquella brumosa mañana. Supongo que hubiera debido sentirme aterrado. Lo estaba, a un cierto nivel. Pero su actitud era desarmante. La expresión en su rostro parecía decir: Qué absurdo, tener que encontrarnos de esta forma.
Como si un fantasma tuviera que disculparse por sus torpes señas de identidad: el sudario agitado por el viento, las cadenas.
Quizá todo eso suene como si hubiera aceptado tranquilamente aquella visita. Lo que en realidad sentía era algo más parecido a un asombro o a un trance. Creo que eligió para aparecer el momento en el que yo era lo suficientemente vulnerable —estaba lo suficientemente aturdido— como para oírle por encima del rugir de mis propios temores.
O quizá era una alucinación, provocada por el agotamiento y el licor y el pesar. Piensa lo que quieras, Caroline.
Caminamos a la débil luz de la mañana. Él parecía más feliz, o al menos más sólido, a la profunda sombra de los árboles mezquita que bordeaban el prado. Su voz era física, llena con el sonido humano de la respiración. Hablaba sin pretensiones, en un inglés coloquial que sonaba tan familiar como el retumbar de mis propios pensamientos. Pero nunca vacilaba ni le faltaba la palabra precisa.
Esto es lo que dijo.
Me dijo que se llamaba Guilford Law y que había nacido y se había criado en Boston.
Dijo que había vivido una vida nada excepcional hasta los diecinueve años, cuando fue reclutado y enviado a ultramar para luchar en una guerra extranjera…, una guerra europea, una «Guerra Mundial».
Me pidió que imaginara una historia en la cual Europa nunca se convirtió, en la cual aquel guiso de reinados y despotismos siguió hirviendo lentamente hasta que estalló en un conflicto global.
Los detalles no son importantes. La esencia es que este Guilford Law fantasma terminó en Francia, enfrentado al ejército alemán en una serie de estáticas y sangrientas batallas de trincheras convertidas en algo aún más pesadillesco gracias a los gases venenosos y los ataques aéreos.
Este Guilford Law —«el piquete», como no había dejado de pensar en él— resultó muerto en esa guerra.
Lo que le sorprendió fue que, cuando cerró los ojos por última vez en la Tierra, no fue el final de toda vida o pensamiento.
Y aquí, Caroline, la historia se vuelve más peculiar aún, mucho más alocada.
Nos sentamos sobre un tronco caído en el frío de la mañana, y me sorprendió su tranquila presencia, su solidez, su peso. Su negro pelo se agitaba cuando soplaba el viento; respiraba como cualquier cosa viva; el tronco se movió bajo su peso cuando se giró para mirarme.
Si lo que me dijo el piquete es cierto, entonces Schiaparelli y los astrónomos como él tienen razón: existe vida entre las estrellas y los planetas, vida como nosotros y distinta de nosotros, en algunos casos extremadamente distinta.
El universo, dijo el piquete, es inmensamente antiguo. Lo bastante antiguo como para haber producido civilizaciones científicas mucho antes de que los seres humanos perfeccionaran el hacha de piedra. La raza humana nació en una galaxia saturada de sentiencia. Antes de que nuestro sol se coagulara a partir del polvo primordial, dijo el piquete, ya había maravillas en el universo tan grandes y sutiles que parecen más magia que ciencia; y mayores maravillas estaban por llegar, empresas cuya realización cubriría literalmente eones.
Describió la galaxia —nuestro pequeño conglomerado de unos cuantos millones de estrellas, en sí mismo solo uno de los varios miles de millones de conglomerados semejantes— como una especie de organismo vivo, «despertando a sí mismo». Líneas de comunicación conectan las estrellas: no comunicaciones por telégrafo o incluso por radio, sino algo que actúa sobre la esencia invisible (la «energía isotrópica», con la cual creo que quiere dar a entender el éter) del propio espacio; ¡y esas tupidas redes de comunicación se han vuelto tan intrincadas que poseen inteligencia propia! Literalmente, sugirió, las estrellas piensan entre ellas, y más que eso: recuerdan.
Preston Finch solía citar al obispo Berkeley diciendo que todos somos pensamientos en la mente de Dios. ¿Y si eso fuera literalmente cierto?
Este Guilford Law era un animal físico hasta el día que murió, en cuyo momento se convirtió en una especie de pensamiento…, una sentiencia-semilla, lo llamó, en la mente de este Dios local, este Yo galáctico en evolución.
No era, dijo, una existencia especialmente exaltada, al menos al principio. Una mente humana sigue siendo solo una mente humana incluso cuando es traducida a una Mente en General. Despertó a la otra vida con la idea de que se estaba recuperando de una herida de metralla en un hospital de campaña francés, y necesitó la aparición de unos cuantos de los muertos antes que él para convencerse de que realmente había muerto. Su cuerpo «virtual» (así lo llamó) se parecía tanto al suyo que parecía no haber ninguna diferencia, aunque eso podía cambiar, le dijeron. La esencia de la vida es el cambio, dijo, y la esencia de la vida eterna es el cambio eterno. Había mucho que aprender, mundos que explorar, nuevas formas de vida que conocer…, en las que convertirse, si el espíritu así lo deseaba. Su cuerpo orgánico se había visto limitado por sus necesidades físicas y por la habilidad del cerebro de capturar y retener recuerdos. Estos impedimentos habían desaparecido.
Cambiaría, inevitablemente, a medida que aprendiera a habitar la Mente que lo contenía, a sorber sus recuerdos y su sabiduría. No abandonar su naturaleza humana sino construir sobre ella, expandirla.
Y eso, en suma, es lo que hizo, durante literalmente millones de siglos, hasta que «Guilford Law», la autoproclamada sentiencia-semilla, se convirtió en una fracción de algo mucho más vasto y más complejo.
Con quien estaba hablando esta mañana era a la vez Guilford Law y ese ser mucho más grande, miles sobre miles de millones de seres, de hecho, unidos entre sí y sin embargo reteniendo cada uno su individualidad.
Puedes imaginar mi incredulidad. Pero bajo las circunstancias cualquier explicación hubiera parecido plausible.
¿Puedes leer esto como otra cosa más que como los delirios de un hombre que se ha vuelto loco a causa del aislamiento y el shock?
El shock es auténtico, Dios lo sabe. Lloro por lo que ambos hemos perdido.
Y no espero que me creas. Todo lo que pido es tu paciencia. Y tu buena voluntad, Caroline, si aún no la has agotado.
Le pregunté al piquete cómo podía haber ocurrido nada de aquello. Después de todo, yo era Guilford Law, y yo no había muerto en ninguna guerra alemana, y eso estaba tan claro como que el sol salía cada mañana.
—Es una larga historia —dijo.
Yo le respondí que no tenía que ir a ninguna parte.
La otra vida, explicó el piquete, no era lo que él había esperado. Más fundamentalmente, no era otra vida sobrenaturaclass="underline" era un paraíso hecho por el hombre (o al menos hecho por alguna criatura inteligente), tan artificial como el puente de Brooklyn y a su propia inmensa manera igual de finito. Las almas recuperadas de un millón de planetas eran unidas entre sí en estructuras físicas que él llamó «noosferas», máquinas del tamaño de planetas que viajaban por la galaxia en interminables viajes de exploración. Un paraíso, Caroline, pero no un cielo, y no sin sus problemas y enemigos.
Le pregunté qué enemigos podían tener esos dioses.
—Dos —dijo.
Uno era el Tiempo. La sentiencia había conquistado la mortalidad, al menos a escala galáctica. Desde antes del advenimiento de la humanidad, cualquier criatura calificada como sintiente que muriera dentro del reino efectivo de las noosferas era llevada al paraíso. (Incluidos todos los seres humanos desde el hombre de Neanderthal hasta el presidente Taft y más allá. Algunos, dio a entender, habían necesitado un cierto grado de «redespertar moral» antes de que pudieran ajustarse a la otra vida. Supongo que no somos la especie más miserable de la galaxia, pero tampoco somos con mucho la más angélica.) Pero la propia Sentiencia era mortal, como lo era la galaxia de la Vía Láctea, ¡y de hecho todo el universo en general! Pronunció algunas frases acerca de la «descomposición de las partículas» y la «muerte del calor», que solo seguí vagamente. La suma de todo aquello era que la materia en sí acabaría muriendo. Con toda la inteligencia a su disposición, las noosferas diseñaron una forma de prolongar su existencia más allá de ese punto. Y consiguieron construir un «Archivo», una suma de toda la historia sintiente, que podía ser consultado no solo por las propias noosferas sino por entidades similares fijadas en otras galaxias inconcebiblemente distantes.