El Guilford más viejo comprendió.
Recordó el bosque de Belleau y Bouresches. Recordó un campo de trigo con amapolas. Recordó a Tom Compton, partido en dos por el fuego de ametralladora. Recordó el dolor.
III. JULIO DE 1945
«Para cada época hay un sueño que muere, o uno que está empezando a nacer.»
26
En las tierras bajas de la Campania muchos de los antiguos nombres habían sido revividos. La bahía de Nápoles todavía se abría al mar Tirreno, estaba limitada por el cabo Miseno y la península de Sorrento, seguía dominada por el volcán activo Vesubio (aunque los primeros colonos solían llamarlo el «Viejo Humeante»). El suelo era arable, el clima razonablemente suave. El seco viento de primavera que soplaba de Asia Menor era conocido todavía como el scirocco, el siroco.
Los asentamientos en las laderas de las colinas adoptaban nombres idiosincráticos: Oro Delta, Palaepolis, Fayetteville, Dawson City. Discípulos del utopista Upton Sinclair habían fundado Mutualville en la isla llamada en sus tiempos Capri, aunque el comercio había moderado su estricto régimen comunal. El puerto había sido mejorado para promover los intercambios comerciales. Ahora era común ver cargueros de África, barcos de refugiados de los revueltos territorios de Egipto y Arabia, petroleros norteamericanos donde en su tiempo solo habían habido botes de pesca y jabegueros.
Fayetteville no era el mayor asentamiento de la bahía. En estos días era menos una ciudad independiente que un dedo de Oro Delta, extendida costa abajo, que suministraba a granjeros y trabajadores del campo. Las tierras bajas producían ricas cosechas de maíz, trigo, remolacha azucarera, olivas, nueces y cáñamo. El mar proporcionaba peces embarrancadores, cangrejos curry y lechugas de sal. No se cultivaban cosechas nativas, pero las tiendas de especias estaban bien surtidas con nueces dingo, pepitillas y genjilino recolectadas en las tierras salvajes.
Guilford aprobaba la ciudad. La había visto crecer del asentamiento fronterizo que había sido en los años veinte hasta convertirse en una floreciente y relativamente moderna comunidad. Ahora había electricidad en Fayetteville y todas las demás ciudades napolitanas. Farolas en las calles, asfalto, aceras pavimentadas, iglesias. Y mezquitas y templos para los árabes y los egipcios, aunque en su mayor parte estaban congregados en Oro Delta, más abajo junto al agua. Un cine, repleto de westerns y las ridículas aventuras darwinianas maquinadas por Hollywood. Y todas las demás diversiones menos elegantes: bares, fumaderos, incluso una casa de putas en Follette Road, más allá del pozo de grava.
Hubo una época en la que todo el mundo en Fayetteville conocía a todo el mundo, pero ese tiempo había pasado. Hoy en día uno podía ver todo tipo de rostros extraños por las calles.
Aunque los familiares eran a menudo los más inquietantes.
Guilford había visto últimamente un rostro familiar.
Se cruzaba con él en las empinadas calles cuando salía a pasear. Durante toda la primavera había visto aquel rostro en los momentos más insospechados: mirando desde un campo de trigo y fundiéndose en la bruma marina.
La figura llevaba un raído uniforme militar pasado de moda. El rostro era muy parecido al suyo. Era su doble: el fantasma, el soldado, el piquete.
Nicholas Law, que tenía doce años y estaba ansioso por disfrutar de lo que quedaba del sol del verano, se disculpó y corrió hacia la puerta. La mosquitera resonó al cerrarse a sus espaldas. Guilford tuvo un atisbo de la figura de su hijo a través de la ventana, una forma imprecisa enfundada en un jersey a rayas que se encaminaba colina abajo. Más allá de él solo estaban el cielo y la punta de tierra y el mar azul al atardecer.
Abby salió de la cocina, donde había estado sacando el postre de la nevera. Algo con helado. Helado comprado en la tienda, todavía una novedad en la mente de Guilford.
Se detuvo en seco cuando vio el plato abandonado.
—¿No ha podido esperar al postre?
—Supongo que no. —Stickball al atardecer, pensó Guilford. El amplio patio verde delante de la escuela de Lafayette. Sintió una punzada de dislocada nostalgia.
—¿Tú tampoco tienes hambre?
Llevaba dos postres en la mano.
—Lo probaré —dijo él.
Ella se sentó al otro lado de la mesa, con su agradable rostro escéptico.
—Has perdido peso —dijo.
—Un poco. No es algo necesariamente malo.
—Sales solo demasiado a menudo. —Probó el helado. Guilford reparó en los finos filamentos grises en sus sienes—. Vino un hombre hoy.
—¿Oh?
—Preguntó si esta era la casa de Guilford Law, y yo le dije que lo era, y él preguntó si eras el fotógrafo que tenía la tienda en Spring Street. Dije que lo eras y que probablemente te podría encontrar allí. —Su cuchara se quedó flotando sobre el helado—. ¿Hice bien?
—Perfecto.
—¿Vino a verte?
—Es posible. ¿Qué aspecto tenía?
—Moreno. Con unos ojos extraños.
—¿Extraños de qué forma, Abby?
—Solo… extraños.
Se sintió inquieto por la historia de aquel desconocido en la puerta y Abby sola para recibirle.
—No hay nada de lo que preocuparse.
—No estoy preocupada —dijo Abby cuidadosamente—. A menos que tú lo estés.
Él no se decidió a mentir. Ella no se dejaba engañar fácilmente. Se limitó a sacudir la cabeza. Evidentemente ella quería saber qué ocurría. Y él no podía decírselo.
Jamás había hablado de ello…, con nadie. Excepto en aquella larga carta a Caroline.
Al menos el hombre en la puerta no había sido el doble de Guilford. Después de tantos años, olvidas, pensó. Cuando un recuerdo es tan extraño, tan lejos del rigor de la vida cotidiana, desaparece de tu cabeza…, o resuena allí, medio olvidado, como la bolita en el silbato. Hasta que algo te lo recuerda. Entonces vuelve fresco como un viejo sueño almacenado en hielo, retirado de su envoltura y brillando a la luz del día.
Hasta entonces solo habían sido atisbos, presagios quizá; augurios; extraños recuerdos. Quizá no significaba nada, aquel rostro joven siguiéndole en una multitud y luego desapareciendo, mirándole como un triste desecho desde los callejones al atardecer. Deseaba pensar que no significaba nada. Temía otra cosa.
Abby terminó el postre y se llevó los platos.
—Hoy llegó el correo de Nueva York —dijo—. Te lo dejé junto a tu silla.
Se alegró de verse liberado de aquella oscura cadena de pensamientos. Se trasladó a lo que Abby llamaba «la sala de estar», aunque solo era el largo extremo sur de la sencilla casa rectangular que Guilford había construido, en su mayor parte a mano, hacía una década. Había señalado la estructura y llenado los cimientos; un constructor local había levantado las paredes de tingladillo y cubierto el edificio. Las casas eran fáciles de hacer en un clima cálido. Fueron Abby y Nicholas quienes dieron vida a la casa, con fotos enmarcadas y tapetes en las mesas y fundas para los sillones, con pelotas de caucho y juguetes de madera acechando debajo de los muebles.
El correo era varios números atrasados de Astounding, más un fajo de periódicos de Nueva York. Los periódicos parecían deprimentes: detalles de la guerra con Japón, mejor informados que la cobertura telegráfica del Fayetteville Herald pero más antiguos.
Guilford se ocupó primero de las revistas. Su gusto por la fantasía había disminuido en los años después de la pérdida de Caroline y Lily, pero las nuevas revistas lo habían reavivado. Enormes máquinas aéreas, viajes planetarios, vida alienígena: todas esas cosas le parecían a la vez más o menos plausibles de lo que acostumbraban antes. Pero las historias le arrastraban.