Los ojos de ella expresaron una grave reserva.
—Supongo que no.
—Haz que Nick se quede en casa hoy.
—Muchas gracias por el desayuno, señora Law —dijo Tom Compton—. Estaba delicioso.
El hombre de la frontera no había cambiado en veinticinco años. Había recortado algo su barba desde aquel horrible invierno, y se le veía más corpulento —más saludable—, pero nada fundamental había cambiado. Un poco más curtido, pero ningún síntoma de edad.
Exactamente como yo, pensó Guilford.
—Tiene usted buen aspecto, Tom.
—Los dos estamos tan sanos como caballos, por razones que debe de haber usted imaginado. ¿Qué le dice a la gente, Guilford? ¿Miente acerca de su edad? Nunca fue un problema para mí…, yo nunca permanecí el tiempo suficiente en un mismo lugar.
Se sentaron juntos en el crujiente porche delantero de la casa. El aire matutino ascendía por la ladera desde la bahía, fresco como el agua fría y con el aroma de las cosas que crecen. Tom llenó su pipa pero no la encendió.
—No sé lo que quiere decir —murmuró Guilford.
—Sí, sí lo sabe. También sabe que yo no estaría aquí si no fuera importante. Así que no paleemos demasiada mierda, ¿de acuerdo?
—Ha sido un cuarto de siglo, Tom.
—No es que no comprenda la urgencia. Me tomó diez años, personalmente hablando, antes de que cediera y dijera de acuerdo, el mundo se está jodiendo y yo he sido elegido para ayudar a remendarlo. No es una cosa fácil de creer. Si es cierta es jodidamente aterradora, y si no es cierta entonces todos nosotros deberíamos estar encerrados.
—¿Todos nosotros?
El hombre de la frontera aplicó un fósforo a la cazoleta.
—Hay cientos como nosotros. Me sorprende que no lo sepa.
Guilford permaneció sentado en silencio durante un tiempo a la luz de la mañana. No había dormido mucho. Le dolía el cuerpo, le dolían los ojos. Hacía apenas doce horas había estado en Fayetteville contemplando las cenizas de su negocio. Dijo:
—No quiero parecer poco hospitalario, pero tengo muchas cosas en la cabeza.
—Tiene que parar usted esto. —La voz del hombre de la frontera era solemne—. Jesús, Guilford, mírese, viviendo como un hombre mortal, casado, por el amor de Dios, y con un chico además. No es que le culpe por desearlo. A mí también me hubiera gustado este tipo de vida. Pero somos lo que somos. Usted y Sullivan solían felicitarse por ser de mentes tan jodidamente abiertas, no como el viejo Finch, que convertía en historia sus deseos. Pero aquí está, Guilford Law, un sólido ciudadano, no importa las muchas pruebas que hay de lo contrario, y Dios ayude a cualquiera que no le siga el juego.
—Mire, Tom…
—Mire usted. Su tienda ha ardido. Tiene enemigos. La gente dentro de esta casa corre peligro. A causa de usted. De usted, Guilford. Mejor enfrentarse a la dura verdad que a una esposa y a un hijo muertos.
—Quizá no debiera usted haber venido.
—Le echaremos la culpa a mi peludo culo. —Agitó la cabeza—. Por cierto, Lily está en la ciudad. Se aloja en un hotel en Oro Delta. Quiere verle.
El corazón de Guilford dio un doble latido.
—¿Lily?
—Su hija. Si es que todavía la recuerda.
Abby no supo lo que el recio montañés le había dicho a su esposo, pero pudo leer la impresión en el rostro de Guilford cuando este cruzó de nuevo la puerta.
—Abby —dijo—, creo que quizá fuera mejor que tú y Nick empaquetarais algunas cosas y fuerais a pasar una semana con tu primo en Palaepolis.
Ella se arrojó a sus brazos, se recompuso, alzó la vista hacia él.
—¿Por qué?
—Solo por seguridad. Hasta que sepamos qué es exactamente lo que está pasando.
Vives tanto tiempo con un hombre, pensó Abby, que aprendes a escuchar más allá de sus palabras. No habría ninguna discusión. Guilford estaba asustado, profundamente asustado.
El miedo era contagioso, pero ella lo mantuvo atado en un nudo justo debajo de su esternón: Nicholas no debía verlo.
Se sintió como una actriz en una obra recordada solo a medias, luchando por memorizar sus líneas. Durante años había anticipado, bueno, no esto ciertamente, pero sí algo, algún clímax o crisis invadiendo sus vidas. Porque Guilford no era un hombre ordinario.
No era solo su aspecto juvenil, aunque eso se había hecho muy obvio —sorprendentemente obvio— en los últimos años. No solo su pasado, del que raras veces hablaba y que guardaba celosamente. Algo más que eso. Guilford era alguien aparte de la raza ordinaria de hombres, y él lo sabía, y no le gustaba.
Ella había oído historias. Cuentos de viejas. La gente hablaba de los Hombres Viejos, con cuyo nombre que daban a entender a los venerables hombres de la frontera que todavía vagaban por la ciudad de tanto en tanto. (Este Tom Compton era un espléndido ejemplo.) Las historias hablaban de las largas noches entre Navidad y Pascua: los Hombres Viejos sabían más que lo que decían. Los Hombres Viejos guardaban secretos.
Los Hombres Viejos no eran enteramente humanos.
Ella nunca había creído en estas cosas. Escuchaba lo que hablaban los otros y sonreía.
Pero hacía dos inviernos Guilford estaba fuera cortando leña, y su mano había resbalado en el mango de la vieja hacha, y la hoja se había clavado profundamente en la carne de su pierna izquierda por debajo de la rodilla.
Abby estaba en la ventana orlada de escarcha, mirando. El pálido sol todavía no se había puesto. Lo había visto todo con perfecta claridad. Había visto la hoja cortar la carne —él mismo la había arrancado de su pierna, del mismo modo que la habría arrancado de un tronco de húmeda madera—, y ella había visto la sangre en la hoja y la sangre en el apisonado suelo. Por unos momentos pareció como si su corazón fuera a pararse. Guilford dejó que el hacha escapara de su mano y cayó, con el rostro repentinamente blanco.
Abby corrió a la puerta de atrás, pero cuando hubo cruzado la distancia que la separaba de él Guilford ya había conseguido, imposiblemente, ponerse de nuevo en pie. La expresión de su rostro era extraña, apagada. La miró con lo que hubiera podido interpretarse como vergüenza.
—Estoy bien —dijo. Abby se sobresaltó. Pero cuando él le mostró la herida esta ya estaba cerrada…, solo una débil línea de sangre allá donde se había clavado el hacha.
No es posible, pensó Abby.
Pero él no quiso hablar de ello. Era solo un rasguño, insistió; si ella había visto alguna otra cosa se trató de un engaño de la luz del atardecer.
Y por la mañana, cuando se vistió, ni siquiera había una cicatriz allá donde la hoja había cortado.
Y Abby había alejado aquello de su mente, porque Guilford así lo deseaba y porque ella no comprendía lo que había visto…, quizás él tuviera razón, tal vez no era lo que ella había pensado, aunque la sangre en el suelo había sido real, y la sangre en el hacha también.
Pero tú no ves algo así, pensó Abby, y lo olvidas. La memoria persistía.
Persistía como un sutil conocimiento de que las cosas no eran lo que parecían, de que Guilford era quizás algo más de lo que a ella le había permitido saber; y de que, por implicación, su vida nunca podría ser una vida enteramente normal. Llegaría alguna mañana, se había dicho Abby, en la que habría que pagar.
¿Era esta la mañana?
No podía decirlo. Pero la piel de la ilusión se había rasgado. Y esta vez puede que la sangre no dejara de manar.