—Sé lo que quiere decir —respondió Lily gravemente—. Gracias, señora Law.
Y Abby pensó: ¿Qué sabes acerca de los Hombres Viejos? ¿Quién te introdujo en sus secretos? ¿Cuánto sabe Guilford? ¿Quién está ahí fuera en la oscuridad deseando matar a mi esposo, a mi hijo?
No había tiempo para eso ahora. Estas cosas se habían convertido en lujos: miedo, ira, asombro, dolor.
Nicholas alzó la vista al rostro de su padre cuando Guilford alisó las mantas sobre él.
La luz de las velas hacía que todo pareciera extraño. La propia casa parecía más grande —más vacía—, como si se hubiera expandido hacia las sombras. Nick sabía que algo iba muy mal, que las puertas y ventanas estaban cerradas contra alguna amenaza. «Tipos malos», había oído decir a Tom Compton. Lo cual hacía a Nick pensar en las películas. Usurpadores de tierras, buscavidas, hombres robustos con oscuras ojeras alrededor de los ojos. Asesinos.
—Duerme si puedes —le dijo su padre—. Arreglaremos todo esto por la mañana.
El sueño estaba muy lejos de él. Nick alzó la vista hacia el rostro de su padre con una sensación de pérdida que fue como una puñalada.
—Buenas noches, Nick —dijo su padre, y le revolvió el pelo.
Nicholas se oyó decir:
—Adiós.
Lily hizo la guardia de la cocina.
La casa tenía dos puertas, delantera y trasera, una sala de estar y una cocina. La cocina era más defendible, con su única pequeña ventana y su estrecha puerta. La puerta estaba cerrada con llave. La ventana estaba asegurada también, pero Lily comprendió que ni puerta ni ventana presentarían mucho obstáculo a un enemigo decidido.
Se sentó en una silla de madera con el viejo rifle Remington apoyado en su regazo. Puesto que la habitación estaba a oscuras, Lily había entreabierto una rendija las persianas y había acercado su silla a la ventana. No había luna esta noche, solo unas pocas brillantes estrellas, pero podía ver las luces de los cargueros en la bahía, una constelación terrestre.
El rifle era reconfortante. Aunque ella nunca había disparado contra nada más grande que un conejo.
Bienvenidos a Fayetteville, pensó. Bienvenidos a Darwinia.
Durante toda su vida Lily había leído sobre Darwinia, había hablado de Darwinia —soñado dormida y despierta en Darwinia— con gran consternación de su madre. El continente la fascinaba. Desde su infancia había deseado sondear por sí misma su extrañeza. Y allí estaba ahora: sola en la oscuridad, defendiéndose contra demonios.
Ve con cuidado, muchacha, con lo que deseas.
Conocía virtualmente toda la ciencia natural sobre Darwinia, lo cual no era mucho. Detalles en abundancia, por supuesto, e incluso alguna teoría. Pero la gran pregunta central, el simple y afligido por qué humano, permanecía sin respuesta. Era interesante, sin embargo, que al menos otro planeta en el sistema solar hubiera sido tocado por el mismo fenómeno. Tanto el Observatorio Real en Ciudad del Cabo como el Observatorio Nacional en Bloemfontein habían publicado fotografías de Marte mostrando una diferenciación estacional y un indicio de grandes masas de agua. Un nuevo mundo en el cielo, una Darwinia planetaria.
Las cartas de su padre habían dado sentido a todo aquello, aunque ella difícilmente parecía comprenderlo. Guilford y Tom y todos los Hombres Viejos habían hecho lo que el amigo de Guilford, Sullivan, no pudo: explicar el Milagro en términos seculares. Era una explicación extravagante, ciertamente, y no podía imaginar qué tipo de experimento podía confirmarla. Pero toda esta extraña teografía de Archivos y ángeles y demonios no podía haber surgido en tantos lugares o concordar en tantos detalles si no fuera sustancialmente cierta.
Al principio había dudado…, desechado las notas y cartas de Guilford como las alucinaciones de un superviviente medio muerto de hambre. Jeffersonville había cambiado su modo de pensar. Tom Compton había cambiado su modo de pensar. Había recibido la confianza de los Hombres Viejos, y eso no solamente había cambiado su modo de pensar sino que la había convencido de la futilidad de escribir sobre nada de aquello. No se le permitiría, y aunque lo consiguiera no sería creída. Porque, por supuesto, no había ninguna ciudad en ruinas en las montañas alpinas. Nunca había sido cartografiada, fotografiada, sobrevolada o vista desde ninguna distancia, excepto por la desaparecida expedición Finch. Los demonios, decía Tom, la habían cosido como una manga desgarrada. Podían hacer eso.
Pero, al menos de alguna forma intangible, todavía estaba allí.
Se mantuvo despierta imaginando esa ciudad en las profundidades de Darwinia: el antiguo y desalmado ombligo del mundo. El eje del tiempo. El lugar donde los muertos se reunían con los vivos. Deseó poder verla, aunque sabía que el deseo era absurdo; aunque pudiera encontrarla (y no podía, ella solo era mortal), la ciudad era un lugar peligroso, posiblemente el lugar más peligroso en la superficie de la Tierra. Pero se sentía atraída por la idea de su extrañeza de la misma forma que, cuando niña, había amado en un tiempo ciertos nombres en el mapa: el monte Kosciusko, la gran Cuenca Artesiana, el mar de Tasmania. La atracción de lo exótico, y bendita fuera aquella niña de Wollongong por desearlo. Pero aquí estoy ahora, pensó, con este rifle en mi regazo.
Nunca vería la ciudad. Aunque Guilford la vería de nuevo. Tom se lo había dicho. Guilford estaría allí, en la Batalla…, a menos que su obcecado amor por el mundo lo retuviera.
—Guilford ama demasiado el mundo —le había dicho Tom—. Lo ama como si fuera real.
¿No lo es?, había preguntado ella. Aunque el mundo esté hecho de números y de máquinas…, ¿no es lo bastante real para amarlo?
—Para usted —había admitido Tom—. Algunos de nosotros no podemos permitirnos pensar de ese modo.
Los hindúes hablaban de desprendimiento, ¿o eran los budistas? Abandonar el mundo. Abandonar el deseo. Qué horrible, pensó Lily. Era horrible preguntárselo a alguien, y mucho menos a Guilford Law, que no solo amaba al mundo sino que sabía lo frágil que era.
El viejo rifle estaba cruzado sobre sus piernas con un peso terrible. Nada se movía más allá de la ventana excepto las estrellas encima del agua, distantes soles deslizándose a través de la noche.
Abby, sin armas, estaba acurrucada en un rincón de la estancia penumbrosamente iluminada por las velas. En algún momento después de medianoche Guilford se acercó y se sentó en el suelo a su lado. Puso una mano en su hombro. La piel de ella estaba fría bajo el calor de su palma.
—Nunca volveremos a estar seguros aquí —dijo ella.
—Si tenemos que hacerlo, Abby, nos iremos. Nos trasladaremos más arriba del territorio, adoptaremos otro nombre…
—¿Servirá de algo? Aunque vayamos a alguna otra parte, a un lugar donde nadie nos conozca…, ¿qué entonces? ¿Te quedarás mirando mientras yo me voy haciendo vieja? ¿Me verás morir? ¿Verás a Nicholas envejecer también? ¿Esperarás que el milagro que fuera que te puso aquí acuda y se te lleve de nuevo?
Él se echó hacia atrás, sorprendido.
—No hubieras podido ocultarlo mucho más tiempo. Todavía pareces como si recién hubieras cumplido los treinta.
Él cerró los ojos. No morirás, le había dicho su fantasma, y él había contemplado cómo sus cortes curaban milagrosamente, había observado la gripe pasar por su lado sin hacerle nada mientras se llevaba consigo a su hija pequeña. Se odiaba por ello, muy a menudo.