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Pero la mayor parte de las veces simplemente fingía. Como con Abby: Abby envejeciendo, Abby muriendo…

Sanaba rápidamente, pero eso no significaba que no pudiera morir. Algunas heridas eran irrevocables, e incluso Tom era muy consciente de ello. No podía imaginar un futuro más allá de Abby, aunque eso significara arrojarse desde un acantilado o meterse el cañón de una pistola en la boca. Todo el mundo tenía derecho a morir. Nadie merecía un siglo de dolor.

Abby pareció leer sus pensamientos. Tomó su mano y la mantuvo entre las suyas.

—Haz lo que tengas que hacer, Guilford.

—No dejaré que te hagan ningún daño, Abby.

—Haz lo que tengas que hacer —repitió ella.

31

El primer disparo rompió una ventana de la sala de estar.

Nicholas, que había estado dormitando, se sentó envarado en el sofá y se echó a llorar. Abby corrió hasta él, le hizo bajar la cabeza.

—Agáchate —dijo—. ¡Agáchate, Nicky, y cúbrete la cabeza!

—¡Quédate con él! —gritó Guilford. Más balas atravesaron la ventana, agitando las cortinas como un viento huracanado, abriendo agujeros del tamaño de puños en la pared opuesta.

—Protege esta habitación —dijo Tom—. Lily, arriba conmigo.

Deseaba una ventana que mirara al este y tuviera una cierta elevación. El amanecer estaba solo a veinte minutos. A estas horas ya habría luz en el cielo.

Guilford se acurrucó detrás de la puerta delantera. Disparó un par de tiros al azar a través de la rendija para el correo, con la esperanza de desanimar a quien fuera que estuviese al otro lado.

Una andanada de balas atravesó como respuesta la puerta de madera de mezquita encima de él. Se agachó bajo una lluvia de astillas.

Las balas fracturaron la madera, el yeso, los muebles, las cortinas. Una de las velas de la cocina de Abby se apagó. El olor de madera quemada se hizo punzante e intenso.

—¿Abby? —llamó—. ¿Estás bien?

La habitación que miraba al este era la de Nick. Sus modelos de aviones de madera de balsa estaban alineados en un estante con su radio de galena y su colección de conchas marinas.

Tom Compton arrancó las cortinas de la ventana e hizo saltar de una patada el cristal del panel inferior.

La casa resonaba todavía con los ecos del sonido de cristales rotos.

El hombre de la frontera se agachó bajo el umbral, alzó brevemente la cabeza y volvió a agacharse.

—Veo cuatro de ellos —dijo—. Dos ocultos detrás en los coches, al menos dos más fuera junto al olmo. ¿Tiene buena puntería, Lil?

—Sí. —No tenía ningún sentido ser modesta. Aunque nunca había disparado con aquel Remington.

—Dispare hacia el árbol —dijo Tom—. Yo cubriré los blancos más cercanos.

No había tiempo para pensar. No dudó, simplemente se apoyó en el marco de la ventana con la mano izquierda y empezó a disparar su pistola a un ritmo firme y rápido.

El perlino cielo arrojaba una débil luz. Lily fue a la ventana, exponiendo la cabeza tan poco como le fue posible, y tomó puntería sobre el olmo, y luego sobre la forma imprecisa a su lado. Disparó.

No era un conejo. Pero podía imaginar que lo era. Pensó en la granja en las afueras de Wollongong, disparando contra los conejos con Colin Watson cuando todavía lo llamaba «papá». En aquellos días el rifle había parecido más grande y pesado. Pero se sentía firme con él. Colin le enseñó a anticipar el ruido, el retroceso.

La hacía sentir mal cuando morían los conejos, y eran colocados en fila como arrugadas bolsas de papel sobre la seca tierra. Pero los conejos eran una plaga; aprendió a reprimir la simpatía.

Y la de aquí era otra plaga. Disparó calmadamente el rifle. Le golpeó el hombro. Un cartucho resonó al rebotar contra el suelo de madera de la habitación de Nick y se metió debajo de la cama.

¿Había caído la figura-sombra? Creía que sí, pero la luz era tan pobre…

—No se detenga —dijo Tom mientras recargaba su arma—. No se derriba a esa gente con un solo disparo. No son tan fáciles de matar.

Guilford había perdido la sensibilidad de su pierna izquierda. Cuando bajó la vista vio una oscura humedad por encima de su rodilla y olió a sangre y carne magullada. La herida ya estaba sanando, pero sin duda había sido seccionado un nervio; repararlo tomaría su tiempo.

Se arrastró hacia el sofá, dejando un pequeño reguero de sangre.

—¿Abby? —dijo.

Más balas atravesaron las arruinadas puerta y ventana. Al otro lado de la habitación las cortinas de tela de Abby empezaron a arder sin llama, rezumando oscuro humo. Algo golpeó repetidamente contra la puerta de la cocina.

—¿Abby?

No hubo respuesta del sofá.

Oyó los disparos de Tom y Lily arriba, gritos de dolor y confusión fuera.

—¡Háblame, Abby!

El respaldo del sofá había sido alcanzado varias veces. Partículas de tapicería y del relleno de algodón colgaban en el aire como sucia nieve.

Apoyó su mano en un charco de sangre; no era suya.

—Cuento cuatro derribados —dijo Tom Compton—, pero no seguirán así a menos que terminemos con ellos. Y puede que haya más en la parte de atrás. —Pero ninguna ventana del primer piso miraba en esa dirección.

Se apresuró escaleras abajo. Lily le siguió de cerca. Sus manos temblaban ahora. La casa olía a cordita y a humo y a sudor masculino y a cosas peores.

Abajo en la sala de estar, el hombre de la frontera se detuvo en seco en el arco de la entrada y dijo:

—¡Oh, Cristo!

Alguien había entrado por la puerta de atrás.

Un hombre gordo con el uniforme gris de la Policía Territorial.

—Sheriff Carlyle —dijo Guilford.

Guilford estaba evidentemente herido y ofuscado, pero había conseguido mantenerse en pie. Una mano aferraba su ensangrentado muslo. Tendió la otra implorante. Había dejado caer su pistola junto al sofá…

Junto al sofá empapado en sangre.

—Están heridos —dijo Guilford en un lamento—. Tiene que ayudarme a llevarlos a la ciudad. Al hospital.

Pero el sheriff se limitó a sonreír y a alzar su pistola.

El sheriff Carlyle: uno de los tipos malos.

Lily luchó por apuntar con su rifle. Su corazón latía alocado, pero su sangre se había convertido en un frío cieno.

El sheriff disparó dos veces antes de que Tom lo enviara de un solo tiro girando sobre sí mismo contra la pared.

El hombre de la frontera se acercó al caído sheriff. Le disparó tres balas más a quemarropa hasta que su cabeza estuvo tan roja e informe como uno de los conejos de Colin Watson.

Guilford estaba tendido en el suelo, y la sangre manaba como una fuente de la herida en el pecho.

Abby y Nicholas estaban detrás de la inútil fortaleza del sofá, inexpresablemente muertos.

Interludio

Guilford despertó a la sombra del olmo, en la alta hierba, junto a un macizo de falsas anémonas azules como hielo glacial. Una suave brisa enfriaba su piel. La difusa luz del día mantenía todos los objetos suspendidos en su uniforme brillo, como si su percepción hubiera sido profundamente lavada de todo defecto.

Pero el cielo era negro y estaba lleno de estrellas. Eso era extraño.

Giró la cabeza y vio al piquete de pie a unos pocos pasos de distancia. Su yo-sombra. Su fantasma.

Probablemente hubiera debido sentir miedo. Misteriosamente, no lo sentía.

—Tú —consiguió decir.

El piquete —joven todavía, vestido aún con su desgastado uniforme— sonrió con simpatía.

—Hola, Guilford.

—Hola.

Se sentó. En la parte de atrás de su mente estaba la royente sensación de que algo iba mal, terriblemente mal, trágicamente mal. Pero el recuerdo se negaba a salir a la superficie.