Выбрать главу

Pero siempre se iba escaleras arriba con las putas.

Esta noche fue un poco diferente.

A mediados de septiembre, el Schaffhausen solía atraer estrictamente a la gente del lugar. Multitudes de finales del verano, madereros y criadores de serpientes, turistas de renta baja que recorrían el trazado del ferrocarril en busca de lugares más cálidos donde ir. El propietario había contratado a una banda de jazz de Tilson en un esfuerzo por atraer clientes, pero los músicos eran caros y se metían con las mujeres, y al trompetista le gustaba tocar escalas borracho en la plaza de la ciudad al amanecer. Así que la cosa no había durado. Con la llegada de septiembre el Schaffhausen volvió a su calma habitual.

Entonces habían empezado a aparecer los antiguos. (Los Hombres Viejos, los llamaban algunos). Al principio no parecieron inusuales. Gente así pasaba constantemente por Randall, alquilando alguna vieja y polvorienta habitación durante un tiempo y luego marchándose. Pagaban sus cuentas, no hacían preguntas, no respondían preguntas. Eran un hecho de la vida, como las serpientes salvajes que merodeaban por las montañas del sur.

Pero últimamente algunos de esos hombres se habían quedado más tiempo de lo habitual, y habían llegado más, y se sentaban en grupos en el Schaffhausen discutiendo acerca de dios sabía qué en tonos bajos, y la curiosidad de Karen se vio estimulada pese a sus mejores intenciones.

Así que cuando Guilford Law se sentó en la barra y pidió una copa, ella se la puso delante y dijo:

—¿Hay alguna convención o algo así en la ciudad?

Él le dio enconadamente las gracias por la copa. Luego dijo:

—No sé lo que quiere decir.

—Y un infierno no sabe.

Él le lanzó una larga mirada.

—Karen, ¿no es así?

—Ajá.-Sí, señor vengo-aquí-todas-las-noches-desde-hace-un-año, ese es mi nombre.

—Karen, esa es una pregunta delicada.

—En otras palabras, no es asunto mío. Pero está ocurriendo algo.

—¿De veras?

—Solo si una tiene ojos. Cada rata de la vía y piojo de la madera en los Territorios debe de estar aquí esta noche. Tienen ustedes un aspecto inconfundible, ¿sabe?

Como algo muerto de hambre y molido a golpes que se niega a morir. Pero no le dijo eso.

Durante una fracción de segundo tuvo la impresión de que él iba a confiarle algo. La expresión que cruzó su rostro era de una soledad humana tan pura que Karen se dio cuenta de que le temblaba el labio inferior.

Lo que dijo el hombre fue:

—Es usted una chica muy hermosa.

—Esta es la primera vez en quince años que alguien me llama chica, señor Law.

—Va a ser un otoño duro.

—¿De veras?

—Puede que no me vea durante un tiempo. Le diré lo que haré. Si vuelvo por primavera, vendré a verla. Si no hay inconveniente por su parte, quiero decir.

—Por mí ninguno, supongo. Pero falta mucho para la primavera.

—Y si no vuelvo…

¿Volver de dónde? Aguardó a que él terminara.

Pero él apuró su copa y sacudió la cabeza.

Una chica muy hermosa, había dicho él.

Recibía una docena de falsos cumplidos al día de hombres que estaban borrachos o eran indiferentes. Los cumplidos no significaban nada. Pero lo que había dicho Guilford Law no se apartó de su cabeza durante toda la tarde. Tan simple, pensó. Y triste, y curioso.

Quizá volviera realmente a verla…, y quizá fuera estupendo para ella.

Pero esta noche él terminó su copa y se fue a casa solo, moviéndose como un animal herido. Ella lo desafió con los ojos. Él desvió la mirada.

33

Lily dejó el trabajo a las cuatro y media y tomó el autobús al Museo Nacional. El día era frío, claro, vigorizante. El autobús estaba atestado con melancólicos trabajadores, hombres de mediana edad con trajes de estambre y sombreros arrugados. Ninguno de ellos comprendía la inminencia de la guerra celeste. Lo que deseaban, según había podido comprobar, era un cóctel, la cena, un cóctel después de la cena, acostar a los niños, poner uno de los dos canales nacionales en la televisión, y quizás una cabezada antes de irse a la cama.

Los envidiaba.

Había una exposición temática en el Museo, anunciada en inmensas pancartas que colgaban verticales como señoriales gallardetes suspendidas sobre las puertas:

La transformación de Europa

Comprender un Milagro

«Milagro», supuso, para apaciguar a los grupos de presión religiosos. Todavía prefería pensar en el continente como Darwinia, el viejo apodo de Hearst. La ironía se había perdido; la mayoría de la gente reconocía que Europa poseía una historia fósil propia, significara lo que esto significara, y podía imaginar muy bien al joven Charles Darwin coleccionando escarabajos en las marismas del Rin, intentando desentrañar el misterio del continente. Aunque quizá no su misterio central. Bajar del autobús, cruzar el frío aire hasta el interior de las salas del museo iluminadas por sus luces fluorescentes.

La exposición era inmensa. Lily ignoró la mayoría de ella y caminó directamente al expositor de cristal dedicado a la expedición Finch de 1920 y al breve conflicto angloamericano. Allí había muestras de antiguas brújulas, prensas para plantas, teodolitos, una tosca reliquia conmemorativa recuperada años después del suceso junto al Rin un poco más abajo del Bodensee: Dr. Thomas Markland Gillvany, in memoriam. Fotografías de los miembros de la expedición: Preston Finch, ridículamente envarado con su sombrero para protegerse del sol; el delgado Avery Keck; el desafortunado Gillvany; el pobre y martirizado John Watts Sullivan… Diggs, el cocinero, no estaba representado, como tampoco lo estaba Tom Compton, pero allí estaba su padre, Guilford Law, con barba de un día y una camisa de franela, en su anterior expedición al río Gallatin, un joven de ceño fruncido con una cámara de cajón y sucias uñas.

Tocó el cristal del expositor con la yema de un dedo. Hacía veinte años que no veía a su padre, no desde aquella terrible mañana en Fayetteville, con el sol asomándose, le había parecido, sobre un océano de sangre.

Él no había muerto. Por graves que fueran sus heridas, sanó rápidamente. Había sido mantenido en observación en el hospital del condado de Oro Delta: la Policía Territorial quería que explicara las muertes de Abby, Nicholas, tres forasteros anónimos y el sheriff Carlyle. Pero fue dado de alta mucho antes de lo que los médicos habían anticipado; abandonó el hospital en el turno de medianoche tras reducir a un guardia. Se emitió una orden de busca y captura, pero apenas fue algo más que un gesto testimonial. El continente engullía enteros a los fugitivos.

Todavía estaba ahí fuera.

Lo sabía. Los Hombres Viejos la contactaban de tanto en tanto. Periódicamente, les decía lo que había averiguado gracias a su trabajo de secretaria en la oficina de Matthew Crane —un funcionario del Departamento de Defensa controlado por los demonios—, y ellos la tranquilizaban de que su padre todavía estaba vivo.

Todavía ahí fuera, deshaciendo el Apocalipsis.

El momento, insistían, era inminente.

Lily se detuvo ante un diorama iluminado.

Era un bípedo fósil darwiniano —no podía recordar ni pronunciar su nombre latino—, un monstruo de dos piernas y cuatro brazos que había cazado por las llanuras europeas tan recientemente como la Era Glacial, y una bestia auténticamente formidable. El esqueleto en el diorama medía dos metros y medio de alto, con una enorme espina ventral a la que en sus tiempos habían estado unidas densas bandas de músculos, un cráneo de amplia bóveda, una mandíbula llena de dientes afilados como cuchillos. Y allí a su lado una reconstrucción, completa con su piel quitinosa, sus ojos de cristal, sus aserradas garras largas como cuchillos de cocina, desgarrando la garganta de una serpiente de pelo.