Una exposición del museo, como la fotografía de Guilford Law; pero Lily sabía que ni su padre ni la Bestia estaban realmente extintos.
—Vamos a cerrar pronto, señora.
Era el guardia nocturno, un hombre bajo con una barriga fláccida, una voz nasal, y unos ojos mucho más viejos que su rostro. No conocía su nombre, aunque se habían encontrado a menudo antes, siempre de esa misma forma. Era su contacto.
Como antes, ella puso un libro en la mano de él. Había comprado el libro ayer en una cadena de almacenes en Arlington. Era un libro de divulgación científica, Los canales marcianos reconsiderados, con las últimas fotografías de Palomar, pero Lily solo le había dedicado una hojeada. Intercalados entre sus páginas había documentos que ella había fotocopiado del trabajo.
—Alguien debe de haberse dejado esto —dijo.
El guardia aceptó el libro en sus gruesas manos.
—Lo llevaré a Objetos Recuperados.
Había intercambiado con ella esas mismas palabras tan a menudo que Lily había empezado a pensar en ello como en otro nombre para los Hombres Viejos, los Veteranos, los Inmortales: los Recuperados.
—Gracias. —Tuvo el valor de sonreír antes de alejarse.
Hacerse viejo, pensaba Matthew Crane, es como la justicia. No solo debe ocurrir, sino que debe verse que ocurre.
Había ideado un cierto número de técnicas para asegurarse de que no parecía llamativamente joven.
Una vez al año —cada otoño— se retiraba a la intimidad de su cuarto de baño de mármol, se bañaba, se secaba concienzudamente con la toalla, se sentaba delante del espejo con unas pinzas, y se dedicaba a arrancarse metódicamente pelos de la cabeza para crear el efecto de una creciente calvicie. Los dioses no eran lo suficientemente considerados como para anestesiarle durante el proceso, pero se había ido acostumbrando al dolor.
Una vez terminaba esto, marcaba unas cuantas arrugas nuevas en su rostro con el filo de una navaja.
La técnica era delicada. Era cuestión de cortar profundamente (pero no demasiado profundamente) y a menudo. Esta zona en la comisura del ojo, por ejemplo. Tenía mucho cuidado de no cortar el ojo en sí, empujando firmemente la hoja hacia fuera a lo largo de la mejilla. La sangre manaba brevemente. Seca y repite. Después del tercer o cuatro corte, la testarudamente inmortal carne exhibía una cicatriz permanente que podía pasar por una arruga.
Artístico.
Sabía, por supuesto, lo que parecería todo aquello a un individuo no preparado: algo horrible. Corta, seca, corta de nuevo, como un doctor practicando cirugía craneal en un cadáver, y cuidado con los nervios que hay debajo de la piel. Una vez se había provocado una caída del labio que había durado tres días y había impulsado a uno de sus ayudantes a inquirir si no había sufrido una apoplejía. Era un trabajo delicado que requería paciencia y mano firme.
Mantenía todo el instrumental en una bolsa de piel en el botiquín, el Kit de Maquillaje del Inmortaclass="underline" navajas, una piedra de afilar, bolas de algodón, pinzas.
Para aproximarse a la aspereza de la piel vieja, había descubierto que era muy útil el papel de lija.
Prefería un número diez, aplicado hasta que sangraban los poros.
Evidentemente, la ilusión no podía mantenerse indefinidamente. Pero tampoco sería necesario. Pronto la guerra tomaría otro giro distinto; podrían despojarse de sus disfraces; en seis meses, un año…, bueno, todo sería diferente. Al menos eso era lo que se le había prometido.
Terminó con la navaja, la limpió, enjuagó las gotitas de sangre de la piel, echó las bolas de algodón ensangrentadas a la taza del wáter. Se sintió satisfecho de su trabajo, y ya iba a abandonar el cuarto de baño cuando observó algo peculiar en sí mismo. La uña del dedo índice de su mano izquierda faltaba. El espacio donde debería haber estado la uña estaba vacío…, una húmeda indentación rosada.
Aquello era extraño. No recordaba haber perdido la uña. No había habido dolor.
Extendió ambas manos delante de sus ojos y las inspeccionó con una profunda inquietud.
Descubrió otras dos uñas perdidas, la del pulgar derecho y la del meñique derecho. Experimentalmente, tiró de la uña del otro pulgar. Se desprendió de la carne con un nauseabundo sonido de succión y cayó en el cuenco del lavabo, donde quedó brillando como el élitro de un escarabajo en la porcelana.
Bueno, pensó. Esto es nuevo.
¿Alguna especie de enfermedad de la piel? Pero seguramente pasaría. Las uñas volverían a crecer. Así era como funcionaban las cosas, después de todo. Él era inmortal.
Pero los dioses guardaron silencio sobre el tema.
34
El último cliente de Elias Vale era una mujer caribeña que se estaba muriendo de cáncer.
Se llamaba Felicity, y había acudido a través de la lluvia otoñal caminando dificultosamente sobre sus piernas como palillos hasta la miserable suite de Vale en el distrito de Coaltown de Nueva Dresde. Llevaba un traje estampado con flores que colgaba sobre su hueco cuerpo como una tienda de campaña colapsada. Los tumores —tal como los percibió su dios— habían invadido ya sus pulmones y sus entrañas.
Cerró las contraventanas a la vista de las húmedas calles, los oscuros rostros, las naves industriales, el acre aire. Felicity, setenta años, suspiró ante la disminución de la luz. Al principio se había sentido impresionada por los rotos contornos del rostro de Vale. Aquello estaba bien, pensó Vale. Miedo y asombro eran vecinos confortables.
—¿Moriré? —preguntó Felicity, con una voz aún llena de inflexiones de Spanish Town.
No se necesitaba un psíquico para ese diagnóstico. Cualquier hombre honesto se daría cuenta de inmediato de que se estaba muriendo. La maravilla era que hubiera sido capaz de subir el tramo de escaleras hasta la consulta de Vale. Pero por supuesto ella no había venido a oír la verdad.
Vale se sentó frente a ella al otro lado de una pequeña mesa de madera, con una pata más corta nivelada con un libro de cartas astrológicas. Los ojos amarillos de Felicity relucieron a la acuosa luz. Sullivan le ofreció su mano. La mano de él era suave, gordezuela. La de ella flaca, con una piel como pergamino enmarcando una palma pálida.
—Su mano está caliente —dijo él.
—La suya está fría.
—Las manos cálidas son un buen signo. Eso es vida, Felicity. Siéntala. Eso es todos los días que ha vivido, todos ellos recorriendo su cuerpo como si fueran electricidad. Spanish Town, Kingston, el barco a Darwinia…, su esposo, sus bebés, todos están ahí, todos sus días juntos debajo de la piel.
—¿Cuántos más? —dijo ella ansiosamente.
El dios de Vale no estaba interesado en aquella mujer. Era importante solo por los quince dólares de la consulta. Existía para acabar de rematar su bolsa antes de cojear hasta el tren al Armagedón.
Estuviera preparado o no.
Pero sentía lástima por ella.
—¿Siente usted ese río, Felicity? ¿Ese río de sangre? ¿Ese río de hierro y aire que corre desde el corazón de la alta montaña y desciende hasta el delta de los dedos de manos y pies?
Ella cerró los ojos, hizo una ligera mueca a la presión de la mano de él sobre su muñeca.