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—Ella también quería a la niña, señora Sanders-Moss. Mucho. —Vale inspiró profunda y temblorosamente; empezó a reclamar su propio cuerpo, sintió que el dios lo abandonaba y se retiraba de nuevo al mundo oculto. El alivio fue exquisito—. Coja de nuevo lo que le pertenece. Pero por favor, no sea demasiado dura con Olivia.

La señora Sanders-Moss le miró con una enormemente agradecida expresión de maravilla.

Ella le dio efusivamente las gracias. El rechazó su ofrecimiento de dinero. Tanto su tentativa sonrisa como su impresionada actitud eran alentadoras, de hecho muy prometedoras. Pero, por supuesto, solo el tiempo lo diría.

Cuando ella hubo tomado de nuevo su paraguas y se hubo marchado, él abrió una botella de brandy y se retiró a una habitación de arriba donde la lluvia golpeteaba contra la empañada ventana, las luces de gas estaban altas, y el único libro a la vista era un maltratado volumen de una novela pulp titulada Las enaguas de su amante.

En su aspecto externo, el cambio que producía en él la manifestación del dios era sutil. Interiormente se sentía exhausto, casi herido. Había una áspera sensación, no exactamente dolor, que se extendía por todos sus miembros. Le ardían los ojos. El licor ayudaba, pero transcurriría otro día hasta que volviera a ser completamente él mismo.

Con suerte el brandy moderaba los sueños que seguían a una manifestación. En los sueños se descubría inevitablemente en algún frío páramo, algún enorme desierto gris sin límites, y cuando por una curiosidad mal entendida o simplemente por un antojo alzaba una piedra al azar, dejaba al descubierto un agujero del que brotaban incontables insectos de algún tipo horrible y desconocido, con muchas patas, llenos de pinzas, venenosos, que ascendían en enjambre por su brazo e invadían su cráneo.

No era un hombre religioso. Nunca había creído en los espíritus, las mesas parlantes, la astrología o la resurrección de Cristo. No estaba seguro de creer en ninguna de esas cosas ahora; la suma de sus creencias residía en este único dios, el que le había tocado con aquella horrible e irresistible intimidad.

Tenía las habilidades de un timador y ciertamente no era adverso a los beneficios del hurto, pero no había habido confabulación en el caso de, por ejemplo, la señora Sanders-Moss; ella era un misterio para él, como lo era su sirvienta Olivia y el memento mori en la caja de zapatos. Sus propias profecías lo habían tomado por sorpresa. Las palabras, que no eran suyas, habían caído de sus labios como fruta madura de un árbol.

Las palabras le servían bien. Pero también servían para otro propósito.

El hurto, en comparación, sería algo infinitamente más sencillo.

Pero se sirvió otra copa de brandy y se consoló: No alcanzas la inmortalidad por el camino bajo.

Pasó una semana. Nada. Empezó a preocuparse. Luego llegó una nota en el correo de la tarde:

Dr. Vale,

Los tesoros han sido recuperados. Tiene usted mi gratitud más ilimitada.

El próximo jueves tengo invitados a las seis a cenar y charlar un rato. Si pudiera usted venir, sería recibido con todos los honores.

Se ruega confirmación.

Sra. Edward Sanders-Moss.

La nota estaba firmada Eleanor.

3

El Odense atracó en el puerto provisional en el cenagoso estuario del Támesis, en medio de una masa de carboneros, petroleros, cargueros y veleros reunidos de todos los puntos de avanzada del Imperio. Guilford Law y su familia, junto con el cuerpo de la expedición Finch y todas sus brújulas, alidadas, comida desecada y demás parafernalia, fueron transferidos a un ferry con destino a Londres, Támesis arriba. Guilford personalmente supervisó la carga de su equipo fotográfico: las cuidadosamente embaladas placas de cristal de 20'25, la cámara, las lentes y el trípode.

El ferry era un frío y ruidoso vapor pero estaba bendecido con generosas ventanas. Caroline consoló a Lily, a la que no le gustaban los duros bancos de madera, mientras Guilford se dedicaba a escrutar la orilla.

Era su primera auténtica visión del nuevo mundo. La desembocadura del Támesis y Londres eran el territorio más poblado del Continente: el más conocido, el más visto, el más a menudo fotografiado, pero aún salvaje…, y orgulloso de serlo, pensaba Guilford. La distante orilla mostraba una gran densidad de vegetación extraña, huecos árboles flauta y oscura hierba caña en las crecientes sombras de un helado atardecer. Lo extraño de todo aquello ardía en Guilford como carbón. Después de todo lo que había leído y soñado, allí estaba el tangible e imposible hecho en sí, no una ilustración en un libro sino un mosaico vivo de luz y sombras y viento. El río fluía verde con falsos lotos, colonias de algo parecido a almohadillas que derivaban en el agua: un peligro para la navegación, le habían dicho, en especial en verano, cuando las flores descendían de las Cotswold en densas congregaciones y atoraban las hélices de los vapores. Captó un atisbo de John Sullivan en la acristalada cubierta de paseo. Sullivan había estado en Europa en 1918, había recolectado en la desembocadura del Rin, pero evidentemente esta experiencia no había sido suficiente para él; había una intensidad de observación en los ojos del botánico que hacía impensable cualquier conversación.

Pronto empezaron a verse signos humanos a lo largo de la orilla: toscas cabañas, una granja abandonada, el humeante pozo de un basurero; y luego las afueras del propio puerto de Londres, e incluso Caroline mostró interés.

La ciudad era una aglomeración al azar en la orilla norte del río. Había sido excavada en la selva por soldados y voluntarios lealistas reclamados por lord Kitchener de las colonias, y no se parecía en absoluto al Londres de Christopher Wren: a Guilford le parecía más bien una humeante ciudad fronteriza, una congregación de aserraderos, hoteles, muelles y almacenes. Identificó la silueta del único monumento famoso de la ciudad, una columna de mármol sudafricano erigida para conmemorar las pérdidas de 1912. El Milagro no había sido benévolo con los seres humanos. Había reemplazado rocas con rocas, plantas con otras plantas más extrañas, animales con criaturas vagamente equivalentes… pero de la desaparecida población humana no se había podido hallar ninguna huella.

Más altas que la columna conmemorativa se alzaban las grandes grúas de hierro que formaban las instalaciones portuarias. Más allá de ellas, y lo más sorprendente de todo, se alzaba el esquelético armazón de la nueva catedral de San Pablo, a caballo en lo que debía de ser Ludgate Hill. Ningún puente cruzaba el Támesis, aunque había planes de construir uno; toda una variedad de ferrys se ocupaban del tráfico.

Notó que Lily tiraba de su manga.

—Papá —dijo solemnemente—. Un monstruo.

—¿Qué, Lil?

—¡Un monstruo! Mira.

Los ojos muy abiertos de su hija señalaban hacia la proa del ferry, río arriba.

Guilford le dijo a Lily el nombre del monstruo mientras su corazón empezaba a latir más rápido: serpiente del limo, la llamaban los colonos, o a veces serpiente del río. Caroline apretó con fuerza su otro brazo mientras a su alrededor cesaban todas las conversaciones. La serpiente del limo alzó la cabeza por encima de la proa de la embarcación en un movimiento sorprendentemente suave, dado que su cráneo era una recia cuña del tamaño de un ataúd infantil unida a un cuello de seis metros. Guilford sabía que la criatura era inofensiva —plácida, literalmente una devoradora de lotos—, pero era atemorizadoramente grande.