Выбрать главу

Y Chicago… Aquel pequeño bar, el gramófono que crepitaba y gangueaba un viejo vals europeo, aquella sensación de hambre devoradora, mientras el calor y los olores de la cocina le daban en la cara. Cerró los ojos y volvió a ver con asombrosa precisión el rostro reluciente de un negro borracho o enfermo que gemía en un rincón, tumbado en una banqueta, ululando quejumbrosamente como un búho. Y también… Ahora le ardían las manos. Apoyó las palmas en el cristal con precaución, después las retiró, movió los dedos y se las frotó con suavidad.

– Idiota -murmuró como si el muerto pudiera oírlo-, idiota, ¿por qué lo has hecho?

Golder pasó un buen rato buscando a tientas ante la puerta de Marcus; sus manos fofas y frías palpaban la pared sin conseguir dar con el timbre. Cuando entró, miró alrededor con una especie de terror, como si esperara ver al muerto de cuerpo presente allí mismo, preparado para que se lo llevaran. Pero en el vestíbulo sólo había rollos de tela negra en el suelo y, en los sillones, ramos de flores atadas con cintas de muaré violeta tan anchas y largas que arrastraban por la alfombra sus leyendas en letras doradas.

Alguien llamó al timbre a espaldas de Golder, y el criado entreabrió la puerta y recogió una tupida y enorme corona de crisantemos rojos, que se colgó del brazo, como si fuera el asa de un cesto. «Tendría que haber mandado flores», pensó Golder.

Flores a Marcus… Se imaginó el abotargado rostro, la mueca de los labios, y las flores, como si fuera una novia…

– Si el señor es tan amable de esperar un momento en el salón… -le susurró el criado-. La señora está con… -Esbozó un gesto vago, apurado-. Con el señor, con el cuerpo…

Le acercó una silla y salió. En la habitación contigua, dos voces se fundían en un murmullo confuso, misterioso, como los bisbiseos de un rezo. Paulatinamente, fueron subiendo de tono. Golder oyó que decían:

– La primera clase extra incluye el coche decorado con cariátides, con galería plateada, imperial y cinco penachos, y el ataúd de ébano, con cuarterones, ocho asas plateadas y cinceladas e interior en satén acolchado. A continuación, tenemos la primera clase tipo A, con ataúd de caoba barnizada.

– ¿Cuánto? -murmuró una voz de mujer.

– Veinte mil doscientos con el ataúd de caoba. La primera clase extra son veintinueve mil trescientos.

– No, no. No quiero gastarme más de cinco o seis mil. De haberlo sabido, me habría dirigido a otra funeraria. El ataúd puede ser de roble normal, si va cubierto de una colgadura lo bastante ancha.

Golder se levantó bruscamente. El tono de voz bajó de inmediato y volvió a convertirse en un cuchicheo monótono y solemne.

– Pero qué absurdo es todo esto, qué absurdo… -murmuró Golder apretando el pañuelo, que anudaba y retorcía maquinalmente entre los dedos.

No encontraba otras palabras… No las había. Era absurdo, absurdo… Ayer Marcus estaba frente a él, gritando, respirando, y ahora… Ya ni siquiera lo nombraban. El cuerpo… «¿Es él, ya, o es esa porquería de flores? -se preguntó al percibir horrorizado el olor denso y dulzón que colmaba la sala-. ¿Por qué lo ha hecho? Matarse, a su edad, como una modistilla… -se preguntó como asqueado-. Por dinero.» Cuántas veces lo había perdido él todo y había hecho como los demás, volver a empezar. Así era la vida.

– Y en ese asunto de Teisk había una posibilidad entre cien de ganar -dijo de pronto en voz alta, con pasión, como poniéndose en el lugar de Marcus-. Con la Amrum detrás, ¡el muy imbécil!

Febrilmente, imaginó las combinaciones más diversas. «En los negocios nunca se sabe, hay que volver y volver, roer el hueso hasta la médula, pero ¿suicidarse? ¿Piensa hacerme esperar mucho?», se dijo con irritación.

La señora Marcus entró en el salón. Su escuálido rostro, de nariz huesuda y aguileña, era amarillento y opaco como un asta; sus brillantes y redondos ojos sobresalían bajo las cejas, claras, ralas y alineadas de un modo extraño, desigual y muy altas.

Avanzó en silencio a pasitos cortos y rápidos, estrechó la mano de Golder y se quedó como esperando. Pero él, que tenía un nudo en la garganta, no dijo nada. Con un extraño rechinar de dientes, parecido a una risita irritada o un sollozo ahogado, la señora Marcus murmuró:

– Claro. Usted no se lo esperaba… Esta locura, este ridículo, este escándalo… Bendigo al Señor por no habernos dado hijos. ¿Sabe cómo ha muerto? En una casa de mala nota de la rue Chabanais, con unas golfas. Como si la ruina no fuera suficiente -concluyó llevándose el pañuelo a los ojos.

El brusco movimiento levantó la gasa y dejó al descubierto un collar de gruesas perlas de tres vueltas alrededor del largo y arrugado cuello, que agitaba a sacudidas, como una vieja ave de presa.

«Esta vieja urraca debe de estar forrada -pensó Golder-. Es nuestro sino. ¡Matarnos a trabajar para que ellas se hagan ricas!» Y pensó en su propia mujer, que, en cuanto lo veía entrar, escondía su talonario de cheques a toda prisa, como si fuera un paquete de cartas de amor.

– ¿Quiere verlo? -preguntó la señora Marcus.

Un enorme y frío estremecimiento envolvió a Golder, que cerró los ojos y, con una voz extraña, temblorosa y monocorde, respondió:

– Desde luego, si es…

La señora Marcus cruzó en silencio el salón y abrió una puerta; pero sólo era otra habitación más pequeña, en la que dos mujeres cosían unas telas negras.

– Es aquí -murmuró al fin la viuda.

Golder vio unas velas que brillaban débilmente. Por un instante se quedó inmóvil, como alelado; luego, haciendo un esfuerzo, preguntó:

– ¿Dónde está?

La señora Marcus señaló la cama, medio oculta bajo un gran dosel de terciopelo.

– Ahí. Pero he tenido que pedir que le cubrieran la cara con un pañuelo, para alejar las moscas… El entierro será mañana.

Golder creyó reconocer las facciones del muerto bajo la tela y se quedó mirándolo con una sensación extraña.

«Qué prisa se dan, Dios mío… Pobre Marcus… Qué indefensos estamos, una vez ahí -pensó confundido, con una mezcla de rabia y pena-. Qué asco.»

En un rincón se veía un gran secreter estilo americano con la persiana levantada; alrededor, el suelo estaba sembrado de papeles y cartas abiertas.

«Ahí debe de haber cartas mías», se dijo Golder. En la alfombra, vio un cuchillo con la hoja de plata medio doblada. Habían forzado los cajones; en las cerraduras no había llaves.

«Seguro que cuando su mujer se ha precipitado para ver lo que quedaba, todavía no estaba muerto del todo. No ha tenido paciencia para esperar, para buscar las llaves…»

Ella se percató de su mirada, pero ni siquiera apartó los ojos.

– No ha dejado nada -se limitó a decir con sequedad-. Estoy sola -añadió bajando la voz y con tono diferente.

– Si puedo hacer algo… -dijo Golder maquinalmente.

Ella dudó un instante.

– Con esas participaciones de la Compañía Hullera, por ejemplo -dijo al fin-, ¿qué me aconseja que haga?

– Se las compro al precio de coste. ¿Sabe que nunca valdrán nada? La compañía ha ido a la quiebra. Necesitaría recoger algunas cartas. Creo que usted ha pensado lo mismo… -añadió con tono hostil e irónico, pero al parecer a ella le pasó inadvertido, pues se limitó a inclinar la cabeza y retroceder un paso.

Golder empezó a remover los papeles de un cajón medio vacío; pero, de pronto, se sintió invadido por una indiferencia triste y amarga.

«En el fondo, ¿qué importa todo esto, Dios mío?»

– ¿Por qué lo hizo? -preguntó con brusquedad.

– No lo sé -respondió la señora Marcus.

– ¿Por el dinero? -prosiguió Golder, como pensando en voz alta-. ¿Sólo por el dinero? ¿Sólo por eso? No puede ser. ¿No dijo nada antes de morir?

– No. Cuando lo trajeron ya estaba inconsciente. La bala se había alojado en el pulmón.