No pretendía volver a cometer el mismo error y acabar con otro Jason que minara su confianza.
Pero sabía que Rafe era distinto, no era otro Jason. Merecía la pena luchar por Rafe. Y con ese pensamiento en la cabeza continuó el viaje. Una pequeña sonrisa de satisfacción se dibujaba en su cara.
En Chivaree, los lunes por la mañana siempre comenzaban con una taza de café en el local de Millie y allí fue Rafe aquel día.
Millie lo saludó con la misma sonrisa afectuosa de siempre mientras él se sentaba en uno de los taburetes de la larga barra. Casi todos los asientos estaban ocupados y las conversaciones llenaban el local con el habitual bullicio de las mañanas. Olía a café recién hecho y a beicon frito. Millie le tomó nota; quería un café solo y un bollo.
– ¡Millie! -le dijo mientras ésta se alejaba-. ¿Sabes que he pasado el fin de semana con tu hija?
– ¿Que has hecho qué? -preguntó dándose la vuelta con cara de gran asombro.
– Estuvimos juntos en la conferencia de San Antonio -aclaró él con una sonrisa.
– ¡Ah! -dijo ya más relajada-. Ya me imaginaba yo que no podía tratarse de algo romántico. Siempre os habéis llevado como el perro y el gato. No sabes la cantidad de veces que volvió a casa, siendo una niña, quejándose del «maldito Rafe» y de la pifia que le hubieras hecho aquel día.
– El «maldito Rafe» -dijo con una sonrisa triste-. Sí, ése soy yo.
Aunque estaba muy ocupada con otros clientes, Millie se quedó allí un rato más, dándose cuenta de que algo le pasaba a Rafe.
– ¿Qué es lo que te pasa, cariño? -le preguntó afectuosamente- ¿De qué tienes miedo?
Rafe le sonrió pero no contestó a su pregunta.
– Llegaste a conocer bastante bien a mi madre, ¿verdad? -le preguntó Rafe.
Millie le frotó el brazo con cariño, como un gesto natural de comprensión y afecto.
– No nos tratamos mucho durante sus últimos años pero, durante un tiempo, llegamos a ser muy buenas amigas.
Rafe la miró. No tenía ni idea de por qué había sacado el tema, pero parecía que a Millie no le había extrañado en absoluto.
– Siempre pensé que su temprana muerte te afectó a ti más que a ninguno -le confesó Millie-. Tú eras su ojito derecho. Y cuando ella se fue, te metiste en tu mundo sin dejar que nadie se acercara a ti. Estoy muy contenta de que por fin estés bien. Según he oído, estás haciendo un trabajo estupendo al frente de la empresa de tu padre.
Millie le revolvió el pelo como si todavía fuese un niño.
– Estoy segura de que, esté donde esté, tu madre puede verte y está muy orgullosa de ti -le dijo con la voz rota por la emoción.
Le sonrió y se alejó para prepararle el café.
Rafe siguió mirándola mientras servía el desayuno a otros clientes. Se movía con seguridad y gracia entre las mesas, charlando con unos, rellenando tazas, sonriendo a todos. No entendía qué era lo que había pretendido encontrar en ella. Tenía su comprensión, siempre la había tenido. A pesar de lo mal que se había llevado con su hija, siempre había sentido un afecto especial por Millie, quizá por ser, tras la muerte de su madre, la figura maternal más cercana. Hacía tiempo que no pensaba en eso.
Sacudió la cabeza con gesto triste. Millie era una señora encantadora, pero su hija lo estaba volviendo loco Tenía que encontrar la manera de olvidarse de ella. Seguro que había un modo de hacerlo.
– Tienes el aspecto de alguien que necesita un trozo de tarta.
Levantó la vista sorprendido y se encontró con una nueva camarera. Era Annie, según indicaba la placa que llevaba prendida del uniforme. Le puso un trozo de tarta de manzana enfrente y un poco de helado de vainilla para acompañarla.
– Eh… -dijo sacudiendo la cabeza-. Gracias, pero no he pedido tarta.
– Ya lo sé, pero es que este trozo ha sobrado y no cabe ya en la cámara refrigeradora. Pensé que a lo mejor te apetecía.
Se quedó mirándola. Tenía un montón de rizos negros que enmarcaban su cara, bonita y risueña. Estaba embarazada de unos seis meses, a juzgar por el tamaño de su barriga.
– Verás. Si quisiera tarta la habría pedido. Puedo permitírmelo.
– ¡Vaya! No eres muy agradecido, ¿verdad? ¿No se te da bien aceptar favores?
Su sonrisa era contagiosa, pero Rafe se resistió. Tenía la cabeza en otras cosas. Exactamente en decidir si iba a intentar emprender una relación con Shelley o no.
– Lo siento, pero es que tengo un montón de cosas en la cabeza.
– Bueno, hay decisiones que se toman mejor acompañadas de tarta -insistió ella acercándole el plato-. Según mi experiencia, un hombre con esa cara tan triste y tan pensativa necesita un trozo de tarta. Es más, estoy segura de que ese hombre está pensando en lo que le dijo a su chica y cómo conseguir su perdón sin perder su dignidad totalmente. Tengo un consejo para ti, algo que no fallará. En una palabra -agregó ella inclinándose más-: Rosas rojas.
Era una mujer muy persistente. Rafe tenía que reconocerlo pero, en ese momento, no sabía si le resultaba encantador o simplemente molesto.
– Eso son dos palabras -dijo él.
– Pero sólo un concepto.
– Es verdad -reconoció Rafe con media sonrisa-. ¿Por qué crees que soy yo el que ha metido la pata?
– ¿Me tomas el pelo? -dijo ella yendo hacia otra mesa-. ¿Es que eso importa?
– ¿Qué dices? ¡Claro que importa!
– Para estas cosas no hay justicia ni lógica que valgan. Lo único en lo que tienes que pensar es en cómo conseguir que sonría de nuevo -dijo ella volviendo a su lado-. Ya te lo he dicho, con rosas rojas.
La camarera se alejó pero Rafe ni siquiera se dio cuenta porque, de repente, se le abrieron los ojos: era un idiota.
Eso no era una novedad para Rafe, pero acababa de ver con claridad lo estúpido que había sido. Había estado furioso porque Jason había robado su idea y la había presentado al concurso. Y estaba resentido contra él y Shelley por la relación que habían tenido en el pasado. Todo se había complicado por culpa de los estúpidos celos, que no le habían dejado ver más allá de sus narices.
Lo peor de todo era que sabía a ciencia cierta que Shelley no podía haberle dado a Jason la información. Se había pasado todo el fin de semana intentando hacerle entender que ya no sentía nada por ese hombre. No entendía por qué se estaba comportando de esa manera; estaba actuando como un niño pequeño, intentando que todo el mundo se compadeciera de él.
La única razón que pudo encontrar para responder a sus preguntas fue que estaba dejándose llevar por el miedo. Puro miedo que le daba la excusa perfecta para encerrarse dentro de sí de nuevo. Levantó la vista hacia el cielo. Millie creía que su madre estaba allí. Y seguramente así fuera. Sonrió mirando a lo alto y sintió una oleada de calor y bienestar inundando su ser.
– Hola, mamá -dijo en un susurro.
Tomó el tenedor y devoró la deliciosa tarta.
Casi una hora después entraba con seguridad en el vestíbulo de las oficinas de Industrias Allman. Allí se cruzó con su hermana Jodie, que salía del departamento de recursos humanos.
– ¿Dónde te habías metido? -le preguntó ella-. Papá está aquí. Tiene a todo el mundo en la sala de juntas. Los ha estado felicitando y contemplando el trofeo. Está más contento que un cerdo revolcándose en el barro. Tienes que subir allí y participar en las celebraciones.
– Si no hay más remedio… -le contestó con una mueca.
Pero la verdad era que quería ir. Tomó el viejo ascensor hasta la última planta, donde se encontró con el resto del equipo yendo en dirección contraria a la suya.
– ¡Eh! ¿Ya se ha terminado todo?
– Eso parece -le contestó Candy con una sonrisa-. Pero Shelley está aún allí con tu padre. ¿Dónde estabas?
– Me he retrasado.