Выбрать главу

Finalmente, acompañada por un crescendo de música, Portia atravesó el patio hasta alcanzar el final de la alfombra. La coordinadora de la boda le seguía levantando, no sin cierto esfuerzo, la cola del vestido para que no se arrastrase por el suelo.

A la orden de un ademán del sacerdote, todo el mundo se puso en pie y miró hacia atrás para contemplar la marcha triunfal de Portia. Llevaba años esperando aquello.

Después de la llegada de Portia al altar, le llegó el turno a nuestro grupo. Antes de salir al patio, Halleigh nos dio un beso en la mejilla a cada una de nosotras cuando pasamos por delante de ella. Me lo dio incluso a mí, todo un detalle por su parte. La coordinadora de la boda nos hizo salir una a una y fuimos colocándonos delante de nuestro correspondiente testigo. El mío era un primo Bellefleur procedente de Monroe que se quedó sorprendido al verme a mí ocupando el lugar de Tiffany. Utilicé el paso lento que Dana me había indicado, sujetando entre mis manos entrelazadas el ramo inclinado en el ángulo deseado. Había estado observando como un halcón a las demás damas de honor. Quería hacerlo bien.

Todas las caras estaban vueltas hacia mí y me puse tan nerviosa que me olvidé de levantar mis escudos mentales: los pensamientos de la multitud vinieron corriendo hacia mí en una oleada de comunicación no deseada. «Está preciosa… ¿Qué le habrá ocurrido a Tiffany?… Caray, vaya percha… Daos prisa, necesito una copa… ¿Qué demonios hago yo aquí? Siempre consigue arrastrarme a todas las movidas de la parroquia… Me encantan las tartas de boda».

Una fotógrafa se cruzó en mi camino y me hizo una fotografía. La conocía, era una hermosa mujer lobo llamada María Estrella Cooper. Era la ayudante de Al Cumberland, un conocido fotógrafo de Shreveport. Sonreí a María Estrella y me hizo otra foto. Continué avanzando por la alfombra, manteniendo la sonrisa, y alejé de mí todo el alboroto que tenía en la cabeza.

Al cabo de un momento me di cuenta de que entre la multitud había puntos negros, lo que indicaba la presencia de vampiros. Glen había pedido que la boda se celebrara de noche para poder invitar a algunos de sus clientes vampiros más importantes. Portia tenía que quererle de verdad para haber accedido a sus deseos, pues no le gustaban en absoluto los chupadores de sangre. De hecho, le daban náuseas.

A mí, en general, me gustaban los vampiros porque no podía acceder a su cerebro. Estar en su compañía me resultaba extrañamente apacible. De acuerdo, resultaba tenso en otros sentidos, pero al menos con ellos podía relajar el cerebro.

Por fin llegué al lugar que me habían designado. Había observado que los asistentes de Portia y de Glen se habían dispuesto en una V invertida, dejando un espacio delante para la pareja nupcial. Nuestro grupo estaba haciendo lo mismo. «Lo he pillado», pensé, y suspiré aliviada. Mi trabajo estaba hecho, pues no ocupaba el puesto de primera dama de honor. Lo único que me quedaba por hacer era permanecer quietecita y dar la sensación de que prestaba atención, y estaba segura de poder hacerlo.

La música se enfiló en un segundo crescendo y el sacerdote dio de nuevo la señal. Toda la gente se puso en pie y se volvió para mirar a la segunda novia. Halleigh empezó a desfilar lentamente hacia nosotras. Estaba radiante. Halleigh había elegido un vestido mucho más sencillo que el de Portia y se la veía muy joven y muy dulce. Era al menos cinco años menor que Andy, tal vez más. El padre de Halleigh, tan bronceado y en forma como su esposa, dio un paso al frente para coger a su hija del brazo cuando ésta llegó delante de él; como Portia había desfilado sola por el pasillo (su padre había muerto mucho tiempo atrás), se decidió que Halleigh lo hiciera también.

Cuando me harté de la sonrisa de Halleigh, eché un vistazo a la gente que se había vuelto para ver avanzar a la novia.

Había muchas caras conocidas: maestros de la escuela elemental donde Halleigh daba clases, miembros del departamento de policía donde trabajaba Andy, los amigos de la anciana señora Caroline Bellefleur que seguían vivos y tambaleándose, los abogados compañeros de Portia y otra gente del mundo judicial, y los clientes de Glen Vick y otros contables. Estaban ocupadas prácticamente todas las sillas.

Se veían algunas caras negras, y algunas caras morenas, pero la mayoría de los invitados a la boda eran personas de raza blanca y de clase media. Las caras más pálidas eran las de los vampiros, naturalmente. A uno de ellos lo conocía bien. Bill Compton, mi vecino y antiguo amante, estaba sentado hacia la mitad, vestido de esmoquin y muy guapo. A Bill le sentaba bien cualquier cosa que se pusiera encima. A su lado estaba sentada su novia humana, Selah Pumphrey, agente de la propiedad inmobiliaria de Clarice. Llevaba un vestido granate que resaltaba su pelo oscuro. Había cinco vampiros a los que no conocía. Me imaginé que serían los clientes de Glen. Aunque Glen no lo sabía, había otros invitados que eran más (y menos) que humanos. Mi jefe, Sam, era un cambiante excepcional capaz de transformarse en cualquier animal. El fotógrafo era un hombre lobo, igual que su ayudante. Para los invitados «normales» a la boda era un afroamericano con buen cuerpo, más bien bajito, que iba vestido con un buen traje y llevaba una cámara enorme. Pero Al se convertía en lobo las noches de luna llena, igual que María Estrella. Entre el gentío había algunos licántropos más, aunque sólo conocía a uno de ellos: Amanda, una mujer pelirroja que rondaba los cuarenta y que era propietaria de un bar en Shreveport llamado el Pelo del Perro. A lo mejor la empresa de Glen llevaba la contabilidad de ese bar.

Y había un hombre pantera, Calvin Norris. Me alegró ver que Calvin había venido acompañado, aunque la sensación desapareció cuando la identifiqué como Tanya Grissom. Mierda. ¿Qué hacía de nuevo en la ciudad? ¿Y por qué estaba Calvin en la lista de invitados? Me caía bien, pero no lograba entender su relación con los novios.

Mientras yo me dedicaba a examinar la multitud en busca de rostros familiares, Halleigh se había colocado ya en su puesto junto a Andy y los testigos y las damas de honor tenían que volverse para escuchar la ceremonia.

Ya que no tenía una gran implicación emocional en el acto, me descubrí divagando mientras el padre Kempton Littrell, el sacerdote episcopal que solía acudir a la iglesia de Bon Temps dos veces por semana, seguía con la ceremonia. Las luces que habían encendido para iluminar el jardín se reflejaban en las gafas del padre Littrell y restaban color a su rostro. Parecía casi un vampiro.

Todo avanzó según el plan habitual. Chico, era una suerte que estuviera acostumbrada a estar de pie en el bar, pues la misa suponía mucho rato sin sentarse, y además con tacones. Casi nunca los llevo, y mucho menos de diez centímetros. Se me haría raro midiendo un metro setenta y cinco. Intenté no cambiar de posición armándome de paciencia.

Glen estaba poniéndole el anillo a Portia y ella estaba casi guapa cuando miró sus manos unidas. Nunca había sido de mis personas favoritas -ni yo de ella-, pero le deseaba lo mejor. Glen era huesudo, tenía el pelo castaño con entradas y llevaba gafas de cristales gruesos. Si llamaras a una agencia de casting y pidieras un personaje «tipo contable», te enviarían a Glen. Pero por su cerebro sabía que quería a Portia, y que ella le quería a él.

Cambié levemente de posición, colocando el peso de mi cuerpo sobre mi pierna derecha.

Entonces el padre Littrell inició de nuevo el proceso con Halleigh y Andy. Mantuve la sonrisa en la cara (ningún problema en este sentido; es lo que hacía todo el tiempo que pasaba en el bar) y fui testigo de cómo Halleigh se convertía en la señora de Andrew Bellefleur. Estaba de suerte. Las bodas por el rito episcopal pueden ser largas, pero las dos parejas habían optado por el formato de ceremonia más breve.

La música sonó por fin con notas triunfantes y los recién casados partieron hacia la casa. El cortejo nupcial los siguió en orden inverso. Avancé por el pasillo sintiéndome sinceramente feliz y un poquitín orgullosa. Había ayudado a Halleigh cuando lo había necesitado… y muy pronto podría quitarme aquellos zapatos.