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Solina la modista, que antes era pastora y criaba pájaros, perdió aquella noche un rebaño de cabras, un gallinero y una bandada de ocas, así como una pequeña jaula, que al amanecer estaba vacía, sin ningún gorrión. Guinom el herrero, su marido, desapareció al día siguiente, y lo encontraron una semana más tarde, congelado y tiritando de frío, entre los árboles del bosque, tal vez porque se había armado de valor y había salido a buscar su rebaño de cabras y sus aves domésticas perdidas. Cuando Solina, su mujer, y los ancianos del pueblo le interrogaron para tratar de sonsacarle lo que había visto, no consiguieron arrancarle más palabras que «Nehi» y «lamento». Así comenzó la enfermedad del olvido de Guinom, durante la cual su cuerpo empezó a encogerse, a arrugarse y a encorvarse hasta que cupo en el viejo carrito de niño y él mismo empezó a considerarse un cordero. O una cabra.

Hace muchos años, Almón, el viejo pescador, hizo en su cuaderno una relación detallada de los acontecimientos de aquella noche. Entre otras cosas, Almón escribió que la última tarde, poco antes de anochecer, sacó su red del río y encontró nueve peces vivos. Decidió dejar aquellos peces hasta el día siguiente en un frasco lleno de agua junto al umbral de su casa, para ponerlos a la venta por la mañana. Y resulta que, cuando se levantó, el frasco aún seguía lleno de agua pero no tenía peces.

Esa misma noche también desapareció para siempre Zito, el perro fiel de Almón, un perro sensible pero lógico como un reloj, un perro tranquilo que tenía una oreja marrón y blanca y la otra totalmente marrón. Cada vez que intentaba concentrarse para comprender lo que ocurría a su alrededor, el perro echaba las orejas hacia delante hasta llegar a juntarlas. Cuando apretaba así las orejas, se mostraba serio y hasta sabio y reflexivo, y por un instante parecía un aplicado investigador que, concentrándose con todas sus fuerzas y exprimiéndose el cerebro, estuviese a punto de conseguir descifrar alguno de los misterios de la ciencia.

A veces Zito, el perro de Almón el pescador, era capaz de leer los pensamientos de su amo. Ese perro podía adivinar los pensamientos de su dueño antes incluso de que hubieran surgido en su cabeza: de repente se levantaba de su sitio enfrente de la estufa, atravesaba la habitación y se plantaba con decisión delante de la puerta, menos de medio minuto antes de que Almón mirara el reloj de pared y decidiera que había llegado el momento de acercarse a la orilla del río. Otras veces se abalanzaba sobre Almón y le lamía la cara con su cálida lengua, le lamía con amor y ternura para consolarle por algún pensamiento triste que iba a ocupar la mente de su amo un minuto o dos más tarde.

Con todos los años que han pasado desde aquella noche, el viejo pescador aún no ha sido capaz de asumir la pérdida del perro: los dos estaban unidos por un amor lleno de ternura, desvelo y lealtad. ¿Era posible que el perro hubiese olvidado de pronto a su amo? ¿O acaso le había ocurrido alguna desgracia? Si Zito estuviese vivo, sin ninguna duda ya se habría liberado, habría escapado de quien lo tuviese secuestrado y habría encontrado el camino de vuelta a casa. En ocasiones, a Almón le parecía que desde la lejanía, desde el corazón del bosque, le llegaba el eco tenue de un ligero lamento que le llamaba y le decía ven, ven tú también, no tengas miedo.

Además de Zito, también desaparecieron esa noche una pareja de pequeños jilgueros que le cantaban a Almón el pescador desde un nido que estaba sobre una rama que arañaba ligeramente su ventana cada vez que soplaba el viento. Y desapareció la carcoma que acompañaba el sueño de Almón por las noches con una ebullición silenciosa, y que no dejaba ni un instante de excavar túneles en los bordes de los viejos muebles de su casa. Incluso aquella carcoma se calló para siempre después de esa noche.

Durante muchos años, el pescador estuvo durmiéndose cada noche con el sonido de la masticación subversiva de la carcoma en el vientre de los muebles. Por eso, desde aquella noche, le cuesta trabajo conciliar el sueño: es como si un profundo silencio se burlara de él en la oscuridad. Así pues, Almón el pescador permanece siempre hasta medianoche junto a la mesa de la cocina recordando cómo tiempo atrás, a esa misma hora, llegaba desde el bosque y se filtraba por las contraventanas cerradas el lastimoso lamento de los zorros, y cómo, desde el pueblo, los perros de los patios respondían a los zorros del bosque con ladridos furiosos que acababan convirtiéndose también en un gemido. En momentos así, su querido perro solía acercarse a él, poner su cálida cabeza sobre sus piernas, levantar la vista y lanzarle una mirada de profunda comprensión, una mirada que irradiaba un brillo silencioso de compasión, amor y tristeza. Entonces Almón le decía:

– Gracias, Zito. Vale. Ya casi se me ha pasado.

Así permanecía el hombre pensando solo en el silencio de la noche, añorando a su perro, añorando los jilgueros, los peces del río y hasta la carcoma, escribiendo, tachando y oyendo a veces a lo lejos el tenue sonido de Nimi, el niño que correteaba solo en la oscuridad entre los patios lanzando relinchos que de lejos parecían un lamento. En momentos así, Almón el pescador empezaba a reñir a su lapicero, a discutir en voz alta con la estufa, o a pasar las hojas de su cuaderno para intentar acallar un poco el hormigueo de la noche y el susurro del río.

Entre otras cosas, Almón escribió en su cuaderno que, sin todos los seres vivos, hasta las noches más claras de verano le parecían a veces como cubiertas por una niebla turbia, una niebla que lo envolvía todo y que casi enterraba debajo el pueblo, el corazón y el bosque. La bruma de las noches de verano, eso escribió el pescador en su cuaderno, no es esponjosa y ligera como los vapores del pueblo en invierno, sino polvorienta, sucia y agobiante.

Desde la noche en que Nehi el diablo se llevó a todas las criaturas y las arrastró a su guarida situada en la montaña, todos los habitantes del pueblo viven y cuidan sus campos de frutales en silencio y con miedo. Sin ningún animal doméstico. Solos. Únicamente el río sigue pasando aún y arrastrando con él pequeñas esquirlas de piedra, trozos de ramas, bloques de barro. Ese río no descansa ni de día ni de noche, ni en invierno ni en verano.

7

Hasta los márgenes del bosque se adentraban a veces algunos leñadores atrevidos, así como Danir, el que arregla tejados, con sus compañeros, pero ninguno osaba penetrar en el bosque si no era en grupos de tres o cuatro, y siempre a plena luz del día.

Nunca, pero nunca, y de ninguna manera, pero que de ninguna manera, decían los padres a sus hijos, nunca y de ninguna manera os atreváis a salir de casa cuando haya caído la noche. Si algún niño preguntaba a sus padres por qué, a éstos se les nublaba el rostro y decían: «Porque la noche es muy peligrosa. La oscuridad es un enemigo cruel».

Pero todos los niños sabían.

Con la luz del alba, los leñadores se encontraban ramas rotas o hierba pisoteada, entonces se miraban unos a otros y movían la cabeza sin intercambiar ni una sola palabra. Sabían que al caer la noche, Nehi, el diablo de la montaña, bajaba de su palacio en lo alto de las montañas para deambular por los bosques que rodeaban el pueblo, y que, a medianoche, su sombra planeaba a lo largo del río, tocaba con sus dedos las tapias de los campos de frutales, pasaba sin hacer ruido por entre las casas con las contraventanas cerradas y por los patios oscuros, y vagaba por las cuadras y los establos abandonados. El susurro de su manto negro hacía temblar la hierba por la que caminaba y las hojas que rozaba al pasar, y sólo al amanecer desaparecía en las profundidades de los bosques, escabullándose en la penumbra hacia la espesura, planeaba en silencio entre los valles, las cuevas y las grutas y volvía a su terrorífico palacio, situado en algún lugar, en la cima de alguna de las altas montañas a las que jamás ninguna persona se había atrevido a acercarse.