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– Por aquí -murmuraban entre sí los leñadores por la mañana temprano-, por aquí, justo por aquí ha pasado esta noche. Hace sólo cinco o seis horas que ha pasado sin hacer ruido exactamente por el lugar en el que nos encontramos ahora.

Un escalofrío les recorría la espalda al pensar en eso.

8

Una noche, Mati decidió cumplir la promesa que le había hecho a Maya. Pero no tuvo suficiente valor para vestirse, escabullirse a hurtadillas y llegar hasta el pequeño monte que estaba al pie de las ruinas. En lugar de salir, Mati esperó pacientemente a que sus padres y sus hermanas estuvieran dormidos, y entonces se levantó y se deslizó descalzo hasta la ventana de la cocina, desde la que se podía ver de soslayo el monte, con la intención de permanecer allí, despierto y atento, hasta el alba. Consiguió contar al pie de las ruinas las sombras de nueve árboles. Durante toda la noche hubo nueve árboles, y también al despuntar el día seguía habiendo allí nueve, por lo que Mati llegó a la conclusión de que Maya se había confundido llevada por el miedo o la tensión. O tal vez simplemente se había dormido y había tenido un sueño.

Pero al día siguiente, en el colegio, cuando se lo contó en voz baja, Maya le dijo:

– Mati, después de clase, tú y yo volveremos a contar cuántos árboles hay allí realmente -y fueron los dos a las ruinas y contaron bien, con cuidado, en voz alta y tocando cada árbol, y resulta que volvía a haber sólo ocho y no nueve.

En el aula, a ambos lados de la pizarra, entre las ventanas y encima de las estanterías, la maestra Emmanuela había colgado todo tipo de advertencias escritas en rojo y negro: «El bosque es un lugar peligroso». «Tened cuidado con las montañas.» «Cada arbusto puede ser un monte intrigante.» «Cada roca puede esconder detrás algo que no es una roca.» «El niño que deambule solo por la espesura puede no volver nunca, o volver contagiado de relinchitis.» «La oscuridad nos odia.» «El exterior está lleno de peligros.»

Desde las profundidades de los bosques, desde el corazón de los espesos bosques de coníferas que rodeaban el pueblo por todas partes, llegaba de la mañana a la noche un turbio olor a oscuridad. Incluso durante los meses de verano penetraba en el pueblo desde los bosques una especie de sombra oscura de invierno. Y el río, efervescente y burbujeante, serpenteaba entre los patios y se deslizaba hacia el valle, corriendo y fluyendo por la pendiente con espuma blanca en las riberas, como si ansiara con todas sus fuerzas huir lejos y, a pesar de todo, se detuviera aquí un momento para aliviar a su paso a todo este pueblo.

9

Entre todos los niños del pueblo había sólo dos, Maya y Mati, que se sintieran atraídos por los bosques oscuros. Era precisamente por tantas advertencias, tanto silencio y tanto miedo por lo que estaban fascinados por el bosque, y la imaginación los incitaba a intentar descubrir lo que se ocultaba en lo profundo de la espesura. Mati también tenía un plan aún sin ultimar, y lo compartió con Maya, porque sabía que ella era más valiente que él. Además del plan y del deseo común de adentrarse en el bosque, también tenían su secreto, un secreto confidencial que no compartían con nadie, ni con sus padres, ni con la maestra Emmanuela, ni con las hermanas mayores de Mati, ni con Almón, ni con Danir el tejero, ni con ningún amigo o amiga. Sólo cuando no había cerca nadie que pudiese escuchar, Maya y Mati se susurraban el uno al otro emocionados el secreto común que sólo les pertenecía a ellos. A menudo, Mati y Maya se veían a escondidas por la tarde en un establo abandonado y medio en ruinas que estaba en el patio de atrás de la casa de Mati, donde ni sus padres ni sus hermanas podían llegar a oírlos, y hablaban en voz baja de su secreto.

Los niños del pueblo, y entre ellos también las hermanas mayores de Mati, los habían visto a veces conversando en voz baja, y enseguida llegaron a la conclusión de que Maya y Mati habían empezado a ser pareja. Y si habían empezado a ser pareja, resultaba agradable y hasta simpático chismorrear un poco sobre ellos, y también burlarse un poco y molestarles. Y es que siempre, en cualquier tiempo y en cualquier lugar, que un chico y una chica pasan mucho tiempo juntos, solos, en vez de seguir siempre a todo el grupo, al instante se les considera pareja. Y una pareja invita a la envidia. Y la envidia duele, se hincha y empieza a segregar sarcasmo: más o menos como una herida infectada segrega pus.

Mati y Maya no se veían de ese modo a sí mismos: ellos no se consideraban pareja en absoluto, sino tan sólo los únicos partícipes de un secreto. Nunca se habían cogido de la mano, ni se habían mirado fijamente a los ojos, y tampoco se habían intercambiado sonrisas cómplices, y por supuesto no se habían besado, aunque tanto él como ella ya se habían imaginado dos o tres veces qué se siente con un beso y cómo se llega a él.

Pero sobre esas fantasías no habían hablado nunca entre ellos. Ni una sola palabra. Lo que unía a Maya y a Mati no era amor, sino un secreto que nadie, excepto ellos, debía conocer bajo ningún concepto.

Debido al secreto, y también por las burlas de las que eran objeto, Maya y Mati se sentían muy cerca el uno del otro, y también solos, porque si los demás se enteraban de su secreto se burlarían aún más, y les molestarían e injuriarían el doble. Y es que todo aquel que no está dispuesto de ninguna manera a amoldarse y a ser como todos nosotros tiene relinchitis o maullitis o cualquier otra enfermedad de ésas, y que no se atreva a acercarse a nosotros, que guarde las distancias, no vaya a contagiarnos a todos.

También se burlaban de Almón el pescador por su cuaderno de pensamientos, por su costumbre de salir al patio y silbar cada mañana y cada tarde al perro que sin duda llevaba muerto ya muchos años y por el espantapájaros completamente inútil que puso entre los bancales de su huerto. Sobre todo se reían a sus espaldas de las largas discusiones que tenía a veces consigo mismo o con su espantapájaros. Con cierta frecuencia, el que una vez fuera pescador discutía incluso con el río, con la luna, con las nubes que pasaban por el cielo. En el pueblo se mofaban sobre todo de las emocionantes reconciliaciones entre Almón y el espantapájaros, o entre Almón y la pared o el banco, al final de cada riña o discusión.

Incluso a Lilia la panadera viuda, la madre de Maya, solían despreciar los vecinos del pueblo con gritos de júbilo, y hasta se llevaban un dedo a la sien y lo giraban refiriéndose a ella:

– Mirad, mirad, ahí va otra vez esa extraña mujer que tiene la costumbre de deshacer las hogazas de pan que no ha conseguido vender y echar las migas al río o esparcirlas entre los árboles, a lo mejor ocurre un milagro y pasa por aquí de repente algún pez perdido, o puede que un pájaro despistado sea arrastrado casualmente hacia nuestro cielo.

La verdad es que algunos de los que solían burlarse de las migas de Lilia se detenían a veces un momento al pie de los árboles o al borde del río y esperaban:

– Quizás algún día. A pesar de todo. ¿No?

Pero al cabo de un rato reaccionaban, como si de repente alguien hubiese dado una palmada junto a sus oídos. Entonces se encogían de hombros y se iban de allí, un poco avergonzados.

Y cómo se burlaba casi todo el pueblo, abiertamente, con risa socarrona, y no sólo a sus espaldas, de Solina, la modista pobre, y de Guinom, su marido inválido, que tenía la enfermedad del olvido, y que se había encogido hasta hacerse tan pequeño como un cojín y balaba con un hilo de voz, balaba como un cordero abandonado. Solina, su mujer, solía envolverle en pañales, taparle con dos mantas de lana y sacarle todas las tardes en un carrito de niño a dar un largo paseo por las callejuelas del pueblo hasta la ribera del río, cuyo furioso bramido hacía que Guinom balara con una voz aguda y desesperada, como si todo estuviese perdido.