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A través de sus pestañas pegoteadas por Miss Clairol, contempló a Gabrielle Breedlove de pie en medio de sus piernas abiertas. Joe no se movió, esperando que el dolor que atravesaba su muslo remitiera pronto mientras luchaba por recuperar el aliento. Ella se había tirado sobre él y había intentado ponerle las gónadas por corbata.

– Jesús -gimió-. Es usted una loca hija de perra.

– Puede ser, deme una excusa para no romperle las rodillas.

Joe parpadeó varias veces para aclararse la visión. Lentamente, apartó la mirada de su cara y bajó por sus brazos, a sus manos. Joder. En una mano agarraba firmemente el bote de laca con el dedo en la boquilla, pero en la otra llevaba lo que parecía ser una Derringer. Y no apuntaba a sus rodillas precisamente, sino directo a su nariz.

Se quedó totalmente quieto. Odiaba con toda su alma que lo apuntaran con una pistola.

– Ponga el arma en el suelo -ordenó. No sabía si la Derringer estaba cargada ni siquiera sabía si funcionaba, pero tampoco quería llegar a averiguarlo. Alzó la vista cuando ella volvió a mirarlo. Su respiración era irregular, sus ojos verdes mostraban una mirada salvaje. Parecía totalmente desequilibrada.

– ¡Que alguien llame a la policía! -comenzó a gritar ella frenéticamente.

Joe la miró con el ceño fruncido. No sólo lo había pateado en el culo, sino que además se ponía a gritar. Si lograba retenerlo, iba a tener que descubrirse y eso era algo que no quería que pasara. Sólo pensar que tenía que entrar en la comisaría de policía con la sospechosa número uno en el caso Hillard -una sospechosa que no sabía que lo era- y aclarar cómo lo había derribado con un bote de laca le ponía los pelos de punta.

– Ponga el arma en el suelo -repitió.

– ¡Ni lo sueñe! Usted es como la mierda que llena las calles, pura escoria.

No creía que hubiera otra alma en treinta metros a la redonda, pero no estaba seguro y lo último que necesitaba era que llegara un héroe a su rescate.

– ¡Que alguien me ayude, por favor! -gritó lo bastante fuerte como para que la oyeran en los condados limítrofes.

Joe apretó la mandíbula. Jamás podría olvidar esto y no quería ni imaginarse la cara de Walker y Luchetti. Joe aun seguía en la lista negra del jefe por haber disparado a Robby Martin. Ni siquiera tenía que esforzarse en imaginar lo que le diría su jefe. «¡La has vuelto a cagar, Shanahan!», gritaría bien alto antes de mandarlo a patrullar las calles. Y esta vez, el jefe tendría razón.

– ¡Que alguien llame al 911!

– Deje de gritar -ordenó él con su mejor voz de policía.

– ¡Necesito a un policía!

– ¡Joder, señora-dijo apretando los dientes-, yo soy policial

Ella entornó los ojos mientras lo examinaba.

– Ya, y yo el gobernador.

Joe metió la mano en el bolsillo, pero ella hizo un movimiento amenazador con la pequeña arma y él decidió intentarlo de otra manera.

– Llevo la placa en el bolsillo izquierdo.

– No se mueva -advirtió ella de nuevo.

Unos enmarañados rizos cobrizos enmarcaban su rostro; tal vez debería haber usado parte de la laca en la cabeza en lugar de en su cara. Le temblaba la mano cuando se sujetó el pelo detrás de la oreja. En un momento podría aplastarla contra el suelo, pero primero tendría que distraerla o correr el riesgo de que le disparara. Y esta vez, en un lugar donde era poco probable que se recuperase.

– Puede meter la mano en mi bolsillo usted misma. No moveré ni un dedo.

Odiaba atacar a las mujeres. Odiaba tener que aplastarla contra el suelo. Pero tal y como estaban las cosas tampoco importaba mucho.

– No soy estúpida. Eso no me lo trago desde la escuela secundaria.

– Oh, por el amor de Dios -Luchó por controlar su temperamento y gano por los pelos-. ¿Tiene permiso para llevar arma?

– Venga ya -contestó-. Usted no es poli. ¡Es un acosador! Ojalá hubiera un poli por aquí que lo arrestase por haberme seguido a todos lados la semana pasada. Hay una ley en este estado contra los acosadores, ¿sabe? -Tomó una bocanada de aire y exhaló lentamente-. Apuesto a que tiene antecedentes por algún tipo de conducta inapropiada. Es muy probable que sea uno de esos psicópatas que hacen llamadas telefónicas obscenas y jadean. Me juego lo que quiera a que está en libertad bajo fianza por acoso sexual. -Volvió a inspirar profundamente y sacudió el bote de laca-. Creo que después de todo será mejor que me dé su cartera.

Nunca en sus quince años de carrera había sido tan descuidado como para dejar que un sospechoso -mucho menos si era mujer- tuviera ventaja sobre él.

Le latían las sienes y le dolía el muslo. Le escocían los ojos y tenía las pestañas pegadas.

– Está chiflada, señora -dijo con voz relativamente calmada mientras metía la mano en el bolsillo.

– ¿De veras? Tal y como yo lo veo es usted quien parece un loco. -Su mirada no lo abandonó mientras alcanzaba la cartera-. Tengo que saber su nombre para decírselo a la policía, pero apuesto a que ya saben quién es.

Ella no sabía cuánta razón tenía, pero Joe no desaprovechó la ocasión hablando. En cuanto ella abrió la cartera y miró la placa que había dentro, sus piernas hicieron un movimiento de tijera sobre sus pantorrillas. Ella cayó al suelo y él se echó encima, inmovilizándola con su peso. Gabrielle se retorció de un lado a otro, empujando sus hombros, llevando la Derringer peligrosamente cerca de su oreja izquierda. Joe la agarró por las muñecas y se las estiró por encima de la cabeza usando todo el peso de su cuerpo para inmovilizarla contra el suelo.

Permaneció tendido sobre ella, oprimiéndole los senos contra su pecho y apretándole las caderas contra las suyas. Le sujetó las manos por encima de su cabeza y aunque el forcejeo la había dejado débil, se negó a darse por vencida. Su rostro estaba casi a dos centímetros del suyo y sus narices chocaron un par de veces. Aspiraba profundamente y sus ojos verdes lo miraban enormes y llenos de pánico mientras seguía luchando por liberar las muñecas, enredando sus piernas con las de él. A Joe se le había subido el borde de la sudadera a la altura de las axilas y sentía contra el estómago la piel cálida y suave de su vientre y el nailon liso de la riñonera.

– ¡Es un poli de verdad! -Sus senos subieron y bajaron mientras luchaba por respirar debajo de su pecho.

Él se levantaría tan pronto como le quitara la Derringer.

– Exacto, y usted está arrestada por tenencia ilícita de armas y asalto con agravante.

– ¡Oh, gracias a Dios! -Respiró hondo y Joe pudo sentir cómo se relajaba bajo él-. Qué alivio. Creía que era un psicópata pervertido.

Una sonrisa radiante iluminó su rostro mientras lo miraba. Él acababa de arrestarla y ella parecía completamente feliz. No el tipo de felicidad que solía aparecer en la cara de una mujer cuando se encontraba en esa posición, sino más bien como la de alguien risueño. No sólo era una ladrona, era un diez-noventa y seis: definitivamente una loca de atar.

– Tiene derecho a permanecer en silencio -dijo quitándole la Derringer de los dedos-. Tiene derecho…

– ¿Habla en serio? ¿De verdad va a arrestarme?

– … a un abogado -continuó, con una mano aun sujetando las suyas sobre su cabeza mientras con la otra lanzaba la pistola a varios metros.

– Pero en realidad no es un arma. Quiero decir lo es, pero no lo es. Es una Derringer del siglo XIX, una antigüedad, así que no creo que se la pueda considerar un arma. Y además, no está cargada, e incluso si lo estuviera no haría un agujero demasiado grande. Sólo la llevaba porque estaba muy asustada. Usted ha estado siguiéndome toda la semana-. Ella se detuvo y arqueó las dos cejas a la vez-. ¿Por qué me ha estado siguiendo?