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Ella se echó hacia atrás y lo miró, él estaba en lo cierto. Sus ojos ardían, ya no eran fríos e indiferentes. Lo cual, pensó, podía ser bueno o malo según se mirase.

– Dime por qué estás tan cabreada -la provocó, esperando oír cuánto le habían dolido las palabras que le dijo aquella noche en el porche. Después de que lo escupiera todo, podría arreglar las cosas.

– ¡Me trajiste una magdalena del bar de tu novia la mañana que hicimos el amor!

Eso no era lo que él había esperado oír. De hecho, nada era como había esperado.

– ¿Qué?

Ella miró a algún punto por encima del hombro izquierdo de Joe, como si mirarlo la lastimara demasiado.

– Me trajiste…

– Ya te he oído -la interrumpió y rápidamente echó un vistazo alrededor para ver si las otras parejas la habían oído también.

Ella no lo había dicho precisamente en voz baja. No sabía que tenía que ver haber comprado una magdalena con la mañana que habían hecho el amor. También le había llevado un bocadillo de pavo del bar de Ann. Menuda cosa. Pero no mencionó el bocadillo porque reconocía que era una de esas conversaciones que nunca entendería y que jamás ganaría. En vez de eso se llevó la mano de Gabrielle a los labios y le besó los nudillos.

– Vuelve a casa conmigo. Podemos hablar allí. Te he echado de menos.

– Puedo sentir cuánto me añoras por cómo te presionas contra mi muslo -dijo ella, pero seguía sin mirarlo.

Si ella pensaba que el obvio deseo que sentía iba a hacer que se avergonzara, iba a tener que esperar sentada.

– No me avergüenza desearte. Y sí, he añorado tocarte y abrazarte, y quiero hacerlo otra vez. Pero eso no es todo lo que he sentido desde que dejaste la ciudad. -Le tomó la cara entre las manos, obligándola a mirarlo de nuevo-. He echado de menos la manera que miras alrededor cuando crees que tu karma va a atraparte. He añorado observarte caminar y la forma en que te metes el pelo detrás de las orejas. He añorado el sonido de tu voz y tus intentos de ser una vegetariana de verdad. He echado de menos que creas que eres pacifista mientras me golpeas el brazo. Te he echado de menos, Gabrielle.

Ella parpadeó dos veces y él creyó que iba a ablandarse.

– Cuando estuve fuera, ¿sabías dónde estaba?

– Sí.

Ella se apartó de su abrazo.

– Entonces no me añorabas tanto, ¿no?

Él no tenía una respuesta sencilla para eso.

– Mantente fuera de mi vida -dijo ella, luego salió de la pista de baile.

Él no la siguió. Verla alejarse de él lo sumía en el infierno más absoluto, pero hacía ocho años que era detective y había aprendido cuándo detenerse en una persecución y esperar a que las cosas se enfriaran.

Pero no esperaría demasiado. Ya había desperdiciado bastante tiempo negándose a sí mismo la mujer que quería y necesitaba en su vida. Cenar cada noche a las seis y tener los calcetines emparejados no iba a hacerle feliz, pero Gabrielle sí le haría feliz. Ahora comprendía lo que le había dicho esa noche en el porche. Ella era su alma gemela. Él era su alma gemela. Él la amaba y ella lo amaba. Algo así no desaparecía, y menos en un mes.

Joe no era un hombre paciente, pero lo que le faltaba de paciencia lo suplía con tenacidad. Mientras esperaba, la cortejaría. Bueno, no tenía demasiada experiencia en ese campo, pero a las mujeres les encantaban ese tipo de cosas. Estaba seguro de que sabría cómo hacerlo.

Estaba seguro de que podría cortejar a Gabrielle Breedlove hasta en el infierno.

Capítulo 18

A las nueve en punto del día siguiente llegó la primera docena de rosas. Eran preciosas, puras y blancas, y eran de Joe. Había garabateado su nombre en una tarjeta, por eso sabía que eran de él. Sólo su nombre. Gabrielle no sabía qué significaban, pero no estaba por la labor de leer entre líneas. Ya lo había hecho una vez. Había imaginado demasiadas cosas por la forma en que la había besado y por cómo le había hecho el amor, y había terminado pagándolo.

La segunda docena eran rojas. La tercera, rosas. Su fragancia llenaba la casa. Aun así, se negaba en redondo a imaginarse qué querían decir. Pero cuando se percató de que de nuevo esperaba su llamada como el día del arresto de Kevin, se puso una camiseta y unos pantalones cortos y salió a correr.

No iba a esperar. Necesitaba aclarar las ideas. Necesitaba decidir qué iba a hacer porque creía que no podría pasar otra noche como la anterior. Verlo le dolía demasiado. Había creído ser lo suficientemente fuerte para enfrentarse a la otra mitad de su alma, pero no lo era. No podía mirar a los ojos al hombre que amaba sabiendo que él no la correspondía. Especialmente ahora que se había enterado de que la mañana que había hecho el amor con ella, había visitado antes a su novia. Saber que existía la mujer del bar había sido una puñalada más en su corazón herido. A la propietaria de un bar le gustaría cocinar. Estaba segura de que no le importaría limpiar la casa y hacer de lavandera para Joe. Ese tipo de cosas que él había dicho que eran tan importantes aquel día en el almacén cuando la había empujado contra la pared y la había besado hasta que apenas pudo respirar.

Gabrielle pasó por delante de St. John's, a algunas manzanas de su casa. Las puertas estaban abiertas y la música de órgano salía a través de la entrada de madera de la vieja catedral. Gabrielle se preguntó si Joe era católico, protestante o ateo. Luego se acordó de que había dicho que había asistido a una escuela parroquial, por lo que quizá fuera católico. De todas maneras ya no tenía importancia.

Corrió después por delante de uno de los institutos de Boise y dio cuatro vueltas alrededor de la pista de la escuela antes de regresar otra vez en dirección a casa. De vuelta a una casa repleta de las flores que Joe había enviado. De regreso a la confusión que había sentido desde el día que lo conoció. En ese momento estaba más confusa que nunca. El aire fresco no había ayudado en absoluto a despejarle la cabeza, aunque sí sabía una cosa con seguridad. Si Joe llamaba, le diría que tenía que dejarla en paz. Nada de llamadas, ni flores. No quería verle.

Creía que las posibilidades de que se encontraran accidentalmente eran escasas. Era un detective que investigaba robos, y no preveía que le fueran a robar en el futuro. Pensaba abrir una tienda de aceites esenciales y no se imaginaba a Joe como cliente potencial. No había ninguna posibilidad de que se encontraran otra vez.

Pero él la estaba esperando en el porche sentado en las escaleras con los pies plantados un escalón más abajo que el cuerpo y los brazos apoyados en los muslos, balanceando las gafas de sol con la mano que coleaba entre sus rodillas. La vio acercarse y se levantó lentamente. No importaba lo que se dijera a sí misma, ese corazón tan traidor que tenía se empapó de su imagen. Luego, como si creyese que ella iba a decir algo que no quería oír, levantó una mano para detenerla. Pero en realidad Gabrielle no sabía qué decir, aún no había pensado nada coherente.

– Antes de que me eches -comenzó-, tengo algo que decirte.

Él se había puesto unos pantalones caquis y una camisa de algodón que había remangado hasta los codos. Estaba tan bueno que quiso extender la mano para tocarlo, pero por supuesto no lo hizo.

– Ya oí anoche lo que tenías que decir -dijo ella.

– No sé qué pasó anoche, pero definitivamente no dije todo lo que tenía que decirte. -Cambió el peso de un pie a otro-. ¿Vas a invitarme a entrar?

– No.

Él clavó los ojos en ella durante un momento.

– ¿Recibiste las rosas?

– Sí.

– Ah… Bien… Er… -Él abrió la boca, la cerró, luego volvió a intentarlo-. No sé por dónde empezar. Supongo que metiendo la pata de nuevo. -Hizo una pausa y luego añadió-: Siento haberte lastimado.

Ella no fue capaz de mirarlo y bajó la vista a los pies.

– ¿Por eso me mandaste las flores?

– Sí.