Se levantó de un salto y se encaminó hacia la cocina, como un enorme dirigible en el corredor. El agua chorreó en el grifo.
—¡Toda nuestra vida cotidiana — gritó desde la cocina— es una cadena continua de transacciones! ¡Es preciso ser un idiota absoluto para hacer un trato desventajoso! ¡Eso ya lo sabían en el siglo XIX! — Se interrumpió, y lo oí tragar agua. Luego ésta dejó de correr, y Weingarten entró de nuevo en mi habitación, enjugándose la boca—. Viecherovski no te dará buenos consejos. Es un robot, no un hombre. Y para colmo, un robot del siglo XIX. Si en el siglo XIX hubiesen sabido hacer robots, los habrían fabricado parecidos a Viecherovski. Mira, puedes considerarme una persona vil. No lo discuto. Pero no dejaré que nadie me elimine; nadie. Por nada. Un perro vivo es mejor que un león muerto. Y un Weingarten vivo es muchísimo mejor que un Weingarten muerto. Ese es el punto de vista de Weingarten, y confío que también el de su familia y amigos.
No interrumpí. He conocido a ese zoquete y su carota durante un cuarto de siglo, y no de un siglo cualquiera, sino del XX. Gritaba de ese modo porque ya lo tenía todo clasificado en su mente. No tendría sentido interrumpirlo, porque no me habría oído. Hasta que Weingarten lo tiene todo clasificado, se puede discutir con él como con un igual, como con un mortal corriente, e inclusive hacerlo cambiar de opinión. Pero Weingarten, con todo acomodado, se convierte en un grabador que se vuelve a hacer funcionar una y otra vez. Y entonces grita y se vuelve descomunalmente cínico… es probable que eso sea producto de una infancia desdichada.
De manera que lo escuché en silencio, esperando a que terminase la cinta, y lo único extraño fue la cantidad de veces que se refirió a los Weingarten vivos y muertos. No podía estar asustado… no era yo, en fin de cuentas. He visto toda clase de Weingarten: Weingarten enamorado, Weingarten el cazador, Weingarten el palurdo grosero y Weingarten derrotado. Pero ése era un Weingarten que no había visto jamás: un Weingarten atemorizado. Esperé a que se desenchufara durante unos segundos para tomar un cigarrillo, y pregunté, por las dudas:
—¿Te asustaron?
Dejó caer los cigarrillos y me apuntó con el dedo, un dedo grueso, mojado, a través de la mesa. Había estado esperando la pregunta. La respuesta también estaba grabada de antemano, no sólo en ademanes, sino oralmente:
—¡Eso me gusta… me asustaron! — dijo, agitando el dedo ante mi nariz—. Este no es el siglo XIX, ¿sabes? En el siglo XIX solían asustar a la gente. Pero en el XX no se molestan con esas tonterías. En el XX te compran. No me asustaron, me compraron, ¿entiendes, amigo? ¡Es una bonita elección! O te aplastan como a un papel o te dan un flamante instituto, por el cual dos científicos ya se han aporreado a muerte. En el instituto haré diez proyectos ganadores del premio Nobel, ¿entiendes? Es claro que la mercancía tampoco es del todo mala. Es algo así como mi derecho de primogenitura. El derecho de Weingarten a su libertad respecto de la curiosidad científica. No es mala mercancía, hermano, no me discutas. Pero hace demasiado tiempo que está en las estanterías. ¡Pertenece al siglo XIX! ¡De todos modos, ya nadie tiene esa libertad en el XX! Puedes tomar tu libertad y pasarte toda la vida como ayudante de laboratorio, lavando tubos de ensayo. ¡El instituto tampoco es una tontería! Allí iniciaré diez ideas, veinte ideas, y si no les gustan una o dos, bien, volveremos a negociar. En la cantidad hay fuerza, amigo. No escupamos al viento. Cuando un tanque pesado se dirige en línea recta hacia ti y la única arma que tienes es la cabeza sobre los hombros, tienes que ser lo bastante sensato para saltar y apartarte de su camino.
Habló mucho más, gritando, fumando, tosiendo, ronco, corriendo a mirar en el bar vacío, apartándose de él, desilusionado, y gritando un poco más. Después se aquietó, se le terminaron las palabras, se recostó en el respaldo de la butaca, apoyó la cabeza en él y dirigió muecas al cielo raso.
— Está bien, entonces — dije—. ¿Pero adonde llevas tu premio Nobel? Habrías debido llevarlo al cuarto de calderas; en cambio lo acarreaste cinco pisos, hasta mi casa.
— Se lo llevo a Viecherovski.
Me asombré.
—¿Qué hará él con tu obra para el premio Nobel?
— No lo sé. Pregúntaselo.
— Espera — dije—. ¿Te llamó?
— No, yo lo llamé a él.
—¿Y?
—¿Qué, y? — Se enderezó en el asiento y se abotonó la chaqueta—. Lo llamé esta mañana, y le dije que elijo el pájaro en mano.
—¿Y?
—¿Qué, y? Y… me dijo, bueno, tráeme tus materiales.
Guardamos silencio.
— No entiendo por qué quiere tus materiales.
—¡Porque es un Don Quijote! — ladró Weingarten—. ¡Porque nunca lo picoteó ni una gallina asada! Porque nunca mordió un bocado más grande del que puede tragar.
De pronto entendí.
— Escucha, Val — dije—. No lo hagas. ¡Al demonio con él, se ha vuelto loco! ¡Lo hundirán a martillazos en el suelo, hasta el cuello! ¿Quién lo necesita?
—¿Y qué, entonces? — preguntó Weingarten con avidez—. ¿Qué?
—¡Quémala, tu maldita revertasa! Quemémosla ahora mismo. En la bañera.
— Es una pena, — dijo Weingarten, y apartó la mirada—. Qué pena. El trabajo… es de primera clase. Especial, extra. De lujo.
Callé. Y él abandonó de nuevo la silla, corro de un lado a otro por la habitación, salió al pasillo y volvió, y su cinta también comenzó a escucharse otra vez. Es una vergüenza sí. El honor sufre, sí. Su orgullo está herido. En particular cuando no se puede hablar a nadie de eso. Pero si se lo piensa, el orgullo es pura demencia, y nada más. Se estaba enloqueciendo él mismo. ¡Pero si la mayoría de la gente no lo pensaría dos veces, en nuestra situación! ¡Y nos llamarían idiotas! Y tendrían razón. ¿Nunca tuvimos que transigir? ¡Por supuesto, cientos de veces! ¡Y lo haremos otros cientos! Y no con los dioses, sino con piojosos burócratas, con bichos demasiado repugnantes para tocarlos.
Sus correteos frente a mí, su sudar y justificarse, comenzaban a enfurecerme, y dije que una cosa era transigir y otra capitular. ¡Ah, ahí le dolió! Fue un golpe fuerte. Pero no lo lamenté para nada. En realidad no era a él a quien golpeaba en el plexo solar, sino a mí mismo. De todos modos, tuvimos una reyerta, y se fue. Se llevó sus maletas y subió al departamento de Viecherovski. En la puerta dijo que volvería después, pero yo le respondí que Irina estaba de regreso, y se derrumbó por completo. No le gusta no agradarle a la gente.
Me senté al escritorio y me puse a trabajar. Es decir, no a trabajar, sino a organizar. Al principio esperaba que una bomba estallara debajo de la mesa, o que ante mi ventana apareciese una cara azul con un dogal en el cuello. Pero nada de eso sucedió, y el trabajo me atrapó, y entonces volvió a sonar el timbre de la puerta.
No fui a atender enseguida. Primero me dirigí a la cocina y tomé el martillo de la carne… una cosa ominosa: un lado tiene esas puntas, y el otro es un hacha. Si algo iba mal, se la daría entre los ojos. Soy un hombre pacífico, no me agradan las peleas o las discusiones, ni tampoco Weingarten, pero ya había tenido bastante. Bastante.
Abrí la puerta. Era Zájar.
— Hola, Dmitri. Por favor, perdóname — dijo con negligencia artificial.
Miré por el corredor, contra mi voluntad, pero no vi a nadie más. Zájar estaba solo.