— Entra, entra. Me alegro de verte.
—¿Sabes? resolví visitarte. — Siempre con el mismo tono artificial, que no combinaba con su sonrisa tímida y su aspecto altamente inteligente—. Weingarten desapareció no sé dónde, maldito sea. Estuve llamándolo todo el día, salió. Y como yo venía a ver a Filíp, pensé que podía pasar por aquí, a ver si estaba.
—¿Filíp?
— No, no… Valentín… Weingarten.
— Está en la casa de Filíp — declaré.
—¡Ah, ya veo! — exclamó Zájar con gran alegría—. ¿Fue hace mucho?
— Hace más de una hora.
El rostro se le heló por un segundo cuando vio el martillo en mi mano.
—¿Preparando el almuerzo? — preguntó, y agregó, sin esperar contestación—: Bueno, no molestaré. Me voy. — Se dirigió hacia la puerta, y se detuvo—. Ah, sí, casi me olvidaba… Quiero decir, no me olvidé, sólo que no sé. ¿Cuál es el departamento de Filíp?
Se lo dije.
— Ah, gracias. ¿Sabes? él llamó y yo… no sé por qué, me olvidé de preguntarle… durante la conversación.
Retrocedió hasta la puerta y la abrió.
— Entiendo — dije—. ¿Y dónde está tu chico?
—¡Eso ya terminó para mí! —gritó, gozoso, traspuso el umbral, y…
CAPÍTULO 11
EXTRACTO 20…quiso obligarme a limpiar esta porqueriza. Apenas pude librarme de eso. Convinimos en que yo terminaría mi trabajo, e Irina, como no tenía otra cosa que hacer y enloquecía de deseos de moverse — era incapaz de remojarse en la bañera y leer el último número de Literatura extranjera—, bueno, Irina se dedicaría a la ropa y ordenaría la habitación de Bóbchik. Y yo prometí arreglar nuestro cuarto, pero no hoy, sino mañana. Morgen, margen, nur nicht heute. Pero quedaría inmaculado, brillante.
Me acomodé a mi escritorio, y durante un rato todo estuvo pacífico y tranquilo. Trabajé, y trabajé con placer, pero era un placer poco común. Nunca había experimentado nada semejante. Sentí una satisfacción rara, seria. Me enorgullecía de mí, y me respetaba. Pensé que un soldado que permanecía ante su ametralladora para cubrir la retirada de sus compañeros debía de sentir lo mismo. Sabe que estará ahí para siempre, que nunca verá otra cosa que el campo fangoso, las figuras que corren, con uniforme enemigo, y el cielo bajo, torvo. Y también sabe que está bien, que no puede ser de otro modo. Y no sé qué vigía de mi cerebro escuchaba y miraba, con cuidado y sensibilidad, mientras yo trabajaba, y me recordó que nada había terminado, que todo seguía, y que en el cajón del escritorio se encontraba el temible martillo con la hoja de hacha de un lado y las puntas del otro. Y el vigía me hizo levantar la vista, porque algo ocurría en la habitación.
En rigor, no había sucedido nada especial. Irina se hallaba delante del escritorio, mirándome. Y al mismo tiempo había pasado algo, algo inesperado y demencial, porque los ojos de Irina estaban cuadrados, y sus labios hinchados. Antes que pudiese decir nada, tiró un trapo rosa sobre mis papeles, y cuando lo recogí vi que era un corpiño.
—¿Qué es esto? — interrogué, desconcertado, mirando a Irina y al corpiño.
— Es un corpiño — respondió ella con voz extraña, me volvió la espalda y fue a la cocina.
Helado por las premoniciones, jugueteé con la rosada prenda de encaje, y no pude entender. ¿Qué demonios? ¿Qué tiene que ver un corpiño con nada? Y entonces recordé a las mujeres de Zájar. Me asusté por Irina. Dejé caer el corpiño y corrí a la cocina.
Irina se encontraba sentada en un banquillo, apoyada en la mesa, la cabeza entre las manos. Un cigarrillo ardía entre los dedos de su mano derecha.
— No me toques — me dijo con tono calmo y cortante.
—¡Irina! — exclamé, patético—. ¿Estás bien?
— Pedazo de animal… — masculló, apartó las manos de su cabello y chupó el cigarrillo. Vi que lloraba.
¿Una ambulancia? Eso no serviría, ¿quién necesita una ambulancia? ¿Gotas de valeriana? ¿Bromuro? Dios mío, mírenle la cara. Tomé un vaso y lo llené con agua del grifo.
— Ahora lo entiendo todo — afirmó Irina, inhalando, nerviosa y apartando el vaso con el codo—. El telegrama, y todo. Aquí estamos. ¿Quién es ella?
Me senté y bebí un trago de agua.
—¿Quién? — pregunté atontado.
Durante un segundo pensé que iba a golpearme.
— Muy bonito, noble canalla — dijo con disgusto—. No quisiste contaminar el lecho conyugal. ¡Cuan noble! De modo que te diviertes en la cama de tu hijo.
Terminé el agua y traté de dejar el vaso, pero la mano no me obedecía. ¡Un médico! Seguía pensando. ¡Mi pobre Irina, debo llamar a un médico!
— Muy bien — dijo Irina. Ya no me miraba. Miraba por la ventana y fumaba, inhalaba cada tantos segundos—. Muy bien, no hay nada que hablar. Siempre dijiste que el amor era un acuerdo. Y siempre sonó tan bien: amor, honestidad, amistad. Pero habrías podido ser más cuidadoso, y no olvidarte del corpiño… ¿Quizás haya también un par de bombachitas, si buscamos bien?
Me llegó en un relámpago cegador. Lo entendí todo.
—¡Irina! Dios mío. Me asustaste tanto. Me diste un susto tan grande.
Es claro que eso no era lo que ella esperaba escuchar, porque se volvió hacia mí, con su rostro pálido, hermoso, manchado por las lágrimas, y me miró con tanta expectativa y esperanza, que casi rompí a llorar yo mismo. Ella quería nada más que una cosa: que eso se aclarase, se explicara como una tontería, un error, una loca coincidencia, y lo antes posible.
Esa era la última gota. No podía soportar más. Ya no quería guardármelo para mí. Volqué sobre ella todo el relato de horror y la demencia de los dos últimos días.
Al principio mi narración debe de haber sonado a broma. Pero seguí, hablando sin prestar atención a nada, sin darle una oportunidad de intercalar comentarios sarcásticos. Lo vomité, sin un orden especial, sin preocuparme por la cronología. Vi que su expresión de sospecha y esperanza, se convertía en asombro, luego en ansiedad, después en temor, y por último en piedad.
Para entonces nos hallábamos en nuestra habitación, frente a la ventana abierta… ella en la butaca y yo en la alfombra, con la mejilla apoyada en su rodilla; afuera había tormenta. Una nube purpúrea se derramaba sobre los techos, azotando con la lluvia; frenéticos relámpagos atacaban las sienes de la colina en el edificio. Grandes goterones fríos cayeron en el alféizar y en el cuarto. Las ráfagas de viento agitaban los cortinados amarillos, pero permanecíamos inmóviles. Me acarició el cabello en silencio. Sentí un enorme alivio. Ya lo había dicho todo. Me había quitado de encima la mitad del peso. Y reposaba, oprimiendo el rostro contra su suave rodilla atezada. Los constantes truenos dificultaban la conversación, pero yo ya no tenía nada que decir.
Y entonces ella dijo:
— Dmitri. No debes pensar en mí. Tienes que adoptar tu decisión como si yo no existiera. Porque de cualquier modo siempre estaré contigo. No importa qué resuelvas.
La apreté con fuerza. Supongo que sabía que diría eso, y pienso que las palabras en realidad no ayudaron mucho, pero igual me sentí agradecido.
— Perdóname — dijo ella al cabo de una pausa—, pero aún no lo tengo claro en la cabeza. No, te creo, por supuesto que te creo… sólo que es tan terrible… Quizás exista otra explicación, algo más… bien, más sencillo, más comprensible. Me parece que lo estoy diciendo mal. Viecherovski tiene razón, no cabe duda, pero no en cuanto a que se trate del —¿cómo lo llamó?—… ¿del Universo Homeostático? Tiene razón en que ese no es el problema. En verdad, ¿qué importa? ¿Si es el universo, hay que ceder; si son alienígenas tienes que luchar? Pero no me escuches. Hablo nada más que porque estoy confundida.
Se estremeció. Me puse de pie, me escurrí en la butaca con ella y la rodeé con los brazos. Sólo quería decirle, en todas las formas posibles, cuan aterrorizado estaba. Cuan aterrorizado estaba por mí, por ella, por los dos. Pero eso habría sido algo carente de sentido, y quizá cruel.