Pole miró a Monk con los ojos centelleantes, como si éste tuviera la culpa de haber presenciado tal escena.
– Como habrá observado, señor Monk -declaró con fría formalidad-, mi esposa está profundamente afectada. Supongo que le habrá quedado claro que nada de lo que dice puede ayudar ni a la señora Carlyon ni a nadie. -Habló con expresión severa y tono tajante-. Debo rogarle que no vuelva a visitarnos. A pesar de lo que ella ha dicho, no se le permitirá la entrada en esta casa. Siento no poder ayudarlo, pero debe comprender que no estamos en posición de hacerlo. Que pase un buen día. La sirvienta lo acompañará a la puerta. -Tras estas palabras, dio media vuelta y salió de la sala.
Monk se marchó con la mente llena de imágenes y dudas. Saltaba a la vista que Sabella Pole era una mujer apasionada y lo bastante desequilibrada, como Edith Sobell había apuntado, para empujar a su padre escaleras abajo y luego levantar la alabarda y clavársela. Además, parecía tener un idea un tanto equivocada del decoro o de lo que se esperaba de ella de acuerdo con su posición social, o quizá todo ello se debía a que había perdido el juicio.
Monk se entrevistó con Hester Latterly, previa concertación de la visita, al día siguiente. De hecho, no le apetecía demasiado, pues tenía sentimientos encontrados al respecto, pero era una aliada excelente. Poseía unas agudas dotes de observación y una comprensión de las mujeres que a él le estaba vedada por la simple razón de ser hombre. Asimismo, pertenecía a otra clase social y, por tanto, percibía e interpretaba matices que a él tal vez se le escapaban. Además conocía a Edith Sobell y tenía acceso a la familia Carlyon, lo que podía resultar de enorme valor si existía una posibilidad de defender a la señora Carlyon.
La había conocido a raíz del caso Grey, hacía casi un año. Ella pasaba unos días en Shelburne Court, la casa solariega de los Grey, y habían coincidido durante un paseo por la finca. En un primer momento la consideró una persona un tanto engreída, muy segura de sus opiniones, sumamente autoritaria y carente de atractivo. Luego demostró ser una mujer de recursos, valiente, decidida y su sinceridad había sido en ocasiones una bendición. Con su rudeza y su clara negativa a aceptar una derrota, había evitado que él se diera por vencido.
De hecho en algunos momentos había tenido la impresión de que mantenía con ella una amistad más sincera que la que le unía a cualquier otra persona, incluido John Evan. Hester lo miraba sin el opaco vidrio de la admiración, el interés o el temor a perder su posición. Es siempre reconfortante contar con un amigo que te conoce y acepta en las peores o más amargas circunstancias; que ve sin tapujos tus defectos, no tiene reparos en llamarlos por su nombre y, no obstante, no te da la espalda ni te permite dejar de luchar, que considera que tu vida constituye un bien muy preciado, algo extraordinario y digno de mención.
Así pues, salió a primera hora de la tarde para reunirse con Hester Latterly delante del apartamento del comandante Tiplady, situado en Great Titchfield Street. Luego se dirigirían juntos a Oxford Street, donde encontrarían un lugar agradable para tomar el té o un chocolate caliente. Tal vez su compañía le resultara incluso grata.
Cuando llegó a la casa de Tiplady ella bajaba por las escaleras con la cabeza alta y la espalda recta, como si estuviera en formación. Su imagen le recordó la primera ocasión en que se vieron: tenía una forma muy particular de comportarse. A él le irritaban tanto su seguridad como su determinación, rasgos muy poco femeninos y más propios de un soldado. Aun así su presencia le reconfortaba por la confianza que había depositado en él. Recordó que había sido la única persona dispuesta a luchar por el caso Grey y que no lo había rehuido por pavor o decepción cuando su participación en el crimen presentaba todos los indicios de ser no sólo posible sino inexcusable.
– Buenas tardes, señor Monk -lo saludó ella con cierta frialdad. No hacía concesiones a los cumplidos habituales ni a las nimiedades a las que sucumbía la mayoría de las personas como preámbulo de temas de conversación más importantes-. ¿Ha empezado a trabajar en el caso Carlyon? Me temo que no será fácil. Según lo que Edith Sobell me ha contado, existen pocas posibilidades de que presenciemos un final feliz. De todos modos, encarcelar a un inocente sería aún peor. Supongo que en eso estamos de acuerdo, ¿no? -Le lanzó una mirada perspicaz.
No había necesidad de hacer comentario alguno; los recuerdos eran como una flecha dirigida a ambos que provocaba dolor, pero no había remordimientos, sólo emoción compartida.
– Todavía no he visto a la señora Carlyon. -Echó a andar con paso decidido y ella no tuvo ningún problema en seguirlo-. Mañana me entrevistaré con ella. Rathbone me ha concertado una visita. ¿Usted la conoce?
– No. Sólo conozco a la familia del general, aunque no demasiado.
– ¿Qué opina de todo esto?
– Esa pregunta merece una respuesta muy larga. -Vaciló, sin saber qué juicios podía emitir al respecto.
Él la miró sin disimular su desdén.
– Muestra usted un remilgo inusitado, señorita Latterly. Antes no dudaba ni un segundo en expresar sus puntos de vista. -Sonrió con ironía-. Claro que eso ocurría cuando no se los pedían. El hecho de que yo me muestre interesado por su parecer le ha paralizado la lengua.
– Pensé que quería una opinión meditada -le espetó con brusquedad-, no unas impresiones improvisadas.
– Dado que en el pasado sus opiniones eran improvisadas, tal vez sea más conveniente oír un dictamen meditado -convino con una sonrisa.
Se dispusieron a cruzar la calle, se detuvieron cuando pasó un coche de caballos, con el arnés reluciente, y atravesaron Margaret Street para dirigirse a Market Place. Oxford Street se veía más allá, con un tráfico intenso formado por toda clase de vehículos modernos, comerciales y recreativos, además de peatones, haraganes y vendedores ambulantes.
– La señora de Randolf Carlyon parece ser el miembro más fuerte déla familia -explicó Hester cuando llegaron al otro lado de la calle-. Considero que es una persona de mucho carácter, es diez años más joven que su esposo y tal vez goce de mejor salud que él…
– Es impropio de usted ser tan diplomática -interrumpió Monk-. ¿Se refiere a que el hombre está senil?
– No… no estoy segura.
La observó con sorpresa.
– Me extraña que no diga lo que piensa. Precisamente una de sus características era su excesiva franqueza. ¿Se ha vuelto usted más sutil, Hester?¿A qué se debe?
– No soy sutil. Intento hablar con precisión, lo que no es exactamente lo mismo. -Aligeró un poco el paso-. No tengo la certeza de que esté senil. No he estado con él el tiempo suficiente para juzgar. En todo caso creo que empieza a perder vitalidad y que su esposa siempre ha tenido mucha más personalidad que él.
– Bravo -exclamó Monk con cierto sarcasmo-. ¿Qué me dice de la señora Sobell, que considera que su cuñada es inocente? ¿Es una optimista redomada? Debe de serlo para pensar que todavía puede hacerse algo por la señora Carlyon, aparte de rezar por su alma, dado que se ha declarado culpable.
– No; no lo es -contestó Hester con una mordacidad considerable-. Es una viuda de gran perspicacia y sentido común. Opina que es mucho más probable que Sabella Pole, la hija del general, lo matara.
– No me extraña. He conocido a Sabella y es muy impresionable y me atrevería a decir que está histérica.
– ¿De veras? -preguntó Hester al tiempo que se volvía hacia él. Su interés por el tema hizo que la irritación se disipara-. ¿A qué conclusión ha llegado después de verla? ¿Cree posible que acabara con la vida de su padre? Damaris Erskine, que también acudió a la cena, afirma que tuvo ocasión de hacerlo.