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Al doblar la esquina de Market Street para enfilar Oxford Street, Monk la agarró del brazo, más que nada para asegurarse de que permanecían juntos y no los separasen los transeúntes que caminaban deprisa en sentido contrario.

– No tengo la menor idea -respondió él al cabo de unos segundos-. Formo mis opiniones basándome en pruebas factuales, no en la intuición.

– No; no es cierto. No creo que sea tan estúpido, o tan presuntuoso, como para hacer caso omiso de sus juicios intuitivos. A pesar de lo que haya olvidado, recordará lo suficiente de sus experiencias pasadas para adivinar algo de las personas con sólo mirarlas a la cara, observar su forma de comportarse en sociedad o hablar con ellas.

Él sonrió.

– En ese caso, creo que Fenton Pole piensa que su esposa podría haber matado al general, lo que resulta altamente indicativo.

– Entonces tal vez haya un rayo de esperanza. -Hester se enderezó y levantó un poco el mentón de forma inconsciente.

– ¿Esperanza de qué? ¿Es que esa posibilidad le parece mejor?

Hester se detuvo con tal brusquedad que un caballero que venía detrás chocó con ella y masculló algo entre dientes, tropezó con el bastón y la esquivó con escasa elegancia.

– Disculpe, caballero -le interpeló Monk-. No he oído lo que ha dicho. Supongo que ha pedido perdón a la señorita por haberla empujado…

– ¡Por supuesto que sí! -exclamó el hombre antes de dirigir una mirada fulminante a Hester-. Perdone, señora. -Acto seguido giró sobre sus talones y se marchó furioso.

– Qué torpeza -refunfuñó Monk.

– Sólo ha tenido un pequeño tropiezo.

– No me refería a él, sino a usted. -La cogió del brazo y la hizo avanzar-. Mire por dónde va para no provocar otro incidente. No creo que tenga nada de positivo que Sabella Pole sea la culpable, pero si ésa es la verdad debemos hacerla pública. ¿Le apetece tomar un café?

Cuando Monk entró en la prisión le asaltó un recuerdo muy vivo, no de la época anterior a su accidente, aunque sin duda había estado en lugares como aquél en incontables ocasiones, incluso en ese mismo centro penitenciario. La imagen que evocó se remontaba a unos meses atrás, al caso por el que se había visto obligado a dejar el cuerpo de policía, a arrojar por la borda todos los años de aprendizaje y trabajo así como los sacrificios debido a su ambición.

Sintió escalofríos mientras seguía a la carcelera por los lúgubres corredores. Todavía no había decidido qué diría a Alexandra Carlyon, ni se figuraba qué clase de mujer sería; en todo caso la imaginaba parecida a Sabella.

Llegaron a la celda y la carcelera abrió la puerta.

– Avíseme cuando quiera salir -dijo. Sin más preámbulos, dio media vuelta con absoluta indiferencia y, en cuanto Monk hubo entrado, cerró la puerta con llave.

Por todo mobiliario, la celda disponía de un camastro con un colchón de paja y mantas grises, sobre el que se sentaba una mujer delgada, de piel muy blanca y cabello rubio recogido en un moño un tanto desmañado. Cuando se volvió hacia él, Monk observó su rostro. No era en absoluto como la había imaginado; no guardaba ningún parecido con Sabella ni poseía una belleza corriente. Tenía la nariz pequeña y aquilina, los ojos de un azul profundo y la boca demasiado grande, de labios carnosos y sensuales. La mujer lo miraba sin expresión alguna, y en ese instante él comprendió que no albergaba la esperanza de que la indultaran. No se molestó en hacerle cumplidos que eran a todas luces inútiles. Él también había temido por su vida y conocía el amargo sabor de boca de quien ve la muerte próxima.

– Soy William Monk. Supongo que el señor Rathbone le informó de que vendría.

– Sí, pero no puede hacer nada -afirmó con un hilo de voz-. Sus averiguaciones no servirán de nada.

– Las confesiones no constituyen una prueba suficiente, señora Carlyon. -Permaneció de pie en el centro de la celda, observándola. Ella no se molestó en levantarse-. Si por el motivo que fuere desea retractarse, la acusación se verá igualmente obligada a demostrar los hechos. De todos modos debo reconocer que será más difícil defenderla después de que haya declarado que cometió el homicidio, a menos que tuviera una buena razón. -No lo planteó como una pregunta, pues no consideraba que su desesperanza obedeciera a la creencia de que la confesión la condenaba por unos actos que él todavía no acertaba a entender.

Ella esbozó una sonrisa amarga.

– La mejor de las razones, señor Monk, es que soy culpable. Maté a mi marido. -Tenía una voz muy agradable, un tanto grave, y pronunciaba las palabras con una claridad absoluta.

De pronto a Monk le embargó la abrumadora sensación de haberse encontrado antes en esa misma situación. Le invadieron las emociones más extremas: temor, ira, amor. Sin embargo se desvanecieron con la misma rapidez con que habían aparecido, y se quedó sin aliento y desconcertado. Observaba a Alexandra Carlyon como si acabara de verla, los rasgos de su cara se le antojaban marcados y sorprendentes.

– ¿Cómo ha dicho? -Monk no había escuchado sus palabras.

– Maté a mi esposo, señor Monk-repitió ella.

– Sí, sí, eso ya lo he oído. ¿Qué ha dicho después? -Meneó la cabeza para mostrar que no acababa de entender.

– Nada. -Frunció el entrecejo en una expresión de asombro.

Monk realizó un gran esfuerzo para centrar sus pensamientos en el homicidio del general Carlyon.

– He hablado con los señores Furnival.

Alexandra Carlyon esbozó una sonrisa que demostraba una profunda amargura y cierto componente de autoburla.

– Me gustaría que demostrara que la culpable fue Louisa Furnival, pero eso es imposible-declaró con un deje que bien podría haber sido irónico-. Si Thaddeus la hubiera rechazado, es posible que se hubiera enfadado, e incluso que hubiera adoptado una actitud violenta, pero dudo de que ame tanto a alguien como para preocuparse de si la quieren o no. Creo que sólo mataría a otra mujer, una mujer realmente hermosa, que rivalizara con ella o pusiera en peligro su bienestar. Quizá si Maxim se enamorara hasta el punto de no ser capaz de ocultarlo, y la gente se enterara, tal vez Louisa matara a su rival.

– ¿Y Maxim no se sentía atraído por usted? -preguntó.

Alexandra se ruborizó de forma tan sutil que él sólo lo advirtió porque la luz de la pequeña ventana le daba en la cara.

– Sí, sí, hace tiempo, pero no lo suficiente para plantearse dejar a Louisa. Maxim es un hombre con un elevado sentido de la ética. Además yo estoy viva, Thaddeus es quien está muerto. -Pronunció las últimas palabras sin emoción alguna, sin atisbo de arrepentimiento. Por lo menos no se dedicaba a interpretar un papel, no se comportaba con hipocresía y no pretendía despertar compasión. Por eso le gustaba.

– Vi la galería y el pasamanos por el que cayó.

Alexandra se estremeció.

– Supongo que cayó de espaldas -añadió Monk.

– Sí-susurró ella con voz trémula.

– ¿Sobre la armadura?

– Sí.

– Pues debió de producir un ruido considerable.

– Por supuesto. Esperaba que todos salieran para averiguar qué había ocurrido, pero no fue así.

– La sala de estar se encuentra en la parte posterior de la casa. Usted ya lo sabía.

– Desde luego. Pensé que algún criado lo habría oído.

– ¿Qué hizo después? Bajó por las escaleras y vio que había quedado inconsciente y que nadie había acudido. ¿Fue entonces cuando cogió la alabarda y se la clavó?

Alexandra presentaba una palidez extrema y tenía los ojos hundidos.

– Sí -musitó.

– ¿En el pecho? Estaba boca arriba. ¿Dice que se cayó de espaldas?

– Sí -respondió Alexandra. Tragó saliva-. ¿Son necesarias todas estas preguntas? No creo que sirvan de nada.

– Debía de odiarlo mucho.

– No… -Ella se interrumpió, respiró hondo, inclinó la cabeza y añadió-: Ya se lo conté al señor Rathbone. Tenía un romance con Louisa Furnival. Yo estaba… celosa.