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Él no la creyó.

– También he visitado a su hija.

La mujer quedó petrificada.

– Está muy preocupada por usted. -Sabía que actuaba con crueldad, pero no veía otra salida. Tenía que descubrir la verdad. Con mentiras y encubrimientos Rathbone sólo conseguiría empeorar las cosas en el juicio-. Me temo que mi presencia provocó una pelea entre Sabella y su esposo.

La señora Carlyon lo miró con furia. Era la primera vez a lo largo de la entrevista en que demostraba una emoción real y violenta.

– ¡No tenía por qué visitarla! Está enferma… y acaba de perder a su padre. Por mucho daño que me causase, era su padre. Usted… -Se interrumpió al comprender quizá que su postura era ridícula si había sido ella quien había matado al general -Pues no parecía muy apenada por su muerte -comentó Monk con toda deliberación al tiempo que observaba no sólo su rostro sino la tensión de su cuerpo: los hombros encogidos bajo la blusa de algodón y los puños cerrados sobre el regazo-. De hecho no intentó ocultar que había mantenido una pelea con él y aseguró que haría todo lo posible por ayudarla, aunque con ello provocara la ira de su marido.

Alexandra permaneció callada, y él notó su turbación como si de una descarga eléctrica se tratara.

– Tachó al general de arrogante y tiránico y explicó que la había obligado a casarse en contra de su voluntad -añadió Monk.

La mujer se levantó y le dio la espalda.

En aquel momento asaltó a Monk otro recuerdo tan vivido que fue como una bofetada. Había estado allí en otra ocasión, en una celda con un pequeño tragaluz como aquél, y había tenido delante a otra mujer delgada de cabello rubio con rizos en la nuca. También a ella la habían acusado de matar a su esposo, y él se había implicado de forma especial en el caso.

¿Quién era esa mujer?

La imagen desapareció de su mente y sólo consiguió rescatar un haz de luz tenue sobre su cabello, el ángulo de un hombro, un vestido gris con la falda tan larga, que rozaba el suelo. No recordaba nada más, ninguna voz, ni el menor atisbo de unas facciones, nada, ni los ojos, ni los labios, nada en absoluto.

Sin embargo tenía la certeza de que para él había sido un caso muy importante, había dedicado todos sus recursos mentales y físicos a su defensa.

Pero ¿por qué? ¿Quién era ella?

¿Había ganado el caso? ¿O había muerto en la horca?

¿Era inocente o culpable?

Alexandra estaba hablando.

¿Qué?

Ella dio media vuelta y lo miró con severidad. Tenía los ojos brillantes.

– Se presenta aquí para decir crueldades sin mostrar el menor tacto, me interrogaba sin la más mínima delicadeza. -La voz se le quebró, le costaba respirar-. ¡Me habla de mi hija, a la que probablemente no volveré a ver sino entre los bancos de una sala del tribunal y luego no tiene la decencia de escuchar mis respuestas! ¿Qué clase de hombre es usted? ¿Qué quiere de mí?

– Lo siento. -Estaba verdaderamente avergonzado-. Me he sumido en mis pensamientos por unos segundos. Ha sido un recuerdo… un recuerdo doloroso… de una situación muy similar a ésta.

La explicación pareció apaciguar la ira de Alexandra, que se encogió de hombros y se volvió de nuevo.

– No importa. Nada de esto importa.

Monk se esforzó por poner en orden sus ideas.

– Su hija se peleó con su padre aquella noche…

Ella se puso de nuevo a la defensiva. Tenía el cuerpo rígido, la mirada recelosa.

– Tiene mucho genio, señora Carlyon. Temí que sufriera un ataque de histeria. De hecho, noté que su esposo estaba muy preocupado por ella.

– Ya se lo he dicho -replicó ella con firmeza-. No se ha recuperado del nacimiento de su hijo. A veces pasa. Es uno de los peligros que encierra la maternidad. Pregunte a cualquier persona que conozca el tema y…

– Es cierto. A menudo las mujeres padecen trastornos temporales…

– ¡No! Sabella estaba enferma, eso es todo. -Se acercó a Monk, tanto que éste pensó que iba a tomarlo del brazo; en lugar de eso se llevó las manos a las caderas-. Si cree que fue Sabella quien mató a Thaddeus, ¡se equivoca! Confesaré mi crimen en el juicio y acabaré en la horca. -Recalcó la última palabra a propósito, como si hurgara en una herida-. Jamás permitiré que mi hija asuma la culpabilidad de mi acto. ¿Lo entiende, señor Monk?

Él no sintió ninguna punzada de la memoria, nada que le resultara siquiera remotamente familiar. El eco sonaba ahora tan lejano que era como si nunca lo hubiese oído.

– Sí, señora Carlyon. Eso esperaba que dijera.

– Es la verdad. -Acto seguido agregó con cierto tono de desesperación, casi de súplica-. ¡No acuse a Sabella! Si le ha contratado el señor Rathbone, debo recordarle que él es mi abogado y no puede decir algo que yo le haya prohibido.

Era una especie de declaración con la que pretendía tranquilizarse.

– También es un hombre que está al servicio de la justicia, señora Carlyon -dijo él con una delicadeza inusitada-. No puede decir algo que sabe que es a todas luces falso.

Ella lo observó en silencio.

¿Existía la posibilidad de que ese recuerdo guardara relación con aquella mujer mayor que lloraba sin que el rostro se le distorsionara? Era la esposa del hombre que tanto le había enseñado, a quien había tomado como modelo cuando se trasladó al sur procedente de Northumberland. Lo habían desacreditado, engañado en cierto modo, y Monk había intentado salvarlo con todas sus fuerzas, pero había fracasado.

Sin embargo, la imagen que había acudido a su mente hacía unos minutos era de una joven, una mujer como Alexandra, a quien habían acusado de matar a su marido. Y él había ido a aquel lugar para ayudarla.

¿Había fracasado? ¿Era ésa la razón por la que habían perdido el contacto? No había rastro de ella entre sus pertenencias, ni cartas, ni fotografías, ni siquiera un nombre escrito. ¿Por qué? ¿Por qué la había olvidado?

Las posibles respuestas se agolpaban en su mente: debido a su fracaso, ella había perecido en la horca…

– Haré lo que esté en mi mano para ayudarla, señora Carlyon -afirmó Monk con voz queda-, para descubrir la verdad. Luego usted y el señor Rathbone harán con ella lo que juzguen conveniente.

Capítulo 4

El 11 de mayo, a media mañana, Hester recibió una invitación urgente de Edith para que la visitara en Carlyon House. Estaba manuscrita y se la había entregado un mensajero, un joven de baja estatura con una gorra calada hasta las orejas y un diente roto. En la nota, Edith le pedía que acudiese tan pronto como le fuera posible y añadía que podría quedarse a comer si así lo deseaba.

– Por supuesto -dijo el comandante Tiplady, que cada día se encontraba mejor y se aburría enormemente mientras Hester le leía los periódicos o los libros de su colección y los que solicitaba a sus amigos. Disfrutaba hablando con ella, pero deseaba que algún acontecimiento nuevo rompiera la monotonía-. Visite a los Carlyon. Infórmese de cómo se desarrolla ese terrible suceso. ¡Pobre mujer!, aunque quizá no debería decir esto. -Enarcó las canosas cejas, lo que le otorgó un aspecto beligerante y de perplejidad-. Supongo que una parte de mí se niega a creer que asesinó a su esposo, sobre todo de esa manera. No parece propio de una mente femenina. Las mujeres utilizan métodos más sutiles, como el envenenamiento, ¿no cree? -Observó que Hester lo miraba con expresión sorprendida-. De cualquier manera, ¿qué motivos tendría para matarlo? -Frunció el entrecejo-. ¿Qué pudo hacerle él para que ella recurriera a tan terrible e imperdonable violencia?

– No lo sé -admitió Hester al tiempo que apartaba la prenda que había estado remendando-. Además, ¿por qué se niega a revelar la verdad? ¿Por qué insiste en contar esa mentira sobre los celos? Me temo que intuye que su hija es la culpable y prefiere morir en la horca a ver a su hija muerta.