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– Debe hacer algo al respecto, Hester -la animó Tiplady un tanto emocionado-. No puede permitir que se sacrifique. Al menos… -Vaciló. La pena era tan intensa que su rostro reflejaba cada uno de sus pensamientos: la duda, la súbita comprensión y, de nuevo, la confusión-. Oh, mi querida señorita Latterly, ¡qué dilema tan terrible! ¿Tenemos derecho a evitar que la pobre criatura se sacrifique por su hija? Lo último que ella desearía es que demostrásemos su inocencia y la culpabilidad de su hija. ¿No la privaríamos entonces de la única cosa hermosa que le queda?

– No lo sé -respondió Hester en voz baja mientras doblaba la prenda y colocaba la aguja y el dedal en el costurero-. ¿Qué ocurriría si ninguna de las dos fuese culpable? ¿Qué sucedería si se descubriese que confiesa para proteger a Sabella porque teme que sea la asesina cuando, en realidad, no lo es? ¿Qué cruel ironía se cerniría sobre nosotros si averiguáramos, ya demasiado tarde, que cometió el crimen otra persona?

Tiplady cerró los ojos.

– ¡Qué terrible! ¿No podría su amigo, el señor Monk, impedir que tal disparate se produjera? Usted asegura que es muy inteligente, sobre todo en este campo.

La inundó un aluvión de recuerdos tristes.

– La inteligencia no siempre basta…

– Entonces, será mejor que vaya y averigüe qué sucede -dijo Tiplady con firmeza-. Descubra todo cuanto sea posible sobre el general Carlyon. Me temo que alguien lo odiaba profundamente. Coma con la familia. Observe y escuche, pregunte, actúe como un detective. ¡Adelante!

– ¿Sabe algo sobre él? -preguntó Hester sin esperanzas al tiempo que se cercioraba de que Tiplady tuviera a su alcance todo cuanto necesitaba. La criada le serviría la comida y ella debería regresar a media tarde.

– Como le he comentado, lo conozco por su reputación -contestó él con expresión sombría-. Después de haber servido tantos años en el ejército, es lógico que conozca cuando menos la identidad de los generales de renombre, así como la de los que carecen de él. Hester esbozó una sonrisa forzada. -¿A qué grupo pertenecía el general Carlyon? -No tenía buena opinión de los generales.

– Ah… -Tiplady exhaló un suspiro y la miró con expresión ceñuda-. No lo sé, pero tenía reputación de ser un militar ejemplar, un líder valiente y heroico, aunque sin el uniforme carecía de rasgos distintivos y desde el punto de vista táctico no era ni una lumbrera ni una nulidad.

– Entonces ¿no luchó en la guerra de Crimea? -le preguntó Hester demasiado rápido para pensar lo que decía-. Había militares de ambas categorías, pero sobre todo abundaban los segundos.

Tiplady sonrió contra su voluntad. Conocía los defectos del ejército, pero constituían un tema prohibido; al igual que los entresijos familiares, no debían explicarse ni admitirse en presencia de desconocidos, y mucho menos de mujeres.

– No -respondió con cautela-. Según tengo entendido, sirvió la mayor parte de su vida en la India y luego permaneció muchos años en nuestro país, como un alto mando, que preparaba a los oficiales más jóvenes. -¿Qué fama tenía? ¿Qué pensaba la gente de él?

– Hester volvió a extender la manta, más por costumbre que por necesidad.

– No lo sé. -La pregunta le había sorprendido-. Nunca oí nada sobre él. Ya le he comentado que era un hombre muy carismático desde el punto de vista personal. ¡Por Dios, vaya a visitar a la señora Sobell! Tiene que descubrir la verdad y salvar a la pobre señora Carlyon o a su hija.

– Sí, comandante. Ya me voy. -Tras despedirse, Hester lo dejó solo para que cavilase hasta su regreso.

Edith la recibió con un entusiasmo inusitado. Se levantó de la silla en que había estado sentada, de manera incómoda, sobre una pierna doblada. Hester la vio demasiado cansada y pálida con el vestido de luto para dedicarle algún halago. Tenía la larga cabellera rubia despeinada, como si se hubiese dedicado a retorcerse los mechones de manera distraída.

– Ah, Hester. Me alegro tanto de que hayas venido. ¿No le importunó al comandante? Qué detalle por su parte. ¿Has averiguado algo? ¿Qué ha descubierto el señor Rathbone? Oh, por favor, ven y siéntate aquí. -Le indicó un asiento situado delante de donde había estado y regresó a su silla.

Hester se acomodó sin preocuparse de alisarse la falda.

– Me temo que, de momento, muy poco. -Respondió la última pregunta, que era la única que de verdad importaba-. Por supuesto, no tiene por qué contarme todo lo que sabe ya que no estoy directamente implicada en el caso.

Edith quedó perpleja, hasta que comprendió.

– Oh, sí, desde luego. -Se entristeció de repente, como si acabara de recordar la desagradable realidad-. ¿Está trabajando en el caso?

– Claro que sí. El señor Monk ya ha iniciado la investigación. Espero que venga aquí a su debido tiempo.

– No le revelarán nada -observó Edith con las cejas arqueadas.

Hester sonrió.

– No de manera consciente, lo sé. El señor Monk considera la posibilidad de que no fuese Alexandra quien asesinó al general, y mucho menos por los motivos que arguyó. Edith…

Su amiga la miraba con fijeza.

– Edith, es posible que, después de todo, Sabella sea la asesina, pero ¿es ésa la solución que Alexandra desea? ¿La ayudaríamos si lo demostrásemos? Ha decidido sacrificarse para salvar a Sabella, si en verdad es culpable. -Se inclinó-. Sin embargo, ¿y si no fue ninguna de las dos? Si Alexandra cree que fue Sabella y se declara culpable para protegerla…

– Sí-la interrumpió Edith con nerviosismo-. ¡Sería maravilloso! Hester, ¿de verdad crees en esa posibilidad?

– Lo cierto es que existe. Entonces, ¿quién lo hizo? ¿Louisa? ¿Maxim Furnival?

– No lo sé. -El brillo desapareció de los ojos de Edith-. Desearía que hubiese sido Louisa, pero lo dudo. ¿Qué motivos tendría?

– Tal vez mantuvieran un romance y el general la dejó, le dijo que todo había acabado. Según me contaste, no es una mujer que acepte un rechazo.

El rostro de Edith reflejaba una curiosa mezcla de emociones: diversión en los ojos, tristeza en la boca e incluso un atisbo de culpabilidad.

– No conocías a Thaddeus, de lo contrario no pensarías algo así de él. Era… -Edith titubeó mientras buscaba ideas para convertirlas en palabras-. Era… reservado y frío. Guardaba para sí todas las pasiones, nunca las compartía. Jamás le vi emocionarse por nada. -En sus labios se dibujó una sonrisa que denotaba pena y arrepentimiento-. Excepto por las historias de heroísmo, lealtad y sacrificio. Recuerdo haberle visto leer Sohrab y Rustum cuando se publicó por primera vez, hace cuatro años. -Edith se percató de que Hester no entendía a qué se refería-. Es un poema trágico, de Matthew Arnold. -Esbozó de nuevo una sonrisa triste-. La trama es complicada. Lo importante es que Sohrab y Rustum son padre e hijo y grandes héroes militares; se matan el uno al otro sin saber quiénes son porque han acabado en bandos contrarios durante la guerra. Es muy emocionante.

– ¿A Thaddeus le gustó?

– Sí. Le encantaban las historias de los grandes héroes del pasado, el nuestro y el de otras civilizaciones: los espartanos peinándose antes de la batalla de las Termópilas; eran trescientos y murieron todos, pero salvaron Grecia. Y Horacio sobre el puente…

– Lo conozco -se apresuró a decir Hester-. Trovas de la antigua Roma, de Macaulay. Ahora lo entiendo. Son relatos en que aparecen los valores que Thaddeus admiraba: honor, deber, valentía, lealtad. Lo siento…

Edith la miró con afecto. Se trataba de la primera ocasión en que hablaban de Thaddeus como un ser humano, no como la víctima de una tragedia.

– No obstante creo que era un nombre más racional que emocional -explicó-. Por lo general se mostraba muy tranquilo y educado. Supongo que, en cierto modo, no era tan distinto de mamá. Valoraba la justicia por encima de todo, y nunca le vi actuar o decir algo que estuviese al margen de ella. -Edith arrugó el rostro y meneó la cabeza-. Si Louisa le despertaba alguna pasión secreta, supo ocultarla por completo. Sinceramente, me cuesta creer que la tomara tan en serio como para cometer una traición, no tanto hacia Alexandra como hacia sí mismo. Para él, el adulterio constituiría un grave error, ya que atentaría contra la santidad del hogar y los valores por los que él se regía. Ninguno de sus héroes haría algo semejante. Sería inconcebible. -Edith alzó los hombros de manera exagerada.