Randolf la observaba con el rostro encendido y los ojos muy abiertos.
– Y jamás he oído a nadie mencionar al general Carlyon -añadió con frialdad-, pero ahora trabajo como enfermera para el comandante Tiplady, quien sabe algo de él porque también sirvió en la India y me contó algunos detalles de su vida. Por lo tanto, no hablaba sin conocimiento de causa. ¿Estoy bien informada?
Randolf se debatía entre el deseo de responder de la manera más grosera posible y la necesidad de defender a su hijo y el orgullo familiar, así como de comportarse con cortesía con una invitada, aunque él no la hubiese convidado. El orgullo familiar ganó.
– Sin duda -contestó de mala gana-. Thaddeus era extraordinario, un militar brillante que jamás deshonró su nombre.
Felicia no apartó la mirada de su plato y mantuvo la mandíbula firme. Hester se preguntó qué dolor interior la habría invadido tras el fallecimiento de su único hijo, dolor que mantendría oculto con la misma disciplina con que había regido toda su vida para superar la soledad propia de las separaciones duraderas, quizá para viajar al extranjero y vivir en lugares desconocidos de clima severo y evitar daños y enfermedades, y ahora para sobreponerse al escándalo y a una pérdida irreparable. Los soldados del imperio se habían apoyado en el valor y la disciplina de mujeres como ella.
La puerta se abrió y un niño de pelo rubio y rostro delgado y pálido entró en el comedor. Observó en primer lugar a Randolf, luego a Felicia.
– Lo siento, abuela-susurró.
– Disculpado -replicó Felicia ceremoniosamente-. No te acostumbres, Cassian. Es de mala educación llegar tarde a las comidas. Siéntate, por favor. James te servirá el almuerzo.
– Sí, abuela. -Cassian bordeó la silla de su abuelo, luego la de Peverell y finalmente se sentó en la que se encontraba junto a Damaris.
Mientras comía, Hester observó con disimulo a Cassian, que comenzó a picotear sin placer del segundo plato, ya que como había llegado demasiado tarde para la sopa no se la habían servido para que no se malacostumbrara. Era un niño hermoso, con el pelo del color de la miel y la piel clara llena de pecas, que disimulaban la palidez. Tenía la frente amplia, la nariz corta, que ya comenzaba a mostrar una curva aguileña, y boca grande, marcada por el candor propio de la infancia, aunque se adivinaban ciertos rasgos de mal humor e introversión. Incluso cuando levantaba la vista mientras Edith le hablaba, o al pedir el agua o los condimentos, algo en su aspecto hizo pensar a Hester que era más reservado y prudente de lo que cabía esperar en un chiquillo de su edad.
Entonces recordó los terribles acontecimientos del mes anterior, que debían de haber causado a Cassian un dolor demasiado intenso para que lo asimilara. En una tarde su padre había muerto y su madre se había visto asolada por la angustia, el miedo y la aflicción para, quince días después, ser detenida y separada a la fuerza de Cassian. ¿Conocería el pequeño los motivos de todo lo ocurrido? ¿Le habría contado alguien los pormenores de la tragedia? ¿O acaso creía que se trataba de un accidente fatal y que su madre regresaría?
Observando su rostro circunspecto, resultaba imposible adivinar que pensaba. Sin embargo, no se mostraba abatido y no miraba a nadie pidiendo explicaciones, a pesar de que se encontraba con su familia y, en principio, los conocía a todos.
¿Lo habría abrazado alguien para que llorara sobre su hombro? ¿Le habría explicado alguien lo que sucedía? ¿O acaso se hallaba inmerso en una confusión silenciosa, acosado por las suposiciones y los temores? ¿Esperaban que sobrellevase el dolor como un adulto con estoicismo, y continuase su nueva y completamente cambiada vida como si no necesitase respuestas ni tiempo para las emociones? ¿Era su actitud de adulto un mero intento de comportarse como se esperaba de él? ¿O es que acaso ni tan siquiera se lo habían planteado? ¿Consideraban que la comida, la ropa, el cariño y una habitación propia era todo cuanto una criatura de su edad necesitaba?
Entretanto, el resto de comensales conversaba sobre toda clase de trivialidades, amigos que Hester no conocía, la sociedad en general, gobierno, los acontecimientos actuales y la opinión pública sobre los escándalos y las tragedias del día.
Damaris volvió al tema original.
– Esta mañana he pasado junto a un vendedor de periódicos que vociferaba cosas sobre Alex -explicó con tristeza-. Decía cosas desagradables. ¿Por qué la gente es tan maliciosa? ¡Ni siquiera saben si lo hizo o no! No deberías haberle escuchado. Tu madre ya te lo había advertido
– No sabía que pensabas salir. -Felicia la observó con irritación-. ¿Adonde has ido?
– A la modista-contestó Damaris con cierto fastidio-. Necesito otro traje negro. Estoy segura de que no querrás que durante el luto vista de color púrpura.
– El púrpura puede utilizarse como medio luto. -Los grandes y perspicaces ojos de Felicia observaron a Damaris con desaprobación-. Tu hermano lleva poco tiempo enterrado. Irás de negro tanto tiempo como sea necesario. Sé que el funeral ha terminado, pero si te encuentro fuera de casa con un vestido de color lavanda o púrpura antes de la fiesta de San Miguel, me causarás un gran disgusto.
El rostro de Damaris reflejó el deseo de rebelarse ante la perspectiva de vestir de negro durante todo el verano, pero no dijo nada.
– De todas maneras, no era preciso que salieras -continuó Felicia-. Deberías haber pedido que acudiera la modista. -La cara de Damaris mostraba claramente sus pensamientos, sobre todo la necesidad de alejarse de la casa.
– ¿Qué decían? -preguntó Edith refiriéndose de nuevo a los periódicos.
– Por lo visto han llegado a la conclusión de que Alex es culpable -respondió Damaris-, pero no se trataba de eso, sino de la malicia con que contaban la noticia.
– ¿Qué esperabas? -inquirió Felicia con el entrecejo fruncido-. Alexandra ha confesado que perpetró un acto que escapa a la comprensión y desafía la seguridad de la vida de los demás, como la locura. Es natural que la gente se sienta… enfadada. Creo que «malicia» no es el término más apropiado. Me temo que no comprendes la dimensión de lo ocurrido. -Apartó la mousse de salmón-. Imagina qué sucedería si todas las mujeres asesinaran a sus maridos porque mantienen un romance. De verdad, Damaris, a veces me pregunto dónde tienes la cabeza. La sociedad se desintegraría. No habría ni seguridad ni decencia ni certeza sobre nada. El orden quedaría roto y estaríamos como en la selva. -Indicó al lacayo que retirase el plato antes de proseguir-. Sabe Dios que Alexandra no tenía problemas en su matrimonio, pero si así hubiese sido debería haberse resignado, como han hecho miles de mujeres antes que ella y lo harán otras en el futuro. Todas las relaciones implican problemas y exigen sacrificios.
Era una afirmación exagerada, y Hester observó a los demás a la espera de que alguien la rebatiera. Edith no apartaba la vista de su plato, Randolf asentía como si estuviese completamente de acuerdo y Damaris miró a Hester en silencio. Cassian estaba muy serio, pero a nadie parecía importarle hablar de sus padres en su presencia.
Fue Peverell quien intervino.
– El miedo, querida -dijo mientras dirigía a Edith una sonrisa triste-. Las personas reaccionan de la más desagradable de las maneras cuando están asustadas. Esperamos violencia del garrote, de las clases obreras e incluso, de tanto en tanto, de los caballeros; y todo ocurre por un insulto, por el honor de una mujer o, aunque sea de muy mal gusto, por cuestiones económicas.
El lacayo retiró los platos de pescado y sirvió los de carne.
– Sin embargo, cuando las mujeres comienzan a utilizar la violencia -añadió Peverell- para imponer al hombre la manera en que debe comportarse en lo que se refiere a la moral o sus apetitos, no sólo amenazan su libertad sino también la santidad de sus hogares. Además, propagan el miedo entre las personas, puesto que se trata de la seguridad más esencial, el refugio al que todos nos gusta imaginar que podemos retirarnos para escapar de los posibles conflictos en los que nos vemos inmersos durante el día o la semana.